El mundo cayó en cuestión de días.
Un virus desconocido convirtió las calles en cementerios abiertos y a los vivos en cazadores de su propia especie.
Valery, una adolescente de dieciséis años, vive ahora huyendo junto a su hermano pequeño Luka y su padre, un médico que lo ha perdido todo salvo la esperanza. En un mundo donde los muertos caminan y los vivos se vuelven aún más peligrosos, los tres deberán aprender a sobrevivir entre el miedo, la pérdida y la desconfianza.
Mientras el pasado se desmorona a su alrededor, Valery descubrirá que la supervivencia no siempre significa seguir con vida: a veces significa tomar decisiones imposibles, y seguir adelante pese al dolor.
Su meta ya no es escapar.
Su meta es encontrar un lugar donde puedan dejar de correr.
Un lugar que puedan llamar hogar.
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12
Cinco días.
Cinco días de un silencio que, poco a poco, había dejado de ser aterrador para convertirse en una rutina precaria. La granja polvorienta se había transformado en el escenario de una nueva y frágil normalidad. Los primeros dos días fueron de un agotamiento catatónico, donde apenas se movieron de sus sitios, durmiendo en turnos interminables, permitiendo que sus cuerpos y mentes, hechos trizas, comenzaran una lenta y dolorosa cicatrización.
Para el tercer día, la fiebre de Luka había cedido, dejando atrás a un niño pálido y más delgado, pero cuyos ojos habían recuperado un destello de su antigua vivacidad. Ya no miraba al vacío. Ahora seguía a Valery y a Derek con la mirada, un pequeño espectador silencioso de los esfuerzos de sus familiares por convertir el cascarón en un hogar temporal.
Fue Derek quien, movido por esa chispa de determinación que había encontrado, se dedicó a mejorar sus defensas. Con la cuerda de nylon y unas viejas latas oxidadas que encontró en el cobertizo, creó un sistema de alarma rudimentario alrededor de la casa, colgando los metales de hilos casi invisibles. No era infalible, pero era algo. Era su contribución.
Valery, por su parte, había racionado los suministros con una precisión militar. Una barra de cereal partida en tres cada mañana. Una lata de comida para compartir al mediodía. Unos sorbos controlados de su preciada agua. Pero las matemáticas, implacables, no mentían. Y hoy, en la gris luz de la mañana del sexto día, la realidad se impuso con la crudeza de un golpe.
Valery vació la última botella de agua en la única taza que tenían. El sonido del líquido, poco y mezclado con los sedimentos del fondo, fue un veredicto. Luego, con movimientos precisos, abrió la última lata de comida: unas judías verdes que parecían haber perdido todo su color. Las colocó en el centro del suelo, sobre un trapo limpio que Derek había sacado de su búsqueda.
No hizo falta decir nada. La evidencia estaba servida.
Derek miró la mísera ración final y luego a su hija. La tensión de los últimos días, la tregua precaria, se quebró en ese instante.
—Tengo que ir —dijo Derek, su voz era firme, sin rastro de la duda que lo había consumido antes. No era una sugerencia, era una declaración.
Valery, que estaba limpiando la llave inglesa con un pedazo de tela, se quedó inmóvil. Alzó la vista lentamente.
—No. Es demasiado arriesgado. El pueblo... —no necesitó terminar. La palabra "pueblo" ahora venía con la imagen fantasmal de un sedán atrapado en un puente en llamas.
—Lo sé —asintió Derek—. Pero no hay opción. Luka está mejor, pero no está fuerte para caminar kilómetros. Y no podemos quedarnos aquí a morir de sed. —Señaló la última lata—. Eso se acaba hoy.
—Entonces voy yo —replicó Valery, poniéndose de pie. Su postura era desafiante, la de la comandante que había tomado todas las decisiones hasta ahora—. Soy más rápida, más silenciosa. Ya lo he hecho.
