Una cirujana brillante. Un jefe mafioso herido. Una mansión que es jaula y campo de batalla.
Cuando Alejandra Rivas es secuestrada para salvar la vida del temido líder de la mafia inglesa, su mundo se transforma en una peligrosa prisión de lujo, secretos letales y deseo prohibido. Entre amenazas y besos que arden más que las balas, deberá elegir entre escapar… o quedarse con el único hombre que puede destruirla o protegerla del mundo entero.
¿Y si el verdadero peligro no es él… sino lo que ella empieza a sentir?
NovelToon tiene autorización de Lilith James para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capítulo 13
Había estudiado más de doce años de medicina. Había visto cuerpos abiertos en quirófanos, salvado vidas al borde del abismo, enfrentado situaciones que harían vomitar a más de uno, pero jamás imaginé que terminaría alimentando a un hombre adulto con cuchara y todo porque se negaba a comer solo.
—¿Te das cuenta de lo ridículo que es esto? —le dije, acercándole otra cucharada de arroz con verduras.
—Mmm —respondió con la boca medio abierta, como si eso validara su necedad.
—Eres un niño.
—Sí.
—Un mandón.
—También.
—Un esclavista emocional.
—Sobre todo eso —dijo con una sonrisa tranquila, fijando los ojos en mi mientras masticaba lentamente.
—¿Qué?
—Tienes buena mano para cocinar. Y para alimentar. ¿Te has planteado dejar la cirugía para ser mi chef personal?
Le di un golpe suave en el brazo con el dorso de la cuchara.
—Come y cállate.
No era la primera vez que intentaba esto. La táctica de la “debilidad voluntaria”. Desde hace dos días se negaba a comer a menos que yo estuviera en la habitación. Al principio pensé que era otro de sus intentos por llamar la atención. Lo ignoré y no acuide a sus llamados para ver hasta donde se atreveria a llegar sin comer, segura de que se cansaría del juego.
Pero no.
El imbécil se mantuvo firme. veintiocho horas sin tocar ni una miga.
Y con los antibióticos fuertes que le estaba administrando, eso no solo era un capricho. Era una bomba de tiempo.
Así que, aquí estábamos. En su habitación, sentada al borde de su cama, con una bandeja en las piernas y una cuchara en la mano, alimentando a Damián Reginald como si fuera un niño de cinco años con una corona invisible.
—¿Estás disfrutando esto? —pregunté, entrecerrando los ojos.
—Mucho.
—¿Y si te lanzara el plato en la cara?
—Me daría una excusa para obligarte a cambiarme la camisa.
Contuve el suspiro. No valía la pena gastar energía emocional.
—¿Quieres más?
—Sí. Pero sopla. Estaba un poco caliente la anterior.
Lo miré con una mezcla de incredulidad y resignación.
Soplé.
—¿Así está bien, su majestad?
—Perfecto. Ya vas entendiendo y acostumbrandote.
—Me estoy resignando. Es distinto.
—Es...
Le metí la cuchara en la boca antes de que pudiera seguir hablando.
A decir verdad… había algo raro en esta rutina absurda. Algo incómodamente cómodo.
Era como si, en medio de ese infierno elegante y peligroso, estos momentos de ridiculez me permitieran aferrarme a la normalidad.
A una especie de control… incluso si era ilusorio.
Él me observaba mientras masticaba, ya no con la lujuria habitual. Sino con… algo más.
Como si, en vez de querer besarme o hacerme enojar, simplemente estuviera agradecido porque estuviera ahí. Y ese pensamiento me desconcertó más que cualquiera de sus comentarios provocadores.
—¿Vas a intentar comer solo algún día? —pregunté al fin, rompiendo el silencio.
—Tal vez —respondió—. Cuando sepa que ya no querràs irte.
—Damián…
—No. No es una trampa. Solo estoy siendo honesto.
Sus ojos se clavaron en los míos, profundos, serios y por primera vez, sin juego.
Me quedé callada y le ofrecí otra cucharada.
—Abre la boca.
—¿Con esa mirada de asesina? Qué tentador.
Volví a suspirar, frustrada. Llevaba más de quince minutos alimentándolo y la escena ya era más ridícula que funcional. Aun así, me negaba a dejarlo seguir ayunando por terquedad.
Él se cruzo de brazos mientras yo le acercaba la cucharada de sopa.
—Damián, no voy a soplar esta también.
—Solo un poquito. Hace que sepa mejor.
Rodé los ojos. Estaba a punto de darle la cucharada cuando la puerta de la habitación se abrió de golpe.
Un guardia uniformado, con el rostro pálido y el arma ya en la mano, irrumpió en la habitación.
