Valentino nunca imaginó que entregarle su corazón a Joel sería el inicio de una historia de silencios, ausencias y heridas disfrazadas de afecto.
Lo dio todo: tiempo, cariño, fidelidad. A cambio, recibió migajas, miradas esquivas y un lugar invisible en la vida de quien más quería.
Entre amigas que no eran amigas, trampas, secretos mal guardados y un amor no correspondido, Valentino descubre que a veces el dolor no viene solo de lo que nos hacen, sino de lo que nos negamos a soltar.
Esta es su historia. No contada, sino vivida.
Una novela que te romperá el alma… para luego ayudarte a reconstruirla.
NovelToon tiene autorización de Peng Woojin para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capítulo 23
Había algo extraño en su mirada esa tarde. Lo noté apenas crucé la puerta del salón. No era tristeza, no del todo. Era como si estuviera atado a un recuerdo que no lo dejaba en paz, algo que tenía que decir pero no encontraba cómo. Se quedó allí, de pie, mirándome, mientras yo avanzaba hacia mi pupitre con una mezcla de resignación y rutina. Pensé en no decirle nada. Pensé en sentarme y fingir que no pasaba nada, como él hacía tantas veces conmigo.
Pero justo cuando pasé a su lado, lo dijo. Su voz fue suave, apenas un susurro, como si tuviera miedo de romper algo:
—A veces pienso en esa noche… en el abrazo.
Me detuve en seco. Un nudo me apretó el estómago. Lo miré, confundido. ¿De qué abrazo hablaba? Él bajó la mirada, como si el recuerdo le quemara por dentro.
—Esa vez, ¿te acuerdas? La noche del paseo que hizo el colegio antes de la prueba final… Cuando me ignoraste todo el día…
Y entonces lo recordé todo.
Ese día yo estaba herido, furioso. Veníamos de semanas sin hablarnos. Me había sentido traicionado. Mi cumpleaños había pasado como un día más para él. Ni un mensaje, ni una palabra. Y como si eso no bastara, unos días después se creyó un chisme estúpido de que yo hablaba mal de él a sus espaldas. Cuando supe eso, exploté. Lo bloqueé de todas partes, le cerré las puertas. Sentí que ya no había nada más que decir.
Pero en ese paseo, rodeados de naturaleza, sin tareas ni profesores ni rutinas, el silencio entre nosotros se volvió insoportable. Sabía que él estaba ahí, a unos metros. Yo intentaba disfrutar, reírme con los demás, pero no podía dejar de notarlo. Me cruzaba con él de lejos, pero no lo miraba. Me dolía demasiado.
Hasta que pasó.
Me encontraba de espaldas, leyendo una carta que nos habían dado, cuando sentí su mano en mi brazo. Me giré, desconcertado. Y sin decir nada, él me abrazó. Así, de la nada. Un abrazo largo, tenso, como si en ese gesto quisiera pedirme perdón, como si su cuerpo hablara todo lo que su boca no sabía cómo decir. No dijimos nada. No hizo falta. Nos quedamos así, uno contra el otro, respirando el mismo aire por un minuto eterno. Cuando se separó, nuestras miradas se cruzaron. Fue una de esas veces en que uno no necesita palabras para entender todo.
—No me lo esperaba de ti —le dije ahora, volviendo al presente.
Joel se encogió de hombros, sin dejar de mirarme.
—Yo tampoco. Pero lo necesitaba. Necesitaba recordarte que, a pesar de todo, todavía estabas aquí dentro. —Se llevó la mano al pecho.
—¿Y después qué? —le pregunté, con la voz temblando un poco—. ¿Te fuiste como si nada?
—No —respondió, y algo en su mirada se suavizó—. Esa noche no dormí. Me quedé pensando si te había dolido más que te abrazara o que me separara tan rápido.
Me senté en el pupitre más cercano. Sentía que el aire se volvía denso, pesado. Las emociones no se habían ido, sólo se habían escondido durante un tiempo.
—Ese abrazo me salvó —le confesé, al fin—. Pensé que no te importaba. Pensé que si desaparecía, no lo notarías. Pero en ese momento… volví a creer en algo.
Joel se acercó y se sentó a mi lado. No intentó tocarme. Sólo me miró, como si mis palabras le abrieran una herida que llevaba tiempo ignorando.
—Yo no soy bueno diciendo lo que siento —dijo, con voz apagada—. Pero si tú supieras lo que me guardo por miedo…
—Dímelo —susurré.
—Que eres lo que más he querido, incluso cuando no sabía cómo demostrarlo.
El silencio volvió a llenarlo todo. Pero ya no era incómodo. Era un silencio que escuchaba, que envolvía. Un silencio que abrazaba también.
Por un instante, me permití pensar que todavía quedaba algo por reconstruir.
Y mientras él se quedaba allí, sentado a mi lado, sin que ninguno de los dos dijera una palabra más, sentí que el recuerdo de aquel abrazo no era sólo un recuerdo.
Era un puente.
Un pequeño y tembloroso puente entre dos personas que, a pesar de todo, todavía se buscaban en medio de tanto ruido.
Ese era el abrazo del que hablaba Joel. Y ahora, por fin, también era mío otra vez.