—¡Por eso mismo! —la voz de Derek se elevó por primera vez en días, no con ira, sino con una desesperación contenida—. ¡Ya has hecho suficiente, Valery! Has... has cargado con todo. —Su mirada bajó a la llave inglesa en sus manos, y ambos supieron a lo que se refería: la pala, el puente, la sangre—. Es mi turno. Soy tu padre. Es mi responsabilidad.
—Tu responsabilidad es mantenerte a salvo para Luka —le espetó ella, fría—. Si te pasa algo ahí fuera, ¿qué hacemos? ¿Cómo cargo yo sola con él? Eres un riesgo que no podemos permitirnos.
Fue un golpe bajo, calculado para herir, para disuadirlo. Y funcionó. Derek palideció, el peso de su propia inutilidad pasada cayendo sobre él como una losa. Pero, para sorpresa de Valery, no retrocedió.
—Si te pasa algo a ti —contestó, su voz ahora temblorosa pero persistente—, nosotros tampoco sobrevivimos. Tú eres la que piensa, la que planifica. Yo... yo solo soy un par de manos más. Pero son manos que pueden intentar traer comida. —Hizo una pausa, mirando a Luka, que los observaba con ojos muy abiertos, asustado por la tensión—. No puedo quedarme aquí sentado, Val. No otra vez. No puedo dejar que mi hija asuma todo el peligro otra vez.
La habitación se sumió en un silencio cargado. No era el silencio del abandono, sino el de una batalla silenciosa entre dos tipos de amor: el amor protector y feroz de Valery, dispuesto a asumir cualquier carga, y el amor redentor y desesperado de Derek, necesitado de demostrar su valor.
Valery lo estudió. Vio la determinación en sus ojos, la misma que había visto en el bosque cuando cavaba la tumba. Vio que no era la rabia o la imprudencia lo que lo movía, sino un profundo sentido del deber, renacido de sus cenizas.
—El pueblo es una ratonera —dijo finalmente, su voz perdiendo el filo—. Las calles principales estarán bloqueadas o llenas de ellos.
—No entraré por la calle principal —respondió Derek rápidamente, acercándose al mapa desplegado en el suelo—. Mira. Puedo acercarme por aquí, desde el bosque. Revisaré las afueras, las casas más aisladas. Solo entraré si está completamente despejado.
Era un plan. No era un buen plan, pero era uno. Y era su plan.
Valery respiró hondo, la lucha interna reflejada en su rostro. Ceder iba en contra de todos sus instintos. Pero negarse significaba condenarlos a una muerte lenta por inanición, o forzar una huida prematura con un Luka aún débil.
—Si no estás de vuelta en nueve horas —dijo por fin, cada palabra saliendo como si le costara un esfuerzo físico—, nos vamos. Nos subimos al SUV y nos vamos. Sin esperarte.
Era la condición más cruel y más necesaria. Una línea en la arena.
Derek la miró y asintió lentamente. Lo entendía. Era la ley del mundo ahora.
—Nueve horas —confirmó.
Esa noche, la última con suministros, la pasaron en silencio. Derek afiló su cuchillo de caza una y otra vez. Valery revisó cada centímetro del perímetro una vez más. Y Luka, intuyendo la partida, se aferró a la pierna de su padre sin soltarse hasta que el sueño lo venció.
Al amanecer, Derek se preparó en la puerta. Llevaba una mochila vacía, el cuchillo en la cintura y la determinación como armadura. Valery le entregó la llave inglesa.
—Por si acaso —murmuró.
Derek la tomó y asintió. Sus miradas se encontraron, y en ese instante no hubo necesidad de palabras. Solo un mutuo y aterrador reconocimiento del peligro que se avecinaba.
—Cuida de tu hermano —fue lo único que dijo Derek antes de deslizarse por la puerta y desaparecer en la niebla matutina.
Valery se quedó junto a la ventana, viendo cómo su figura se desdibujaba entre los árboles, con el peso de una nueva y terrible espera sobre sus hombros. Había cedido el control. Y ahora, todo dependía de él.