Briagni Oriacne es una mujer como mucha fuerza mental, llega a un momento de colapso donde su felicidad se ve vista en declive ¿Qué hará para alcanzar la felicidad ?
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Los Padres De Briagni
Ahora venía la parte difícil, los padres de Briagni, Elías y Ariadna, tenían que enterarse, como lo tomarían, aceptarían que su hija si pareja estuviera embarazada.
La tarde era tranquila. En la sala de la casa familiar, el aire olía a café recién hecho y pan tostado. Briagni respiró profundo, alisó su blusa con las manos temblorosas y miró a sus padres sentados en el sofá. La hermana menor estaba a su lado, moviendo los pies con impaciencia. La del medio, sentada al otro extremo, tenía el rostro imperturbable y la mirada fija en su celular.
—Tengo que decirles algo —empezó Briagni, con una mezcla de nervios y determinación—. Es muy importante… y espero que me escuchen con el corazón abierto, es algo no estaba planeado, pero espero que me apoyen con esta decisión.
La mamá levantó la vista con una dulzura automática, como si presintiera que venía algo grande. El papá la miró también, apoyando los codos sobre las rodillas.
—Estoy embarazada —dijo Briagni, con una sonrisa tímida y los ojos llenos de lagrimas.
Hubo un segundo de silencio que lo llenó todo. Y luego…
—¡¿Qué?! —soltó la hermana menor, abriendo los ojos como platos—. ¡¿Vas a ser mamá?! ¡¿EN SERIO?!
Saltó a abrazarla sin esperar respuesta, riéndose, emocionada, con esa efusividad adolescente que le nacía natural.
—¡Dios mío! ¡Voy a ser tía! ¡Voy a ser tía!
Los padres se miraron un instante antes de que la madre se levantara, con lágrimas en los ojos y la abrazara con fuerza.
—Mi niña… —susurró—. ¿Estás segura de que estás bien?
—Sí, mamá. Tengo trabajo, tengo estabilidad… no lo planeé así, pero me siento lista. De verdad lista.
El papá se acercó y le puso la mano en el hombro, en silencio primero, y luego asintió con una mezcla de orgullo y preocupación.
—Si tú estás convencida… nosotros estamos contigo.
Briagni sonrió, aliviada… hasta que notó la mirada fija de su hermana del medio.
—¿Y tú no dices nada? —preguntó con cuidado.
La otra se encogió de hombros y dejó el celular a un lado.
—Pues… qué te digo. Felicitaciones, supongo. Te llegó primero a ti. Qué afortunada.
Su tono sonaba amable, pero el nudo en su mandíbula la traicionaba. La sonrisa no tocaba sus ojos.
Briagni tragó saliva. Conocía esa mirada. Esa sonrisa disfrazada.
—Gracias —respondió simplemente, sin querer desgarrar la capa fina de cordialidad que aún las unía.
La mamá, sin darse cuenta de la tensión, retomó la palabra.
—¿Y cómo te has sentido, mi amor?
—Un poco hinchada, los pies ya empiezan a protestar. Pero bien. Micaela me ha ayudado un montón.
—Ay esa niña es un ángel —dijo la madre—. Hay que invitarla un día de estos. Y ya sabes… aquí te vamos a apoyar en todo, Briagni.
—Gracias, de verdad —murmuró ella, abrazando con fuerza a su mamá y pensando en lo que vendría. Su mundo estaba cambiando para siempre.
Y, aunque en la sala todos sonreían, ella sintió —en el fondo— esa sombra suave, pero persistente que emanaba desde los ojos de su hermana del medio.
Un pequeño flashback
La casa olía a chocolate caliente y a cuadernos nuevos. Era final de semestre y las tres hermanas estaban sentadas en la sala con sus boletines escolares. La menor jugaba con una muñeca en el piso, despreocupada. Isabela, en cambio, mantenía los ojos clavados en el rostro de su madre mientras esta abría los informes de calificaciones.
—¡Muy bien, Briagni! —dijo la madre con orgullo al ver el boletín de la mayor—. Promedio perfecto otra vez, mi amor. Qué orgullo tan grande.
El padre asintió con una sonrisa cálida mientras le revolvía el cabello con ternura. Isabela sintió una punzada en el pecho.
—¿Y yo, mami? —preguntó, acercando el suyo.
La madre lo recibió con cariño, pero su expresión no fue la misma. Sonrió, sí, pero no con ese brillo con el que hablaba de Briagni.
—Muy bien también, Isa. Tuviste un ocho en matemáticas, pero lo demás está excelente. ¡Sigue así!
Isabela fingió una sonrisa. "¿Y por qué a ella nunca le bajan de diez?", pensó. Ese día, en la soledad de su habitación, se prometió a sí misma que un día la superaría. Que sería más querida, más exitosa, más vista. Que haría algo tan grande que los ojos de sus padres se volverían solo para ella.
Pero por más que lo intentaba —siempre detrás de Briagni, quien parecía brillar sin esfuerzo—, Isabela no lograba borrar la sombra que su hermana proyectaba sin siquiera notarlo.
Y lo más doloroso era que Briagni, con su dulzura natural, jamás se jactaba. Siempre compartía, siempre la invitaba a estudiar juntas, a salir, a reír. Isabela se odiaba a sí misma por no poder disfrutar eso sin envidia. Pero no podía. No del todo.