Una Flor En Un Mundo De Espinas

El sol se encontraba en su punto más alto, brillando con intensidad sobre el campo de entrenamiento. El calor del día no parecía afectar al joven que se movía con una destreza y ferocidad impresionantes. Su cabello rojo se agitaba con cada golpe, y sus ojos dorados brillaban con una determinación feroz mientras dejaba atrás a uno tras otro de sus rivales, todos más corpulentos que él.

El campo estaba rodeado de caballeros reales, todos observando con interés. En el centro de ellos, el comandante Robert, observaba a su pupilo con una mezcla de orgullo y satisfacción. Bastian, acababa de derribar al último oponente con un golpe certero. Quince años para él, quince años tenía ya el bastardo del Rey.

Los aplausos y silbidos resonaron en el aire, pero Bastian apenas reaccionó. Su rostro permanecía impasible mientras se limpiaba el sudor de la frente y se dirigía hacia su maestro.

—Excelente trabajo, Bastian. Cada día te superas a ti mismo.

El comandante Robert le dio una palmada en el hombro, su mirada reflejando el orgullo que sentía por el joven. Para Robert, Bastian era como un hijo, y cada logro del joven era motivo de orgullo personal.

—¡Increíble, Bastian! ¡No dejas de sorprendernos!

—¡Ese último golpe fue impresionante!

En medio de las felicitaciones, algunos caballeros comenzaron a comparar a Bastian con el príncipe heredero, Arturo. Sus comentarios se tornaron despectivos, con un intento de alabar a Bastian a costa de menospreciar al príncipe.

—Bastian es mucho mejor que el príncipe Arturo. ¿Alguien lo ha visto entrenar alguna vez? Siempre está escondido en la biblioteca.

—Parece más bien un cobarde. No tiene lo que se necesita para liderar.

Las palabras de los caballeros pretendían ser halagos para Bastian, pero en lugar de eso, recibieron una mirada fulminante del joven. Sus ojos dorados ardían con una ira contenida, y su voz resonó con firmeza y autoridad.

—Cuidado con cómo hablan del futuro rey. El príncipe Arturo merece respeto. Si vuelvo a escuchar algo así, seré yo quien les recuerde el lugar que ocupan y a quién deben lealtad.

Los caballeros, avergonzados, bajaron la cabeza y se disculparon rápidamente. El campo de entrenamiento quedó en un incómodo silencio, interrumpido solo por el crujir de las armaduras mientras los caballeros se alejaban.

Robert, observando la situación, sintió una mezcla de orgullo y preocupación. Sabía que Bastian y Arturo tenían una relación complicada pero basada en un profundo respeto y aprecio mutuo, a pesar de las circunstancias tan diferentes en las que vivían. Mientras Bastian vivía en las sombras, soportando el desprecio y la dureza de la vida como el hijo bastardo del rey, Arturo ocupaba la cúspide de la jerarquía, rodeado de privilegios.

Sin embargo, Bastian se esforzaba por demostrar que eso no le afectaba y parecía haber aceptado el destino de ser la sombra de su medio hermano.

A Robert le inquietaba la aceptación aparentemente sumisa de Bastian. Sabía que la vida que le guardaba era limitada: no podría formar una familia ni tener descendencia legítima, y su futuro estaba restringido a la servidumbre como caballero, o en el mejor de los casos, comandante. Todos los días Robert se debatía entre dejar que las cosas siguieran su curso natural o intervenir para plantar la semilla de la duda en Bastian, animándolo a desear algo más.

Sin embargo, como todos los días, esa pregunta se quedó atascada en su garganta mientras veía a Bastian alejarse del campo de entrenamiento.

Bastian se dirigió hacia la pequeña biblioteca ubicada en el sector de caballeros, un lugar modesto en comparación con la grandiosidad de la biblioteca real, pero con suficientes libros para satisfacer su sed de conocimiento. Aún con la ropa polvorienta y sudorosa, y las manos calladas y lastimadas por el entrenamiento, entró al recinto en busca de un momento de paz.

