¿Qué pasa cuando el amor de tu vida está tan cerca que nunca lo viste venir? Lía siempre ha estado al lado de Nicolás. En los recreos, en las tareas, en los días buenos y los malos. Ella pensó que lo había superado. Que solo sería su mejor amigo. Hasta que en el último año, algo cambia. Y todo lo que callaron, todo lo que reprimieron, todo lo que creyeron imposible… empieza a desbordarse.
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Calor, playa y secretos
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La camioneta iba repleta. Equipaje por todas partes, bolsas de mercado, hieleras, una pelota que Kevin no dejaba de lanzar entre sus manos, y el bendito parlante de Sofía que repetía por tercera vez una playlist de reguetón playero con mucho “baby” y cero alma.
Yo iba en la parte trasera, al lado de Lía. Sus piernas rozaban las mías cada vez que el carro pasaba por un bache, y aunque intentábamos comportarnos, nuestras miradas decían otra cosa.
—¿Te puse suficiente protector solar, campeón nacional? —me susurró al oído con tono burlón.
Tragué saliva.
—Todavía no hemos llegado a la playa, rockstar.
Sonrió, esa sonrisa suya de “sé lo que hicimos anoche y nadie lo sospecha excepto mi dignidad”, y yo tuve que mirar hacia la ventana para no volver a besarla frente a nuestras madres.
Porque sí. Íbamos con nuestras madres.
Claudia iba manejando, Teresa en el asiento del copiloto, y ambas compartían risas, anécdotas, y consejos maternales que nadie les había pedido.
—Yo digo que deberíamos ponerles horarios para que no estén trasnochando —decía Teresa, mirando por el retrovisor a Sofía y Kevin.
—¿Y dejar que la fiesta empiece sin nosotros? —replicó Sofía, haciéndose la mártir.
Kevin soltó una carcajada. —Estamos de celebración, tía. ¿No se supone que ahora somos una familia moderna?
—Familia moderna sí —dijo Claudia sin quitar la vista del camino—. Pero con reglas de la vieja escuela. Todos duermen bajo el mismo techo y a la misma hora. Nada de desaparecidos en la madrugada.
Lía y yo nos miramos de reojo.
Disimuladamente, nuestras manos se buscaron bajo una toalla de playa.
Cuando llegamos a la casa alquilada, todos bajamos entre empujones, calor y arena. La casa era perfecta: vista al mar, dos pisos, hamacas, una parrilla gigante y habitaciones con ventiladores viejos que prometían más ruido que brisa.
—Elijan sus habitaciones —anunció Teresa—. Pero separados, por supuesto.
—Obviamente —respondí, con la mejor cara de adolescente aburrido del universo.
Lía soltó una risita disimulada mientras tiraba su maleta a la habitación de al lado.
Las siguientes horas fueron una mezcla de ropa de baño, bloqueador, ceviche, cerveza escondida en botellas de jugo y miradas cruzadas. Sofía y Kevin se encargaron de encender la música. Claudia y Teresa preparaban piña colada sin ron para “todos”, aunque Teresa guiñaba el ojo mientras le servía a Claudia una versión especial.
Yo ayudaba a encender el carbón en la parrilla cuando Lía apareció con un pareo amarrado a la cintura y un bikini púrpura que me borró la línea de pensamiento.
—¿Querías carne o pollo? —me preguntó, mientras se pasaba el cabello por detrás de la oreja, como si no supiera exactamente el efecto que tenía en mí.
—¿Ah? Digo… cualquiera está bien.
—¿Cualquiera o yo? —murmuró cerca de mi oído.
—¡Nicolás! —gritó mi madre desde adentro—. ¿Dejaste los limones en el carro?
—¡Voy! —respondí con la voz quebrada, girando para alejarme antes de que el pareo cayera y mi autocontrol con él.
La noche cayó con lentitud. Las luces en el porche se encendieron, Kevin prendió una fogata improvisada en la arena, y Sofía ya se había tomado más jugo de la cuenta. Claudia y Teresa hablaban de contratos y sueños cumplidos. Nadie sospechaba nada.
Pero cada vez que Lía y yo estábamos solos, aunque fuera un minuto, el aire se volvía más espeso.
—¿Tú crees que esto sea sostenible? —le pregunté mientras lavábamos los platos en la cocina.
—¿La relación o las mentiras? —me respondió sin mirarme.
—Ambas.
Ella se encogió de hombros.
—Depende de cuántas noches más quieras compartir cama conmigo sin que nuestras madres llamen a la policía.
Me reí, bajo. Nos miramos. Un segundo. Dos.
