Doce años pagué por un crimen que no cometí. Los verdaderos culpables: la familia más poderosa e influyente de todo el país.
Tras la muerte de mi madre, juré que no dejaría en pie ni un solo eslabón de esa cadena. Juré extinguir a la familia Montenegro.
Pero el destino me tenía reservada una traición aún más despiadada. Olviden a Mauricio Hernández. Ahora soy Alexander D'Angelo, y esta es mi historia.
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La consumación del pacto
El trayecto de regreso al penthouse fue un silencio denso y cargado. Apenas la puerta se cerró detrás de nosotros, la máscara cayó. Solté el brazo de Alexander como si me quemara.
—Me dolió la mano de tanto clavar mis uñas en tu palma —dije, quitándome el collar sin delicadeza.
Alexander se quitó el saco y lo lanzó sobre el sofá. Estaba menos tranquilo que en la cena; la confrontación con Ignacio y Felipe lo había agitado, o tal vez era la frustración de tenerme tan cerca y no poder tocarme.
—Tu actuación fue impecable, Sofía. El beso... fue convincente —dijo, su voz aún ronca—. Lograste que el imbécil de Andrade se sintiera traicionado y humillado públicamente. Ese era el objetivo.
—El objetivo era convencerlo de que estoy enamorada —repliqué, caminando hacia la ventana, dándole la espalda para desabrocharme el vestido—. ¿O te doy crédito por planear un encuentro tan conveniente con ellos?
—No lo planeé. Sabía que vendrían a marcar su territorio. Pero tú lo manejaste. La pregunta es: ¿Por qué tanta vehemencia? ¿Es solo por la fundación o disfrutaste la humillación de tu ex prometido?
Me giré. El vestido azul cayó a mis pies, dejándome en ropa interior de encaje. No era un juego de seducción esta vez, era una declaración de guerra.
—A Felipe no lo odio. Pero tú me has enseñado algo valioso, Alexander: no tengo nada que perder. Si voy a ser una traidora para el mundo y tu prisionera, al menos voy a tener el placer de elegir cómo juego mis cartas.
Él me miró, y vi una chispa de algo parecido a la admiración, mezclada con el deseo que no podía ocultar.
—Tienes agallas, Sofía. Pero el juego es más peligroso de lo que crees. Felipe y tu hermano están planeando algo. Lo vi en sus ojos. Ellos saben que hay más en esto que amor repentino.
—Deja que planeen —dije, caminando lentamente hacia él. Estaba en su territorio, pero yo tenía el arma más peligrosa: su obsesión—. Mientras ellos planean, yo puedo desarmarte. Y para eso, necesito más que un beso para la prensa.
Me detuve a solo un paso de él. El aire crepitaba.
—¿Qué quieres, Sofía? —gruñó Alexander, su voz tensa.
—Quiero lo que me prometiste. Quiero que me enseñes quién eres de verdad. Quiero que me des una razón para que esta farsa sea, al menos, interesante —respondí, pasando mi mano por su corbata suelta.
Alexander me sostuvo la mirada. La batalla de voluntades era palpable. Finalmente, se rindió a la tensión.
—Interesante, dices. Bien. Tendrás tu espectáculo, Sofía. Pero si juegas con fuego, no culpes al infierno cuando te queme.
Me tomó de la cintura y me acercó con una brusquedad que cortó la distancia. El silencio fue reemplazado por el latido desbocado de mi corazón.
—¿Interesante? —gruñó Alexander, sus ojos oscuros llenos del deseo que yo había provocado—. Esto es lo que querías, Sofía. Esto es lo que compraste al decidir jugar.
El beso fue un asalto, no una caricia. Era posesivo, demandante, y lleno de la frustración que había contenido desde que salí de la ducha. No me besó como un amante, sino como un dueño reclamando su propiedad. Yo me agarré de sus hombros, respondiendo con la misma intensidad furiosa. No era amor; era una batalla de poder a través del deseo.
Él me levantó sin esfuerzo, sin romper el beso, y me llevó hacia el dormitorio. Me depositó en la cama, y se inclinó sobre mí. Sus manos expertas y rápidas se encargaron de la ropa restante, la seda de mi lencería ya no era una armadura, sino una provocación más.
—¿Ahora vas a detenerme de nuevo? —susurró, con la voz ronca, apenas a un centímetro de mi boca.
—Ahora te voy a enseñar por qué tu venganza es una estupidez —respondí, pasando mis manos por su pecho descubierto.
Y con esa última declaración, el último vestigio de control se desvaneció. La noche se convirtió en una asfixiante necesidad, rabia y una conexión física que no podíamos negar. No había ternura, solo la prueba cruda de que, a pesar de la manipulación, la atracción entre nosotros era un incendio incontrolable.
En el silencio de la madrugada, cuando la respiración de ambos se había calmado, me quedé despierta, observando la silueta de Alexander durmiendo a mi lado. Había ganado el asalto de la noche, había provocado su lujuria y había roto su fachada de "dueño frío".
Pero yo también había perdido. Había cedido mi cuerpo al hombre que me estaba chantajeando y, por un breve y aterrador momento, había sentido más que deseo. Había sentido una familiaridad, una conexión que invalidaba todo mi plan de venganza.
Me levanté silenciosamente. La fría lógica regresó con el aire de la mañana. Esto no podía repetirse. Él no podía saber la magnitud de su poder sobre mí.
Caminé hacia el baño, sintiendo el cuerpo adolorido. Al mirarme en el espejo, ya no vi a Sofía Montenegro, la directora de la fundación. Vi a la prometida del enemigo, la mujer que acababa de entrar en una guerra donde las reglas del corazón no existían.
El plan de seducción era peligroso, pero ahora era mi única opción. Necesitaba mantenerlo cautivo de su deseo, sin dejar que el mío me destruyera.
Me vestí lo más rápido posible, eligiendo un traje de pantalón gris, estricto y profesional. Había pasado de la bata de seda y el encaje a la armadura. Al salir del baño, Alexander seguía en la cama, cubierto solo por la sábana. La luz del amanecer revelaba los cortes perfectos de su torso y el rostro, ahora sin la máscara de la ira o el deseo, parecía... joven.
Me obligué a ignorar la punzada que sentí. Él era el enemigo. Algo que no podía olvidar.