Casada con el Tío de mi Ex: La Novia Reencarnada

El día siguiente amaneció cargado, como si el cielo entero presintiera la tempestad. Me desperté con la sensación de que la casa respiraba más rápido, de que hasta los criados se movían en silencio, como si el aire estuviera demasiado pesado. Domenico Castellani no era solo un enemigo más, era la sombra que se cernía sobre todos. El padre de Adrian, el hermano de Gael, el hombre que mantenía a la mitad de la élite en deudas de favores y a la otra mitad en miedo.

Cuando bajé a desayunar, mi abuelo me esperaba con el periódico doblado al lado de la taza. No sonreía.

—Domenico me llamó. —Las palabras salieron como piedras—. Dijo que va a "conversar personalmente" contigo hoy.

Sentí la piel erizarse, pero mantuve la voz firme.

—¿Está viniendo aquí?

—Sí. Y yo estaré presente. —Mi abuelo golpeó el suelo con el bastón, en gesto de autoridad—. No voy a permitir que piense que puede intimidarte sin enfrentarme a mí.

El nudo en la garganta casi me vence. Mi abuelo no sabía —no recordaba, como yo recordaba de la vida pasada— cuánto nos engulliría esa sombra. Pero esta vez, no dejaría que lo usaran contra mí.

Pocas horas después, la llegada de Domenico era anunciada por el sonido de motores importados estacionando frente a la mansión. Yo estaba en la biblioteca, esperando, cuando oí la puerta principal abrirse con estruendo. Y entonces él surgió.

Domenico Castellani.

Era como ver una fiera domesticada solo en la superficie. Traje impecable, zapatos de cuero que reflejaban el brillo del recibidor, el cabello canoso peinado con precisión. Pero en los ojos, en los ojos había una oscuridad fría, calculadora, que hacía que cualquiera sintiera un escalofrío. Entró como si fuera el dueño de la casa, seguido de dos asistentes que parecían más guardaespaldas disfrazados.

Detrás de él, Gael surgió, viniendo de su oficina. Calmísimo, sentado en la silla de ruedas, pero exudando una autoridad silenciosa que rivalizaba con la de Domenico. Sus ojos se encontraron por un instante, y en aquella mirada silenciosa había años de rencor y secretos.

—Así que eres tú —dijo Domenico, fijando los ojos en mí—. La niña que resolvió jugar a la guerra.

No respondí. Levanté la barbilla, firme, como aprendí a hacer para no mostrar miedo.

—Hablas bonito en las cámaras —continuó él, circulando la sala como un predador—. ¿Pero sabes lo que sucede con quien desafía a la familia Castellani?

Gael intervino antes de que abriera la boca.

—Ella es una Castellani ahora.

El silencio que siguió fue cortante. Domenico rió, un sonido bajo y cargado de desprecio.

—Siempre tuviste esa manía, hermano. Recoger lo que no te pertenece.

—Y tú siempre tuviste la manía de destruir lo que no consigues controlar —replicó Gael, la voz baja, pero tan afilada que podría cortar hierro.

Sentía mi corazón acelerarse, pero no desvié la mirada de Domenico.

—Si vino aquí para amenazarme, está perdiendo el tiempo. —Mi voz resonó por la sala—. Ya no le tengo miedo, ni a su hijo.

Él se acercó lentamente, hasta parar a pocos pasos de mí. Su presencia era sofocante, como si robara el aire del ambiente.

—Tienes coraje. —Él inclinó la cabeza, analizándome—. Pero coraje sin estrategia es solo estupidez.

Sonreí, incluso con el pecho oprimido.

—Entonces agradézcaselo a Gael. Él me enseñó estrategia.

Los ojos de Domenico chispearon, volviéndose hacia el hermano.

—¿Estás realmente dispuesto a destruir la familia por su causa?

Gael respiró hondo, inclinándose levemente hacia adelante.

—No es "por su causa". Es por causa de todo lo que tú hiciste. Me cansé de cargar tu sangre envenenada en mis espaldas.

El silencio pesó. Domenico entrecerró los ojos, como si finalmente entendiera que no enfrentaba solo a una niña, sino a un hermano que nunca había perdonado.

—Queremos cosas diferentes —dijo Domenico, tras un momento—. Yo quiero mantener el imperio. Tú quieres venganza. Y ella… —apuntó hacia mí con un gesto seco—. Ella solo quiere sobrevivir.

Di un paso adelante.

—No. Yo quiero justicia. Y voy a tenerla.

Él rió de nuevo, pero esta vez había furia detrás de la sonrisa.

—Entonces vamos a ver quién sobrevive más tiempo.

Se giró, dio una señal a los asistentes y comenzó a salir. Pero antes de cruzar la puerta, paró y miró hacia atrás.

—Ah, y prepárate. Adrian no es como piensas. Él sabe jugar más sucio que yo.

La puerta se cerró con estruendo.

Quedamos en silencio por largos minutos. El aire parecía más ligero, pero solo porque la tempestad acababa de pasar, no porque hubiera acabado.

Gael finalmente habló:

—Ahora él declaró la guerra.

—Ya estaba declarada —respondí—. La diferencia es que ahora él mostró el rostro.

Mi abuelo se acercó, posando la mano trémula sobre mi hombro.

—Estás en medio de un campo de batalla, niña. Y, a partir de hoy, no habrá más retorno.

Miré a Gael. Él me encaraba fijamente, el rostro grave, pero en los ojos había algo nuevo: un reconocimiento, casi un pacto silencioso.

—Entonces que venga la guerra —murmuré—. Porque esta vez, no voy a caer.