En el reino nórdico de Valakay, donde las tradiciones dictan el destino de todos, el joven príncipe omega Leif Bjornsson lleva sobre sus hombros el peso de un futuro predeterminado. Destinado a liderar con sabiduría y fortaleza, su posición lo encierra en un mundo de deberes y apariencias, ocultando los verdaderos deseos de su corazón.
Cuando el imponente y misterioso caballero alfa Einar Sigurdsson se convierte en su guardián tras vencer en el Torneo del Hielo, Leif descubre una chispa de algo prohibido pero irresistible. Einar, leal hasta la médula y marcado por un pasado lleno de secretos, se encuentra dividido entre el deber que juró cumplir y la conexión magnética que comienza a surgir entre él y el príncipe.
En un mundo donde los lazos entre omegas y alfas están regidos por estrictas normas, Leif y Einar desafiarán las barreras de la tradición para encontrar un amor que podría romperlos o unirlos para siempre.
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Luz al final del camino.
La puerta de mi celda se abrió con un crujido, interrumpiendo mis pensamientos, que se habían hundido una vez más en el recuerdo de Leif. No era la primera vez que el sonido de la cerradura giraba, pero hoy algo en el aire era diferente. Mi mirada se levantó de inmediato, aunque no había esperanza, solo curiosidad. Frente a mí, con su expresión seria y autoritaria, estaba uno de los sirvientes del palacio. Su presencia no dejaba lugar a dudas: venían por mí.
—Einar, el rey y la reina desean que vayas a ver a Leif. Está enfermo —dijo el sirviente, sin atreverse a mirarme directamente a los ojos.
Mi corazón dio un vuelco en el instante en que escuché esas palabras. ¿Leif? ¿Estaba enfermo? En la prisión, los rumores nunca dejaban de circular, pero nunca me había imaginado que las cosas llegarían a este punto. Me levanté, sin pensarlo demasiado, y me dirigí hacia la puerta de la celda. No podía mostrar miedo ni duda. Mi mente estaba concentrada solo en él, en Leif, y en todo lo que había sufrido desde que nos separaron.
Cuando me escoltaron por los pasillos del palacio, un sentimiento de nostalgia me invadió. Todo me parecía familiar, pero a la vez lejano, como si la distancia entre nosotros fuera mucho más que los simples metros que separaban mi celda del cuarto donde Leif estaba. El sonido de mis pasos resonaba en las paredes de piedra, y todo a mi alrededor parecía desvanecerse, hasta que finalmente llegamos a la puerta de la habitación.
El sirviente me hizo una señal para que entrara, y sin pensarlo, empujé la puerta. En el interior, el aire estaba denso y pesado. Leif estaba acostado en la cama, cubierto con mantas, y su rostro pálido me destrozó el alma. Su respiración era irregular, y sus ojos permanecían cerrados, como si estuviera luchando contra algo que no podía controlar. El dolor en su expresión me atravesó como una daga.
Me acerqué lentamente, sin saber si debía tocarlo o simplemente quedarme observando, pero mi cuerpo reaccionó por instinto. Me agaché junto a él y, con una mano temblorosa, acaricié su frente. La fiebre ardiente me sorprendió, y una mezcla de preocupación y desesperación me invadió.
"Leif, ¿qué te hicieron?", susurré en voz baja, casi como si pensara que podía despertarlo de ese sueño profundo.
Me quedé allí por unos momentos, intentando calmar mi mente, cuando la puerta se abrió de nuevo. Esta vez, fue Astrid. Su presencia fue como un golpe seco en el aire. La princesa entró con paso firme, su mirada fija en mí, pero no vi la arrogancia o el desprecio que esperaba. En lugar de eso, había una especie de determinación en su rostro.
Mientras pasaban los días, mi tarea se volvía más pesada, pero también más natural. Cuidar de Leif se convirtió en algo inevitable, como si el destino me hubiera señalado este momento. Cada mañana, al abrir los ojos, lo primero que veía era su rostro, pálido y arrugado por el dolor, tan ajeno a la figura vibrante y segura que solía ser. Su cuerpo, tan fuerte y altivo en su tiempo de salud, ahora parecía tan frágil, tan vulnerable. Cada respiración entrecortada que tomaba me desgarraba por dentro, y mi corazón se apretaba con una mezcla de desesperación y ternura.
Lo veía dormir, su cuerpo arrugado bajo las mantas, la piel pegajosa por la fiebre, y todo en mí quería hacer algo más. Quería gritarle al mundo, a Astrid, al rey, a todos, que Leif no merecía esto, que no merecía vivir en este estado de sufrimiento. Pero todo lo que podía hacer era estar a su lado, cuidar de él, y esperar que algún día sus ojos volvieran a brillar con la misma intensidad de antes.
