En un mundo devastado por un virus que desmorono la humanidad, Facundo y Nadiya sobreviven entre los paisajes desolados de un invierno eterno en la Patagonia. Mientras luchan contra los infectados, descubre que el verdadero enemigo puede ser la humanidad misma corrompida por el hambre y la desesperación. Ambos se enfrentarán a la desición de proteger lo que queda de su humanidad o dejarse consumir por el mundo brutal que los rodea
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Capitulo 13
El silencio envuelve el bosque. Solo el leve crepitar de la hoguera improvisada rompe la calma, aunque las llamas languidecen, y el fuego se apaga lentamente. Exhalo y observo cómo mi aliento se transforma en pequeñas nubes blancas, disipándose en el frío.
Nadiya descansa dentro de la carpa que conseguimos en uno de los negocios de acampada antes de salir de Bariloche. Siempre nos turnamos para cuidarnos mientras el otro duerme.
Siento que se está apegando mucho a mí. Aunque me recuerda a mi último amor, eso no significa que yo sienta lo mismo. Es verdad que es mayor que yo y no puedo negar su belleza, pero mi mente y mi corazón no están interesados en algo más. No merezco volver a experimentar el amor, no después de las cosas terribles que he hecho estos años.
Solo siento que debo protegerla. Es ese pequeño hilo que mantiene mi humanidad latente, escondida en algún rincón de mi ser. Además, viajar acompañado hace que el peso de la travesía sea más llevadero. Es fácil sucumbir a la locura cuando uno recorre el camino en soledad.
La noche apenas se vislumbra sobre nuestras cabezas. Las copas de los pinos bloquean casi por completo el cielo nocturno, aunque logro distinguir algunas estrellas. En otra época, solía subir al tejado de mi casa para contemplarlas en paz.
Nos quedan unos diez kilómetros para llegar al cerro Challhuaco, según lo que hemos calculado con el mapa. Al ritmo que vamos, tal vez nos tome dos días alcanzarlo; el camino es cuesta arriba, y todavía debemos rodear una parte del terreno.
El sonido de la carpa moviéndose me distrae. El cierre se abre y Nadiya aparece, con el rostro adormilado. Me sonríe al verme sentado contra el árbol, cubierto con una manta.
— Hola —dice mientras se estira.
— Puedes seguir descansando un poco más; aún no pensaba despertarte —le respondo, observando sus movimientos.
— Estoy bien. Dudo que pueda volver a dormirme. —Se acerca al fuego, ya casi extinguido, y calienta sus manos—. Ve a descansar tú, si quieres.
— No tengo sueño... Estaba contemplando las pocas estrellas que se pueden ver desde aquí.
— Oh. —Levanta la vista—. ¿Sabes algo sobre constelaciones y todo eso?
— No. —Suelto una débil risa—. Solo conozco algunas estrellas. —Señalo un trío famoso—. Las Tres Marías son de las pocas que puedo identificar.
Ella ríe suavemente.
— Esa es la constelación de Orión.
— ¿Sabes de astronomía? —le pregunto, intrigado.
— No. —Niega con la cabeza mientras una sonrisa nostálgica se dibuja en su rostro—. Mi padre me hablaba de las constelaciones cuando era niña. Yo no entendía mucho, pero lo veía feliz hablando del cielo y el espacio, así que lo escuchaba solo por eso. —Se ríe con suavidad.
— ¿A qué se dedicaba tu padre? —Me enderezo un poco contra el árbol.
— Era informático, trabajaba en distintas empresas. Cuando mi madre se embarazó, consiguió empleo en Metinvest una empresa que se dedicaba a la metalúrgica y a la mineria. Era una de las más importantes de Ucrania.
— Ya veo. Debía ser muy bueno en lo que hacía para terminar allí.
— Sí... —Suspira con desdén, y la tristeza asoma en sus ojos—. Cuando yo tenía ocho años, viajó a Estados Unidos con algunos de sus jefes... Su avión desapareció y nunca lo encontraron.
Me quedo en silencio. Podría decir lo típico, "lo siento", pero siento que sería inútil.