—¿Sabes? —dijo ella, con voz suave, como si lo estuviera pensando desde hace rato—. Ya que somos novios, creo que es justo poner algunas reglas.
—¿Somos novios? —pregunté, pasmado, con una sonrisa lenta formándose en mis labios—. ¿En serio?
—Sí —dijo Lía, sin titubear, mirándome directo a los ojos—. Ya lo decidí. Y por eso no quiero que sigas con tu fama de Casanova en el instituto.
—¿Mi fama? —me burlé un poco, ladeando la cabeza—. ¿Qué fama?
—¿Sabes lo feo que se sintió escuchar a tu mamá decir que te habías acostado con medio instituto? —resopló, cruzándose de brazos—. Estaba ahí, parada, escuchando eso y pensando: ¿en serio me metí con el chico que hizo tour por las camas del colegio?
Me reí, nervioso. Juro que no sabía si reír más o enterrarme vivo.
—No me respondas —interrumpió ella, señalándome con un dedo acusador—. Solo prométeme que no me vas a lastimar.
Me cuadré como un soldado y levanté la mano derecha, solemne.
—Si señora.
Ella soltó una risa que se me coló por el pecho. Esa risa suya me arruina. Me hace hacer cualquier cosa.
Y entonces se acercó. Muy cerca.
—Entonces… —susurró, con voz juguetona—. Esta noche, cuando todos estén dormidos, quiero que vengas a mi cuarto.
—¿Para qué? —pregunté, sabiendo perfectamente para qué.
Lía sonrió como si guardara el secreto más peligroso del universo.
—Para repasar… lo de ser novios. Bien repasado, sin nada que nos distraiga.
—¿Repasar…? —repetí, casi sin aliento.
—Repasar —confirmó ella, con ese brillo en los ojos que me hacía olvidar cómo se hablaba.
Y se fue. Caminó hacia el cuarto con esa mezcla suya de inocencia y peligro. Me quedé ahí, en la terraza de la casa de playa, tratando de recordar cómo se respiraba normalmente. Porque mi novia —sí, novia— acababa de invitarme a su habitación en plena madrugada…
...🏀...
Estábamos enredados en las sábanas de la habitación de ella. Yo tenía a Lía abrazada contra mi pecho, su pierna sobre la mía, la piel cálida y temblorosa bajo mi mano que descansaba en su espalda baja. Su respiración era tranquila, y sus dedos dibujaban círculos suaves en mi abdomen.
No hablábamos. No hacía falta.
Hasta que lo hizo.
—Nunca creí que esto me pasaría contigo —susurró, apenas audible—. Nunca.
Le acaricié el pelo, hundiendo los dedos en su melena alborotada. No me atrevía a romper ese momento con algo torpe. Me sentía… lleno. Tranquilo. Protegido, como si por primera vez todo encajara en su lugar.
—¿Y ahora qué crees? —le pregunté, besándole la frente.
Lía alzó el rostro, su mirada tan cerca que parecía atravesarme.
—Creo que no quiero estar con nadie más. Que esto, lo que tenemos… me hace feliz.
Mi pecho se apretó.
—A mí también, Lía. Juro que nunca había sentido esto con nadie. Nunca.
Nos quedamos así un rato, en silencio, respirándonos.
Hasta que ella lo dijo.
—Pero esto tiene que quedar entre nosotros. En secreto. Al menos por ahora.
Fruncí el ceño.
Aparté un poco el rostro para verla mejor.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Qué hicimos mal como para tener que escondernos?
Lía bajó la mirada, la mordida en su labio inferior fue automática. Me dio un beso corto, como pidiendo disculpas con la boca.
—No es por nosotros, Nico… Es por ellos. Por todo. Nuestras familias, la historia que tenemos. Las cosas que podríamos arruinar si esto se sabe.
—¿Arruinar qué? ¿Que nos quieran separar? ¿Que empiecen con el drama de “no pueden porque crecieron juntos”? —dije, ya con el corazón latiéndome más fuerte—. No estamos haciendo nada malo. ¿Por qué tiene que ser secreto algo que se siente tan bien?
Ella levantó la vista.
—Porque no quiero perder esto justo cuando por fin lo tengo —dijo con voz baja—. Si eso significa vivirlo a escondidas un tiempo… estoy dispuesta. Pero necesito que tú también lo estés.
La miré. Con ese rostro tan cerca, tan honesto, tan jodidamente hermoso.
La besé. Lento.
—Está bien—susurré contra sus labios— Lo que tú quieras, preciosa.
Nos abrazamos más fuerte.
Y aunque afuera el mar golpeaba la orilla con ruido, dentro de la habitación todo estaba en silencio.