Brendam Thompson era el tipo de hombre que nadie se atrevía a mirar directo a los ojos. No solo por el brillo verde olivo de su mirada, que parecía atravesar voluntades, sino porque detrás de su elegancia de CEO y su cuerpo tallado como una estatua griega, se escondía el jefe más temido del bajo mundo europeo: el líder de la mafia alemana. Dueño de una cadena internacional de hoteles de lujo, movía millones con una frialdad quirúrgica. Amaba el control, el poder... y la sumisión femenina. Para él, las emociones eran debilidades, los sentimientos, obstáculos. Nunca creyó que nada ni nadie pudiera quebrar su imperio de hielo.
Hasta que la vio a ella.
Dakota Adams no era como las otras. De curvas pronunciadas y tatuajes que hablaban de rebeldía, ojos celestes como el invierno y una sonrisa que desafiaba al mundo
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Capítulo 12: Sombras del Ayer
El humo se elevaba en espirales lentas, danzando contra la luz fría que entraba por el ventanal. Berlín brillaba allá abajo, caótica y perfecta, como un tablero de ajedrez donde cada pieza escondía un cuchillo. Dakota dio una pitada suave a su cigarrillo —de esos finos, femeninos, que contrastaban con la brutalidad de su mundo— y dejó que el sabor amargo se mezclara con el recuerdo.
Brendan Thompson.
Su nombre ardía en su mente como una herida reciente. No podía sacarlo, no después de esa noche, no después de ese beso que todavía sentía en la boca como dinamita sin detonar. Cerró los ojos, tratando de apagarlo, pero fue inútil. Cada fibra de su cuerpo lo recordaba: la presión de sus manos, el filo de su voz, el modo en que la miraba como si la conociera más de lo que ella misma admitía.
Y sin embargo, ella sabía que no podía ceder. Porque había aprendido la lección más cruel, años atrás, con un hombre que creyó amar.
El Cuervo.
Así lo llamaban en las calles, y ella también terminó haciéndolo, como si pronunciar su nombre real fuera invocar una mentira.
Lo conoció cuando tenía veintidós años, en un bar escondido en las entrañas de Hamburgo, un sitio donde la ley no existía y el humo era más espeso que el aire. Dakota no era la mujer que era ahora. Entonces, todavía quedaba algo de la chica rebelde que recorría carreteras en su Harley, jeans rotos, camperas de cuero y la ilusión estúpida de que la libertad era suficiente para no caer.
Él la vio antes que nadie. Alto, delgado, envuelto en negro, con un par de ojos grises que parecían leer tus pecados. No la sedujo con promesas ni con flores: la atrapó con poder, con ese halo peligroso que hace creer que, si estás a su lado, nada ni nadie podrá tocarte.
Dakota se enamoró. Como una idiota, se entregó entera, sin reservas. Le gustaba cómo la llamaba mi reina de sombras, cómo la hacía sentir dueña del mundo en la penumbra de habitaciones llenas de humo y secretos.
Hasta que entendió que no era amor. Era posesión. Era control. Y, lo peor, era violencia disfrazada de pasión. El Cuervo no quería compartir el poder, quería quebrarla, arrancarle la voz, convertirla en una extensión de sí mismo.
La primera vez que la lastimó no fue con un golpe. Fue con una traición. La usó para llegar a su padre, para cerrar un trato que manchó el apellido Adams en la mafia rusa. Y cuando ella lo enfrentó, cuando le dijo que no era una muñeca, él sonrió, oscuro, y le respondió algo que jamás olvidó:
"Las reinas no existen, Dakota. Solo las piezas que el rey mueve."
Ese día decidió matarlo. No lo hizo, pero juró que nunca más sería una pieza en el tablero de otro hombre. Aprendió a usar la belleza como un arma, la mente como un escudo y la frialdad como una coraza. Aprendió a moverse en las sombras, a tejer redes, a negociar con clanes que antes la veían como “la heredera Adams” y ahora la temían como “la mujer que no perdona”.
Dakota apagó el cigarrillo en el cenicero de cristal y apoyó la frente contra el vidrio del ventanal. El reflejo le devolvió la imagen de esa mujer que había creado: impecable, intocable, peligrosa. Pero detrás de la armadura, algo se movía. Algo que no sentía desde hacía años.
Brendan.
No era como El Cuervo. Brendan no necesitaba humillar para dominar. Su poder era silencioso, como un filo que apenas roza la piel y, sin embargo, te corta hasta el hueso. Lo odiaba por eso. Lo odiaba por cómo la miraba, por cómo lograba que se sintiera viva después de tanto tiempo apagada.
—No —murmuró en voz baja, volviendo a encender otro cigarrillo—. No pienso caer.
Pero mientras el humo se enroscaba en el aire, supo que ya lo estaba haciendo.
Brendan Thompson no era un juego. Era un incendio. Y ella… ella siempre había tenido debilidad por el fuego.
El celular vibró sobre el escritorio. Dakota lo tomó y sonrió al leer el mensaje:
“Nos vemos mañana. No acepto un no por respuesta. —B.”
Un escalofrío le recorrió la espalda. Brendan no pedía. Brendan ordenaba. Y lo peor era que, por primera vez en años, no quería decir que no.
Exhaló el humo, viendo cómo la ciudad se desdibujaba detrás de la neblina artificial. Sabía que esta historia no terminaría bien. Pero también sabía que, si alguien iba a salir ardiendo… sería él.
—Vamos a ver si podés conmigo, Thompson —susurró, con una sonrisa que era puro veneno y deseo.