— Desde entonces todo fue muy difícil para mi madre y para mí. Ella trabajaba doble turno, y la vecina, que tenía dos hijos, me cuidaba. Mi madre enfermó... Falleció cuando yo tenía doce años. —Su voz se quiebra.
Permanezco callado. Ella se está desahogando, y siento que interrumpirla sería un error.
— Mis padres no tenían hermanos, y mis abuelos maternos no quisieron saber nada de mí ni de ellos. La vecina que me cuidaba decidió hacerse cargo como mi tutora hasta que tuve la edad suficiente para trabajar y marcharme.
Se queda mirando las llamas hasta que estas se apagan por completo. La oscuridad nos envuelve, pero el brillo de sus ojos delata las lágrimas que corren por su rostro.
— Sé que no es fácil para ti y que no te gusta el contacto físico, pero... ¿puedo recostarme sobre tus piernas? —Su voz es frágil, suave, pero cargada de dolor.
— Está bien... Pero que no sea por mucho tiempo, o no sentiré las piernas. —Intento sonar indiferente, aunque no puedo evitar compadecerme de ella.
Se acerca en la penumbra, apoya su cabeza sobre mis muslos y se tapa con una manta. Aunque no se escuchen sus sollozos, siento que está llorando.
Mi mano se acerca instintivamente a su cabeza para consolarla, pero me detengo antes de tocarla. Cierro el puño y lo dejo caer nuevamente sobre el suelo.
Pasaron algunos minutos en silencio. Yo miro el cielo, y es ella quien finalmente lo rompe.
— ¿Cómo haces para mantenerte así de fuerte? Tan serio... A pesar de lo de tu pareja y tus amigos. Seguro pasaste cosas terribles. ¿Cómo lo logras?
— No lo sé... Muchas veces me he preguntado qué sentido tiene seguir adelante después de perderlo todo. Al principio, pensé que era para ayudar a los demás. —Mi voz se torna áspera, seca, como un árbol marchito bajo un sol abrasador—. Pero luego vi cómo las personas priorizan su propia vida, cómo traicionan, cómo hieren... Cuando me di cuenta, era como ellos. Entonces volví a plantearme por qué seguir. Ella no estaría orgullosa del hombre en que me convertí.
Hago una pausa y miro el cielo. En la profundidad azul, distingo un punto rojo. Marte.
— Pero dejarme morir no era una opción. Soy lo único vivo que mantiene el recuerdo de todos mis seres queridos: mi familia, mis amigos y de ella. Soy quien puede hablar de ellos, y eso los mantiene vivos en el recuerdo, aunque ya no estén.
Sonrío, observando el brillo rojizo de Marte que destaca entre la oscuridad.
— Supongo que por eso sigo adelante. Debo mantener sus memorias vivas. Cuando te vi en aquel hotel, me recordaste a ella... Entre tanto infierno, había olvidado mi razón para seguir. Ahora lo tengo claro: debo continuar por ellos.
Ella se gira y me mira desde mis piernas. La luz de la luna ilumina nuestros rostros. Nuestros ojos se encuentran, y el silencio nos envuelve.
— Sabes... —dice rompiendo el mutismo—. No sé qué cosas malas habrás hecho estos años, y no quiero saberlo si aún no estás listo para hablarlo, pero... —Hace una pausa, saca su mano de debajo de la manta y la posa suavemente en mi mejilla—. Pero, aun así, sigues siendo una buena persona. Quizás estos años que te quedan de vida deberías redimirte y volver a ser quien una vez fuiste. Esa persona que tanta gente quiso.
Me siento más liviano. En otro momento habría apartado su mano de mi rostro, pero esta vez, solo por esta vez, acepto ese gesto. Necesito un poco de consuelo. Me recuerda que no se puede cargar con todo solo. A veces, necesitamos detenernos y permitir que alguien nos sostenga, aunque sea por un instante.
— Nadiya...
No alcanzo a decir nada más. Un grito de mujer corta el momento. Sobresaltados, recogemos nuestras cosas con rapidez.
— Deja la carpa. Si no es nada peligroso, podemos volver por ella luego –digo mientras tomo mis cuchillas arrojadizas.
Corremos en dirección al grito. Se oyen más voces. Más gritos.
"¿Qué está pasando?"