Había momentos, sin embargo, que la oscuridad del sufrimiento me arrastraba. Los celos me devoraban en silencio. Miraba a Astrid, de vez en cuando, cuando ella entraba en la habitación, o cuando se acercaba para hablar conmigo, y sentía esa punzada aguda en el pecho. Sabía que ella estaba haciendo todo lo posible por mantener el reino, por cumplir con su papel como princesa y esposa, pero algo dentro de mí no podía soportarlo.
Leif era mío. Había sido mío mucho antes de que Astrid entrara en la escena, antes de que el destino lo uniera a ella. Mi alma había estado ligada a la suya desde el primer momento en que lo vi. Y aunque él no sabía lo que significaba ser marcado por un Alfa, aunque no entendiera la profundidad de lo que le había hecho, mi corazón no podía negar lo que sentía por él. Los celos que sentía al verlo junto a Astrid, a su lado como su esposa, eran como un fuego abrasador que no podía apagar.
Cada vez que Astrid entraba en la habitación, mi instinto de protección hacia Leif se activaba, y era difícil no ver las miradas que ella le dirigía. Sabía que no podía hacer nada, que debía quedarme en segundo plano, pero cada vez que ella quería aportar y ayudar, lo tocaba a su antojo, cada vez que lo acariciaba o lo alimentaba, me sentía fuera de lugar. Como si fuera un extraño, como si no tuviera derecho a estar allí, aunque había sido yo quien lo había cuidado cuando nadie más lo había hecho.
La pasión que había entre Leif y yo, la conexión que compartíamos, era profunda y única, pero al verlo tan vulnerable, tan frágil, me sentía incapaz de competir con la presencia de Astrid. Ella estaba allí por obligación, por el deber de ser su esposa, pero yo... Yo estaba allí porque no podía alejarme. Porque el amor que sentía por Leif era mucho más grande que cualquier otra cosa. Y, sin embargo, esa presencia, esa obligación que Astrid tenía sobre él, me aplastaba, me recordaba lo que nunca podría ser.
Recuerdo una tarde, cuando Leif parecía más tranquilo que de costumbre, cuando la fiebre había disminuido un poco. Estaba acostado sobre las almohadas, sus manos pálidas descansando sobre las mantas, y yo me quedaba observando cómo respiraba, cómo su pecho subía y bajaba con un ritmo tan suave que casi me hacía olvidar todo lo que había pasado. En ese momento, Astrid entró, sin decir palabra, solo con su presencia llena de autoridad. Caminó hasta la cama y se sentó al lado de él. La manera en que sus dedos recorrieron el cabello de Leif, cómo le acarició la mejilla, algo dentro de mí se encendió. No podía evitarlo. Mis ojos se clavaron en ellos, y sentí la rabia crecer en mi pecho.
—¿Está mejor? —preguntó Astrid, su voz suave, preocupada.
La pregunta era inocente, pero para mí sonaba vacía. Como si estuviera preguntando por un objeto, no por un ser que había sido mi todo.
—Sí, parece que la fiebre ha bajado. —Mi respuesta salió de mis labios más fría de lo que me hubiera gustado.
Astrid me miró, y por un momento, los ojos de Leif se abrieron, buscando mi mirada antes de posarse en ella. Ese simple gesto me perforó el alma. Leif estaba más débil que nunca, y aunque su mente estaba nublada por la fiebre, él aún se inclinaba hacia ella. Era natural. Astrid era su esposa. Ella tenía derecho a estar ahí, a cuidarlo, a ser su apoyo. Yo, por otro lado, solo era un espectro que merodeaba a su alrededor, sin un lugar real en la vida de Leif.
Mi mente se llenó de dudas, de preguntas sin respuesta. ¿Qué derecho tenía yo de interrumpir su vida, su matrimonio? ¿Cómo podía pedirle que me viera como antes, cuando todo ya estaba cambiado? Sentí una rabia tan pura que no pude evitar morderme el labio. Mis manos se apretaron en los puños.
Leif suspiró, y yo, incapaz de soportarlo más, me levanté de la silla. Necesitaba salir de allí, de esa habitación que se había convertido en una prisión. Necesitaba un momento para pensar, para calmar mi mente antes de hacer algo que lamentara.
Antes de salir, me volví hacia Astrid.
—Leif necesita descansar, princesa. No lo sobrecargue con más preguntas —le dije, con una dureza que probablemente no esperaba de mí.
Astrid me miró sorprendida por un momento, antes de bajar la mirada. No contestó. Ella sabía que había algo entre nosotros, algo que no podía ser ignorado. Sabía que Leif y yo compartíamos algo más profundo, algo que no podía arrebatarle, pero aún así, su deber como esposa la mantenía firme.
Salí de la habitación sin decir una palabra más. La puerta se cerró tras de mí con un sonido sordo, y sentí cómo mi pecho se oprimía, cómo la frustración y los celos se multiplicaban dentro de mí. Pero, al mismo tiempo, había una sensación extraña de alivio. Como si, al irme, estuviera protegiendo a Leif de algo más que solo su enfermedad. Estaba protegiéndolo de mí.