Desterrado. Marcado. Silenciado.
Kael fue expulsado de su manada acusado de traición, tras una emboscada que acabó con la vida del Alfa —su padrastro— y la Luna —su madre—. Desde entonces, vive apartado en las sombras del bosque, con cicatrices que hablan más que su voz perdida.
Naia, una joven humana traída al mundo sobrenatural como moneda de pago por su propia madre, ha sobrevivido a la crueldad del conde Vaelric, un vampiro sin alma que se alimenta de humanos ignorando las antiguas leyes. Ella logra lo imposible: huir.
Herida y agotada, cae en el territorio del lobo exiliado.
Kael debería entregarla. Debería mantenerse lejos. Pero no puede.
Lo que comienza como un refugio se transforma en un vínculo imposible. Y cuando el pasado los alcanza— con el nuevo Alfa, su medio hermano sediento de poder, y Vaelric dispuesto a recuperar lo que cree suyo— Kael ya no puede quedarse al margen.
Porque esta vez, no está dispuesto a ceder...
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Sin necesidad de palabras
Me quedé un momento contemplando su nombre escrito en la tela. Kael. Y me di cuenta de que su nombre era tan fuerte y breve como él. Después mis ojos viajaron lentamente hacia su figura, como si solo entonces me diera cuenta de que su presencia llenaba por completo la cueva.
Era alto, mucho más que cualquier hombre que hubiera conocido, y su espalda ancha parecía hecha para cargar el peso del mundo sin quebrarse. Cada movimiento suyo dejaba entrever músculos tensos bajo la ropa, como si su cuerpo hubiese sido forjado entre luchas y fatigas. No había nada blando en él; todo era fuerza, control y silencio.
Tenía el cabello, cenizo y ligeramente desordenado, le caía sobre su frente en mechones rebeldes que parecían rehusarse a someterse a la disciplina. Y sus ojos… oscuros, insondables, como si guardaran secretos demasiado pesados para ser dichos. Cada vez que los cruzaba, sentía que miraban más allá de mí, hacia un punto donde habitaban recuerdos que yo jamás podría alcanzar.
Me detuve en su piel, tan pálida como la luz que se colaba en la cueva. Contrastaba con las sombras que lo rodeaban, como si él mismo fuera una mezcla de oscuridad y claridad, atrapado en un estado intermedio.
Entonces vi algo que me llamó la atención. Una cicatriz.
Un trazo áspero, grueso, profundo, marcado a lo largo de su garganta. No era pequeña ni discreta; parecía ser la marca de un golpe brutal, como si alguien hubiera planeado arrancarle la voz. Me estremecí. De pronto comprendí por qué no había palabras en él, por qué todo lo que hacía debía transmitirse con gestos, con silencios. Su mutismo no era elección, era condena o quizás castigo.
Me llevé una mano al pecho, sintiendo un nudo apretarse en mi interior. ¿Qué clase de historia cargaba? ¿Quién había osado arrebatarle algo tan esencial como la voz?
Él notó mi mirada. Sus ojos descendieron un instante hacia la cicatriz, y luego hacia mí. No intentó cubrirla ni apartarse; simplemente permaneció quieto, aceptando mi escrutinio. Y en ese gesto, sin una sola palabra, entendí algo: Kael no pedía compasión. Era una herida, sí, pero también un recordatorio de que seguía vivo, de que no habían logrado destruirlo del todo.
Tragué saliva y aparté la vista, no por vergüenza, sino porque aquella revelación me pesaba más de lo que esperaba.
El enorme animal que me cuidaba, como si hubiera percibido la tensión, se acercó y apoyó su enorme cabeza sobre mis piernas, mirándome con esos ojos brillantes que parecían comprenderlo todo. Solté una pequeña risa temblorosa y acaricié sus orejas.
Volví a mirar a Kael. Ahora no era solo el hombre misterioso que me había encontrado bajo la tormenta. Era alguien roto y reconstruido, alguien que hablaba con silencios y cicatrices, y cuya fortaleza era tan evidente como el dolor que cargaba.
Y me descubrí deseando conocerlo más.
El animal seguía echado a mi lado, con la cabeza apoyada sobre mis piernas, como si su único deber en el mundo fuese vigilarme. A cada caricia mía, soltaba un gruñido bajo y vibrante, que lejos de ser intimidante me resultaba cálido, casi como un ronroneo.
—Eres enorme y aterrador… pero también un mimoso —murmuré entre risas, rascándole detrás de las orejas.
Cuando levanté la mirada hacia Kael, que se encontraba avivando el fuego, lo vi observándonos con premura, con esos ojos oscuros que parecían contener palabras que jamás podría pronunciar.
—¿Cómo se llama? —pregunté entonces, acariciando el hocico de la bestia. Yo sabía que el no podía responder con palabras, pero también que si podía comunicarse.
Kael inclinó la cabeza, como si meditara la pregunta. Luego, en lugar de responderme con gestos, silbó suavemente entre sus dientes. El sonido era breve, bajo, pero lo bastante claro para llamar al animal.
