Lucia Bennett, su vida monótona y tranquila a punto de cambiar.
Rafael Murray, un mafioso terminando en el lugar incorrectamente correcto para refugiarse.
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Capitulo 13
El refugio olía a limpieza reciente y a humo de café recién hecho.
Lucía estaba sentada en el pequeño sofá del salón principal, envuelta en una manta. Su rostro, aunque pálido, mostraba una serenidad que Rafael había aprendido a leer con cuidado: era el tipo de calma que sólo escondía una tormenta interior.
Rafael se agachó frente a ella, apoyando las manos en los reposabrazos del sillón, encerrándola sin tocarla.
—Tengo que salir —dijo en voz baja, como si temiera romper algo frágil—. Pero volveré pronto. Te lo prometo.
Lucía asintió, buscando su mirada.
—Estaré bien —susurró.
Él alzó una mano, acariciándole el rostro con la yema de los dedos. Se permitió una última caricia, una última mirada cargada de algo que dolía más de lo que podía admitir.
Se puso de pie.
Ordenó a dos de sus mejores hombres que no se separaran de ella ni un segundo. Después, sin volver a mirar atrás, salió del refugio.
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La noche era fría y pesada cuando Rafael llegó al almacén abandonado en las afueras.
Sus pasos resonaron sobre el concreto al cruzar el amplio espacio apenas iluminado.
En el centro, bajo una hilera de focos amarillentos, estaban los prisioneros: atados a sillas metálicas, con las muñecas ensangrentadas de tanto forcejear.
Y entre ellos, destacando por su expresión de arrogancia rota, estaba Franco Leone.
Rafael se detuvo frente a ellos, su sola presencia llenando el lugar de una tensión cortante.
Se quitó lentamente el abrigo, entregándoselo a uno de sus hombres, y se remangó las mangas de la camisa.
Sus ojos, oscuros y fríos, recorrieron a cada uno de los capturados.
—¿Quién quiere hablar primero? —preguntó, su tono sereno, casi educado.
El silencio fue la única respuesta.
Rafael sonrió apenas.
—Muy bien.
Se acercó a uno de los prisioneros —un hombre joven, tembloroso— y, sin previo aviso, asestó un golpe rápido, preciso, directo a las costillas.
El crujido fue audible.
El hombre gritó, doblándose sobre sí mismo mientras la silla chirriaba.
Rafael se enderezó, sin perder la compostura.
—Les ahorraré tiempo. —Caminó lentamente entre ellos—. Quiero nombres. Quiero rutas. Quiero cada detalle del clan Rivetti: Vittorio, Marcelo... todo.
Franco Leone escupió al suelo, su labio partido curvándose en una mueca.
—No vas a conseguir nada, Murray.
Rafael se detuvo frente a él.
Lo observó unos segundos, como quien evalúa el método más efectivo para quebrar un objeto resistente.
Después, habló:
—Eso lo decidiré yo.
Le hizo un leve gesto a sus hombres.
En segundos, Franco fue separado de su silla y amarrado a un anclaje del techo, colgando apenas por los brazos.
Rafael se acercó, despacio, casi con ritual.
Levantó el rostro de Franco sujetándolo por el mentón.
—Sabes lo que soy capaz de hacer, ¿verdad? —murmuró fríamente.
Franco no respondió, pero su respiración agitada y sus ojos dilatados hablaban por él.
Rafael sonrió apenas, un gesto sin alegría.
—No tengo prisa —añadió, bajando la voz hasta convertirla en un susurro siniestro—. Y tengo toda la noche.
El primer golpe no fue para obtener respuestas.
Fue para romper su resistencia.
El segundo... para quebrarlo.
Y el tercero, para recordarle que, en el mundo de Rafael Murray, la traición tenía un precio muy específico.
Mientras la sangre comenzaba a manchar el piso, mientras los otros prisioneros miraban horrorizados, la realidad se impuso: no habría piedad. No habría salvación.
No hasta que Rafael obtuviera todo lo que necesitaba.
Y esta vez, no fallaría.
No ahora que había algo —alguien— que proteger más allá de sí mismo.
Franco Leone colgaba, exhausto, apenas consciente.
Su cuerpo era una masa de golpes y sangre, cada respiración era un esfuerzo tortuoso, pero aun así, mantenía su boca cerrada, la mandíbula apretada en un último acto de desafío.
Rafael lo observó con una calma gélida.
Se acercó, sacó una navaja corta y brillante de su cinturón, y la sostuvo entre los dedos, haciéndola girar con naturalidad.
—Te admiro, Franco —dijo, su voz tranquila, casi paternal—. De verdad. Se necesita valor para callar tanto tiempo.
Franco escupió sangre a un costado, sin dignarse a mirarlo.
Rafael suspiró, como quien lamenta una tarea desagradable que debe completar.
Entonces, sin más preámbulos, hundió la navaja de un golpe limpio en el costado de Franco, directo entre las costillas.
Franco soltó un gruñido sordo, un último espasmo recorrió su cuerpo... Y luego, el silencio.
Rafael soltó el cuerpo, que colgó inerte como un muñeco roto.
Se giró, tranquilo, hacia los otros prisioneros.
Sus botas resonaron contra el concreto mientras se acercaba.
Sus ojos, más oscuros que nunca, se posaron en cada uno de ellos, sin necesidad de levantar la voz.
El mensaje era claro: esto no era un juego.
Uno de los hombres —un sujeto más joven, de mirada esquiva— tragó saliva, visiblemente tembloroso.
El terror le había quebrado la voluntad.
—¡Yo hablaré! —exclamó con desesperación—. ¡Yo les diré todo! ¡Todo lo que sé!
Rafael no sonrió, no mostró satisfacción.
Sólo asintió levemente a uno de sus hombres, que se acercó para tomar nota de cada palabra.
