En un pequeño pueblo donde los ecos del pasado aún resuenan en cada rincón, la vida de sus habitantes transcurre en un delicado equilibrio entre la esperanza y la desesperanza. A través de los ojos de aquellos que cargan con cicatrices invisibles, se desvela una trama donde las decisiones equivocadas y las oportunidades perdidas son inevitables. En esta historia, cada capítulo se convierte en un espejo de la impotencia humana, reflejando la lucha interna de personajes atrapados en sus propios laberintos de tristeza y desilusión. Lo que comienza como una serie de eventos triviales se transforma en un desgarrador relato de cómo la vida puede ser cruelmente injusta y, al final, nos deja con una amarga lección que pocos querrían enfrentar.
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Capítulo 15: El Último Susurro
La luna llena colgaba en el cielo como un testigo silencioso, derramando su luz pálida sobre el rostro de Clara mientras se encontraba de pie frente al altar. El ritual había fracasado la noche anterior, y ahora ella no podía escapar de la abrumadora sensación de derrota que la envolvía. Había hecho todo lo posible para liberarse de la oscuridad que la rodeaba, pero parecía que cuanto más luchaba, más se hundía en ella. Sentía que el tiempo se deslizaba entre sus dedos como arena, implacable, indiferente.
En su desesperación, Clara no podía evitar recordar la primera vez que sintió que su vida se desmoronaba. Tenía apenas doce años cuando su madre murió repentinamente. La había encontrado sin vida una mañana, en su cama, con el rostro tranquilo como si simplemente hubiera cerrado los ojos y decidido no volver a abrirlos. En ese momento, Clara comprendió que algunas cosas en la vida no tienen explicación, que la muerte no siempre anuncia su llegada.
Ese dolor antiguo se mezclaba ahora con el miedo que sentía. La pérdida de su madre había dejado una herida profunda, una cicatriz que nunca terminó de sanar. Y aquí estaba de nuevo, enfrentando otro vacío insondable. Todo lo que había hecho, todo lo que había sacrificado, parecía haber sido en vano. Las fuerzas que había invocado en su intento de liberarse ahora parecían querer atraparla de forma definitiva.
Los días siguientes al fallido ritual fueron oscuros y silenciosos. Clara sentía una presión constante sobre su pecho, como si cada respiración le costara más esfuerzo. El eco de sus propios pensamientos la abrumaba, repitiendo sin cesar las palabras de su fracaso. Era como si la oscuridad hubiera encontrado su hogar dentro de ella, y cada intento de escapar solo la enredaba más en sus propias sombras.
Una tarde, mientras miraba por la ventana, vio a una madre caminando con su hija por la calle. La niña reía despreocupadamente mientras la madre le apretaba la mano con ternura. Clara cerró los ojos, deseando poder olvidar, deseando que ese dolor profundo desapareciera. Pero el vacío dentro de ella seguía creciendo. En su mente, la imagen de su propia madre regresaba, aquel último momento, aquel último adiós que nunca pudo darle. La niña que había sido, la niña que había perdido a su madre, seguía llorando en su interior, y ahora esa niña había crecido en una mujer atrapada en una desesperación aún más grande.
Clara sabía que algo dentro de ella se estaba desmoronando. Intentaba mantenerse en pie, intentaba seguir adelante, pero la fuerza que la había sostenido durante tanto tiempo comenzaba a fallar. Se preguntaba si alguna vez había sido lo suficientemente fuerte como para sobrevivir a esto. ¿Había sido una ilusión pensar que podría enfrentarse a estas fuerzas sola? ¿Había cometido un error irreversible al intentarlo?
Una noche, cuando todo en su vida parecía estar al borde de romperse, Clara recibió una visita inesperada. Estaba sentada en su sala de estar, rodeada por el tenue resplandor de una vela que apenas iluminaba la habitación, cuando escuchó un golpeteo suave en la puerta. Al abrir, se encontró con Gabriel, su expresión seria, pero con un brillo de preocupación en los ojos.
—Sabía que algo estaba mal —dijo Gabriel en voz baja, como si sus palabras pudieran romper la frágil barrera que sostenía a Clara—. No he dejado de pensar en ti desde la noche del ritual.
Clara lo dejó pasar sin decir una palabra, incapaz de formar una respuesta. Gabriel se sentó frente a ella, su mirada fija en los ojos oscuros de Clara, ojos que ahora parecían reflejar todo el peso del mundo.
—Clara, no tienes que hacer esto sola —continuó, su voz temblando ligeramente—. Todos tenemos un límite. Yo... no puedo soportar verte así. Te prometí que estaría a tu lado, y eso no ha cambiado.
Las lágrimas que Clara había contenido durante días comenzaron a deslizarse por su rostro. Había intentado ser fuerte, había intentado protegerse, pero en ese momento, frente a Gabriel, se sintió vulnerable, completamente rota. No pudo contener el llanto, y sollozó como no lo había hecho en años. Era un llanto profundo, doloroso, el tipo de llanto que viene de las entrañas, cuando ya no hay palabras que puedan describir lo que uno siente.
—No puedo más, Gabriel —dijo entre lágrimas—. He perdido todo. No sé cómo seguir. No sé cómo luchar contra esto.
Gabriel la miró, sus propios ojos llenos de dolor al verla en ese estado. Se inclinó hacia ella y tomó sus manos con suavidad, como si temiera que se rompiera en mil pedazos.
—No tienes que hacerlo sola —repitió, su voz llena de una ternura que Clara no había sentido en mucho tiempo—. No tienes que ser la más fuerte todo el tiempo. Está bien... pedir ayuda.
Las palabras de Gabriel resonaron en Clara como un eco lejano, un eco que llevaba demasiado tiempo ignorando. Había construido muros a su alrededor, muros que ahora se estaban desmoronando, y no sabía cómo manejarlo. Gabriel era el único que la veía por lo que realmente era: una mujer llena de cicatrices, intentando mantener unidas las piezas rotas de su vida.
La noche pasó en un silencio compartido, solo interrumpido por el suave susurro de las lágrimas que Clara seguía derramando. Gabriel permaneció a su lado, sin soltarle la mano, como si ese pequeño gesto fuera suficiente para sostenerla en su peor momento.
Al amanecer, cuando el cielo comenzaba a aclararse ligeramente, Clara se dio cuenta de algo. Había pasado tanto tiempo tratando de ser fuerte, de enfrentarse a todo sola, que había olvidado cómo dejar que alguien más la ayudara a cargar con el peso. No tenía todas las respuestas, y quizás eso estaba bien. Tal vez, en esa vulnerabilidad, había un poder que aún no había comprendido.
—Gracias —murmuró Clara finalmente, su voz apenas un susurro.
Gabriel no respondió con palabras. Simplemente la abrazó, un abrazo lleno de comprensión, de promesas no dichas, de apoyo silencioso. Fue en ese momento cuando Clara comprendió que, aunque el camino hacia adelante seguía lleno de oscuridad, ya no lo caminaría sola.