La criatura levantó la cabeza de inmediato, sus orejas se pusieron tiesas, y corrió hacia él moviendo la cola con una energía casi infantil. Kael se agachó un poco y apoyó una mano firme sobre su lomo. Entonces, con la otra, comenzó a trazar algo lentamente en el aire, al principio no entendí, pero al cabo de unos minutos pude distinguir las letras invisibles de un nombre, como si me invitara a leerlo en sus gestos.
—¿Fen…n? —aventuré, dudando.
El animal reaccionó de inmediato, soltando un gruñido grave que parecía una respuesta. Movió la cola con fuerza y volvió a acercarse a mí, restregando su enorme hocico contra mi brazo.
—¿Fenn? —repetí, esta vez segura.
Kael asintió con un movimiento leve, confirmando.
Solté una pequeña risa y acaricié al animal que ya estaba nuevamente a mi lado con más entusiasmo.
—Así que ese es tu nombre… Fenn. Te queda perfecto.
El animal —Fenn— bufó como si estuviera satisfecho, y volvió a tumbarse a mi lado, esta vez apoyando la cabeza contra mi pecho con un aire posesivo. Yo lo abracé sin pensarlo demasiado, sintiendo que, de alguna forma, había ganado su confianza.
Levanté los ojos de nuevo hacia Kael.
—Entonces… Kael. —Susurré su nombre como si quisiera probarlo en mis labios—. Kael y Fenn… parece que estoy en buenas manos.
Él permaneció serio, pero en sus ojos se encendió una chispa fugaz, un destello que me hizo pensar que, quizás, esa pequeña aceptación era más importante de lo que parecía.
Después de un rato, el calor del caldo en mi estómago y la compañía de Fenn, que no se despegaba de mí, me hicieron sentir más ligera. La fiebre ya era solo un recuerdo lejano; aunque mi cuerpo seguía débil, tenía la necesidad de moverme. No quería quedarme acostada como alguien frágil y dependiente.
Con cuidado, aparté las mantas y me incorporé. Mis piernas temblaron un poco al ponerme de pie, pero logré mantener el equilibrio. Fenn gruñó bajo, levantándose también, como si quisiera sostenerme con su presencia.
—Tranquilo, estoy bien —le aseguré, aunque sabía que solo entendía mi tono más que mis palabras.
Al girar la vista, lo encontré a él, Kael, cerca del fuego a un costado de la cueva. Estaba preparando algo: había dispuesto un par de hierbas sobre una piedra plana y cortaba carne seca con un cuchillo que brillaba bajo la luz mortecina. Sus movimientos eran firmes, exactos, sin perder ni un instante en gestos innecesarios.
Respiré hondo y caminé despacio hacia él.
—Déjame ayudarte —dije suavemente, acercándome.
Se tensó de inmediato, alzando la vista hacia mí. Sus ojos me recorrieron con esa mezcla de gravedad y escrutinio, como si evaluara si realmente estaba lista para moverme. Yo me sostuve erguida, devolviéndole la mirada con determinación.
—Me siento mejor. No quiero seguir acostada.
Él dudó unos segundos, como si en su mente luchara la costumbre de hacerlo todo solo contra la extraña novedad de aceptar compañía. Finalmente, me entregó una de las hierbas y señaló el cuchillo, luego la piedra. Era su forma de decir: está bien, corta tú también.
Sonreí agradecida y me senté frente a la piedra. El cuchillo era pesado en mi mano, pero me concentré en imitar sus movimientos, troceando con cuidado las hierbas. Fenn se echó a nuestro lado, vigilando la escena como un guardián satisfecho de vernos trabajar juntos.
—¿Así? —pregunté, levantando un trozo cortado.
Kael me observó un instante y luego asintió con un leve movimiento de cabeza. Un calor extraño me recorrió al recibir esa aprobación silenciosa.
Mientras trabajábamos uno junto al otro, lo observé de reojo. Había algo hipnótico en la manera en que se movía: cada gesto suyo era contenido, preciso, como alguien que había aprendido a sobrevivir en soledad durante mucho tiempo. No necesitaba hablar; su lenguaje estaba en sus manos, en su postura, en su mirada.
—Debes de llevar mucho tiempo viviendo así, ¿verdad? —susurré, aunque sabía que no me respondería.
Él no levantó la vista, pero sus dedos se detuvieron apenas un segundo sobre la carne, como si mis palabras hubieran tocado una fibra sensible. Luego continuó, sin darme respuesta, pero no hizo gesto alguno para callarme.
Entendí que, de alguna forma, me estaba permitiendo entrar.
Terminé de cortar las hierbas y las añadí al cuenco. Cuando nuestras manos se rozaron al mismo tiempo sobre la piedra, sentí un leve escalofrío. Kael retiró la suya de inmediato, pero no con brusquedad, sino con ese pudor extraño que parecía marcar cada uno de sus actos.
Me descubrí sonriendo sola.
—Está bien —murmuré, removiendo el contenido del cuenco—. No necesitas decir nada.
Y mientras el olor de las hierbas comenzaba a mezclarse con el de la carne al calor del fuego, tuve la sensación de que aquel almuerzo sería el primero de muchos que prepararíamos juntos.