Mientras tanto, Rafael limpió sus manos ensangrentadas con un trapo, sin apuro, como quien termina una tarea rutinaria.
Pero sus pensamientos ya estaban en otro lugar.
En Lucía.
En todo lo que había arriesgado... y todo lo que aún debía proteger.
No había espacio para errores.
No esta vez.
No con ella.
El prisionero apenas podía mantenerse de pie, el sudor le corría por la frente, mezclándose con rastros de sangre seca.
Bajo la mirada implacable de Rafael, comenzó a hablar atropelladamente:
—Vittorio y Marcelo Rivetti... —empezó, la voz temblorosa—, llevan meses planeándolo... Quieren... quieren tomar todo lo que es suyo, señor Murray. Sus negocios, su territorio... su lugar en la ciudad.
Rafael entrecerró los ojos, sin interrumpirlo.
—Saben que enfrentarlo de frente es un suicidio —prosiguió el prisionero, apretando los puños, como si intentara reunir coraje—. Así que... buscaron otra forma. Una más... personal.
Se hizo un breve silencio, denso como plomo.
El prisionero levantó la mirada, aterrorizado.
—Saben de la chica —susurró—.
Saben que ella es su debilidad.
Rafael sintió el estómago contraerse, pero no mostró nada en su rostro.
—¿Qué más sabes? —demandó, su tono un filo de hielo.
El prisionero asintió frenéticamente.
—Ellos... están armando una alianza con otros clanes menores. Una emboscada. Querían atacarlo a usted directamente... pero ahora, después de hoy, después de ver cuánto hizo por protegerla... —tragó saliva, nervioso—, la van a buscar a ella primero. Quieren usarla para obligarlo a ceder.
Rafael se acercó un paso más, su sombra cubriéndolo.
—¿Dónde? —inquirió, cada palabra impregnada de una furia contenida.
—Una vieja fábrica en el East Side —gimió el prisionero—. Ahí se están reuniendo.
Podrían moverse en cualquier momento, pero... ahora están ahí.
Rafael lo estudió durante un largo instante.
Luego se giró hacia uno de sus hombres.
—Encárgate de él —ordenó en voz baja.
No necesitó decir más.
Mientras el prisionero era retirado, Rafael se quedó solo unos segundos, mirando el suelo manchado de sangre.
Vittorio y Marcelo Rivetti.
Siempre supo que algún día tendría que enfrentarlos directamente.
Pero ahora... habían cruzado una línea de la que no había regreso.
Habían tocado lo que era suyo.
Habían puesto los ojos en Lucía.
Un error que les costaría todo.
Rafael se enderezó, su expresión endurecida, el corazón decidido.
No habría piedad.
El cielo comenzaba a teñirse de tonos cobrizos cuando Rafael llegó de nuevo al refugio.
Sus pasos, firmes y silenciosos, resonaron en el pasillo mientras avanzaba directo hacia la habitación donde había dejado a Lucía segura.
Cuando abrió la puerta, la vio sentada junto a la ventana, envuelta en una manta ligera, mirando hacia afuera como si intentara encontrar respuestas en el horizonte.
Al sentir su presencia, Lucía giró la cabeza.
Sus ojos —esos ojos que lograban atravesar todas sus armaduras— se iluminaron apenas al verlo.
Rafael cerró la puerta tras de sí, avanzó hacia ella, y durante un momento simplemente la observó.
Necesitaba grabar esa imagen en su memoria: su cabello suelto, sus mejillas todavía pálidas por el susto, pero su expresión serena... confiando en él.
Lucía se puso de pie lentamente.
Y sin pensarlo demasiado, se acercó.
Rafael abrió los brazos, y ella se deslizó en ellos como si perteneciera allí.
Se aferró a él, hundiendo el rostro en su pecho.
Rafael la sostuvo con fuerza, como si al apretarla contra su cuerpo pudiera protegerla del mundo entero.
Durante un largo instante, no hubo palabras.
Sólo el sonido tranquilo de sus respiraciones entrelazadas.
Hasta que Lucía susurró, con una voz apenas audible:
—Estás aquí...
Rafael bajó el rostro hasta su cabello, aspirando su aroma, permitiéndose —aunque fuera por un breve momento— olvidar todo lo demás.
—Siempre estaré —murmuró contra su frente.
Lucía levantó la vista, sus manos aún aferradas a su camisa, como si temiera que se desvaneciera.
—¿Todo está bien? —preguntó, su voz cargada de dulzura y preocupación.
Rafael dudó un segundo.
Podría mentirle. Podría decirle que sí.
Pero en los ojos de Lucía, la verdad siempre encontraba la forma de salir a la luz.
Así que simplemente acarició su mejilla con el dorso de los dedos y respondió:
—Por ahora, sí.
No era una mentira.
No del todo.
Ella asintió lentamente, entendiendo que había cosas que él aún no estaba listo para compartir, pero confiando en que, cuando llegara el momento, él lo haría.
—¿Te quedarás un rato? —preguntó en un susurro.
Rafael soltó una leve sonrisa, esa sonrisa rara y real que solo ella conseguía sacarle.
—No pienso irme —le aseguró—.
No mientras tú me necesites.
Lucía sonrió, una sonrisa pequeña, vulnerable y poderosa a la vez.
Se acurrucó nuevamente contra él, y Rafael la abrazó más fuerte, jurándose a sí mismo, en silencio, que protegería esa paz.
A cualquier costo.
Porque en ese refugio improvisado, entre todo el caos, Rafael Murray, el mafioso más temido de Nueva York, había encontrado algo que jamás había sabido que necesitaba:
Un hogar.
Y su hogar... era ella.
Éste hombre no duerme?
Caramba!!!
Éste tipo ya la localizó
y ahora?