—Señor Reginald. Nos están atacando. La propiedad ya fue comprometida.
La cuchara se quedó suspendida en el aire.
Vi, en ese instante, cómo el rostro de Damián cambiaba.
Su mandíbula se tensó. Los ojos se enturbiaron, afilados. La ligereza, el juego, todo se esfumó de su cuerpo en segundos.
Era otro.
—Encuentra a mi madre —ordenó con voz firme. —Y diles que preparen los helicópteros. Nos vamos ya de aqui.
El guardia asintió con un “sí, señor” y desapareció en la misma velocidad con la que llegó.
—¿Qué…? —balbuceé, volviéndome hacia Damián—. ¿Qué está pasando?
Él se giró hacia mí, con los dientes apretados por la tensión.
—Ayúdame a ponerme de pie.
—¿Estás loco? Aún no estás del todo curado.
—No puedo defenderme desde una maldita silla.
Lo dijo sin gritar, pero el peso de esas palabras cayó sobre mí como plomo.
Me levanté de golpe, dejé la bandeja a un lado y le tomé el brazo.
—Entonces apóyate en mí. No puedes forzarte demasiado, podrías abrir las heridas.
—Si no salimos de aquí, poco me va a importar eso.
Lo ayudé a sentarse al borde de la cama, y fue entonces cuando se agachó lentamente, estiró la mano detrás de la mesita y sacó una pistola.
Me tragué el nudo en la garganta.
Se incorporó, apoyando gran parte de su peso en mí. Lo sentía temblar levemente, no por miedo, sino por dolor y tensión contenida.
Nos movimos por el pasillo rápidamente, sus pasos eran torpes, pero decididos.
—¿Quiénes son? —le pregunté con voz baja.
—Los que intentaron matarme la primera vez. Supongo que no quedaron satisfechos con el resultado.
La piel se me erizó.
Mientras avanzabamos por el pasillo, una figura familiar apareció del otro lado del vestíbulo.
—¡Damián! —la voz de María Reginald atravesó el aire—. ¿Estás bien?
Ella tenía el cabello recogido en un moño tirante, el rostro firme, y un arma más grande que la de su hijo sujeta en una mano.
—Estoy bien. Tenemos que salir ya.
Ella asintió sin más. No preguntó. No lloriqueó. No hizo escándalo. Solo se giró y dijo:
—Síganme.
Salimos por una puerta lateral. La luz del día nos golpeó con violencia cegadora, como si el mundo real se resistiera a mostrar la pesadilla que estaba a punto de desplegarse.
Allí estaban. Varias camionetas blindadas, alineadas frente a dos helicópteros que ya comenzaban a encender sus hélices.
El sonido era ensordecedor. El aire empezaba a levantarse con violencia, agitando nuestras ropas y mis nervios.
A lo lejos, los disparos comenzaron a escucharse.
Lejanos primero. Después, cada vez más cerca.
—¡Dios! —jadeé al ver a Clara, Gabriel y Mateo corriendo hacia nosotros escoltados por más guardias—. ¡Están vivos!
—¡Alejandra! —gritó Clara.
—¡Vamos! —gritó Damián, apoyándose aún más en mí.
Nos acercábamos al primer helicóptero cuando los disparos ya eran constantes. Gritos. Órdenes. La guerra había estallado en el jardín trasero de un palacio.
María subió primero. Damián le ofreció la mano y, con todo su esfuerzo, logró impulsarse tras ella. Un segundo después, desde lo alto del helicóptero, descargó una ráfaga de balas contra los atacantes que venian tras nosotros.
Yo me quedé congelada.
El suelo era un caos. Los cuerpos… los gritos… Y entonces lo vi. Mateo, el cual estaba intentando subir al segundo helicoptero, recibiò un disparo directo al pecho.
El tiempo se detuvo.
Él cayó hacia atrás con una expresión que me perseguirá por siempre: Miedo… y luego nada.
Su cuerpo golpeó la hierba y quedó allí.
Inmóvil.
El celeste de su ambo médico empezó a teñirse de rojo.
—¡Mateo! —grité sin pensar, dando un paso hacia él.
—¡Alejandra! —rugió la voz de Damián desde arriba.
Sentí una mano fuerte tomarme del brazo. Me jaló con fuerza y, en un parpadeo, estaba dentro del helicóptero.
El mundo explotó bajo nosotros.
Y mientras el helicóptero se elevaba, alejándonos del infierno, yo miraba por la puerta aún abierta…
miraba el cuerpo de Mateo, solo, tendido en el pasto, con la sangre extendiéndose como una mancha imposible de ignorar.
Lloré sin sollozos.
Solo lágrimas ardientes que me resbalaban por las mejillas, silenciosas.