Caminando entre los estantes, sus dedos recorrieron los lomos de los libros hasta detenerse en uno que le llamó la atención. Lo sacó con cuidado y comenzó a pasar las páginas, absorto en la lectura. De repente, escuchó un sonido y levantó la mirada. Al otro lado del estante, en el mismo lugar donde había sacado su libro, un rostro conocido aparecía a través del hueco. Era el príncipe Arturo, sonriendo.

—¡Hola, Bastian!

Bastian, sorprendido, devolvió el saludo con la cortesía habitual.

—Su alteza... Hola.

—Vamos, Bastian, no seas tan rígido.

Ambos jóvenes se sentaron en el suelo, apoyándose contra el estante, cada uno en su propio pasillo de la biblioteca. Arturo parecía tener mucho en su mente y Bastian, como siempre, estaba dispuesto a escuchar.

—Me escapé de una clase. Probablemente ya me estén buscando, pero no importa. Necesitaba un respiro.

—¿Cómo ha estado, príncipe? ¿Ha habido algún problema?

Arturo suspiró, mirando el libro en sus manos sin realmente verlo.

—Mi padre me habló de un posible compromiso. Quiere que me comprometa con Elena de Cortés.

Bastian notó la incomodidad en la voz de Arturo.

—No parece muy contento con esa idea, príncipe.

—¿Cómo podría estarlo? Ella tiene diez años, y yo diecisiete. No me parece justo ni para ella ni para mí. Pero, claro, no puedo decirle al rey que no estoy de acuerdo. Entiendo que mi posición demanda ciertos sacrificios, pero hay cosas con las que no estoy de acuerdo.

Bastian escuchó esto en silencio. Era hiriente escuchar a Arturo hablar de sacrificios cuando su vida había sido sencilla y resuelta desde su nacimiento. En cambio, él había tenido que superar y adaptarse por sí solo a cada dificultad que había enfrentado, y habían sido muchas. Aun así, Bastian brindó palabras de consuelo y ánimo a su medio hermano.

—Entiendo tus preocupaciones, alteza. Pero su Majestad es sabio, por algo hace lo que hace... Tal vez aún no pueda comprenderlo, pero lo hará tarde o temprano...

Por un momento hubo silencio entre los dos, luego Arturo soltó una carcajada. Bastian se estremeció sin entender.

—Bastian, no eres muy bueno consolándo, ¿sabés?

Dijo Arturo, aún con una sonrisa en los labios.

Bastian, sorprendido y algo herido por el comentario, bajó la mirada al libro que tenía en las manos. .

La sonrisa en el rostro de Arturo se fue desvaneciendo. Aunque no lo estaba viendo, Bastian parecía imaginar que así era. Con un tono profundo, Arturo dijo.

—Aún así, te agradezco por tus intenciones.

Arturo se levantó, alisando su ropa y suspirando profundamente.

—Qué tengas un buen resto de día, Bastian.

Bastian asintió y se quedó ahí, en el frío suelo, con el libro entreabierto en sus manos, pensando en que usualmente cuando hablaba con Arturo, podía sentir una aura solitaria y triste que lo envolvía.

—Realmente no puedo entenderte...

Murmuró. Para Bastian, la vida de Arturo parecía perfecta, libre de las dificultades y el desprecio que él mismo había enfrentado desde su nacimiento.

Arturo, por otro lado, recurriría a Bastian con frecuencia, hablando de todo y de nada. Era como si necesitara desahogarse, buscar una conexión que no podía encontrar en otros lugares. Bastian nunca entendió que detrás de esas conversaciones aparentemente banales, Arturo estaba intentando, casi suplicando, demostrar que no estaba bien. Se sentía solo y señalado, con la inmensa responsabilidad de ser el heredero del reino, una carga que no había pedido.