Alison nunca fue la típica heroína de novela rosa.
Tiene las uñas largas, los labios delineados con precisión quirúrgica, y un uniforme de limpieza que usa con más estilo que cualquiera en traje.
Pero debajo de esa armadura hecha de humor ácido, intuición afilada y perfume barato, hay una mujer que carga con cicatrices que no se ven.
En un mundo de pasillos grises, jerarquías absurdas y obsesiones ajenas, Alison intenta sostener su dignidad, su deseo y su verdad.
Ama, se equivoca, tropieza, vuelve a amar, y a veces se hunde.
Pero siempre —siempre— encuentra la forma de levantarse, aunque sea con el rimel corrido.
Esta es una historia de encuentros y desencuentros.
De vínculos que salvan y otros que destruyen.
De errores que duelen… y enseñan.
Una historia sobre el amor, pero no el de los cuentos:
el de verdad, ese que a veces llega sucio, roto y mal contado.
Mis mejores errores no es una historia perfecta.
Es una historia real.
Como Alison.
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capítulo 11 -" ¿Amigos?"
Capítulo 11- ¿ Amigos?
Los días transcurrían con calma en la empresa, una rutina sin demasiados sobresaltos. Pero el 20 de julio se acercaba, y con él, el Día del Amigo. Rocío y Alison, entusiasmadas, idearon un gesto sencillo para sus compañeros: un Bon o Bon acompañado de una frase de amistad. Querían agradecer con un detalle pequeño, pero cargado de significado, la calidez que recibían en aquel lugar.
La jornada amaneció distinta, con un aire festivo que parecía impregnar los pasillos. Entre sonrisas cómplices, ellas recorrieron cada sector dejando sus presentes sobre los escritorios. El brillo en los ojos de los demás, las sonrisas genuinas y la sorpresa inocente les llenaban el alma.
Pero, mientras tanto, Alison esperaba otra cosa con un corazón acelerado: el reloj marcaba cada minuto hacia las doce, la hora en la que podría cruzarse con Santiago en el comedor. Su sonrisa era el imán que marcaba el clímax de sus días.
Subió las escaleras casi corriendo, saltando de dos en dos los escalones. Al abrir la puerta del comedor, se detuvo en seco. Allí estaba Santiago, relajado, con esa postura descuidada que lo hacía parecer dueño del lugar… pero no estaba solo. Frente a él, un hombre al que Alison no había visto nunca en la empresa.
El rostro desconocido la intrigó, aunque bastó la sonrisa de Santiago para que todo lo demás quedara en un segundo plano. Fingiendo estar ocupada, Alison comenzó a ordenar el comedor, moviéndose con una dedicación exagerada mientras ellos conversaban.
—Alison —dijo Santiago en voz alta, con su tono entre burlón y desenfadado—, te presento a Dante. Acaba de volver de sus vacaciones pagas por el capitalismo tardío. Trabaja en R.M.A.
—Hola —respondió ella, sin mucho entusiasmo.
Dante apenas inclinó la cabeza, con un gesto seco, casi de desdén, y retomó la charla con Santiago. Alison, de espaldas, murmuraba algún comentario al aire, aunque su mente vagaba lejos… hasta que sintió una mirada intensa, fija, casi abrasadora. Se giró: Santiago la observaba con una ternura inesperada, casi poética. Sus mejillas se encendieron al instante; dio media vuelta, nerviosa, intentando ocultar el temblor en sus manos.
Dante resopló, incómodo.
—Esto no va a terminar bien —soltó con voz grave, poniéndose de pie—. ¿Otra vez lo mismo? Ya sabés cómo termina esto, ¿no? Y créeme… no va a ser lindo.
El silencio se espesó. Dante se marchó con pasos firmes, como quien huye de una novela que ya se sabe de memoria.
Alison frunció el ceño.
—¿Qué quiso decir con eso? —preguntó, confundida.
Santiago, como si nada, se levantó con un vaso en la mano.
—¿Querés cocucha? —ofreció con su media sonrisa—. Con burbujas y sin compromiso emocional.
Ella rió, aceptando. Bebió un sorbo y apoyó el vaso, dejando la huella de su labial en el borde.
—Feliz día del amigo —dijo de pronto, con timidez, sacando un Bon o Bon del bolsillo y tendiéndoselo.
La expresión de Santiago cambió.
—Gracias, pero… no somos amigos.
El corazón de Alison se encogió. Bajó la mirada.
—Para mí sí lo sos —murmuró.
Él arqueó una ceja, divertido.
—Bueno… mandame solicitud al Face y vemos si te apruebo. No acepto bots ni ex.
Un guiño cómplice suavizó la tensión. Ella, sonrojada, sacó el celular y lo hizo. En segundos, él aceptó.
Mientras Alison lavaba los platos, Santiago se acercó señalando el vaso con un gesto solemne, como si fuera vino en una cita elegante.
—¿Puedo tomar?
—Claro, es tu gaseosa —respondió ella, con una sonrisa tímida.
Santiago bebió, pero no de cualquier parte: giró el vaso y apoyó sus labios justo donde habían estado los de Alison. Ella sintió un latigazo eléctrico recorriéndole la piel. Era una escena sacada de un drama coreano, y ella era la protagonista.
—Me tengo que ir —dijo él, mirando el reloj—. Se acabó el recreo. Nos olemos después.
Y con esa sonrisa traviesa que la desarmaba, se fue, dejándola entre confundida y encantada, como si acabara de ver apenas el tráiler de una historia que necesitaba vivir entera.
El silencio duró poco. La puerta del comedor se abrió de golpe y entraron Sharon y sus inseparables, como una tropa de influencers en un desfile improvisado. Perfume caro, tacos que repiqueteaban en el piso y carcajadas estridentes llenaron la sala. Sharon iba al frente: alta, esbelta, melena rubia ondeante, y ese andar seguro de quien sabe que todos la miran. Su trasero perfecto en forma de corazón marcaba su paso con insolencia. Y, como si eso no bastara, ser la secretaria personal de Alexander le daba poder real.
—Hola, Ali, ¿cómo estás? —preguntó con una sonrisa tan cortante como un bisturí.
—Bien, gracias —respondió Alison, esforzándose por mantener la compostura.
Sharon se sentó con sus amigas, hablando fuerte, riendo exageradamente. Alison sentía sus miradas como agujas en la espalda.
—Alexander ya tiene con qué entretenerse —dijo Sharon, elevando la voz lo justo para que se escuchara.
Un silencio interno golpeó a Alison.
—Ya encontró su nuevo juguetito —remató, mirándola de reojo.
La sangre subió al rostro de Alison. Quiso contestar, pero se contuvo, mordiendo el labio. Sharon, encantada de sí misma, siguió:
—Lo vi recién en el jardín interno, mensajeando sin parar. Estaba raro… como acechando a alguien. A su nueva víctima. Esta pobre infeliz ni sabe en el juego que está metida.
Eso fue suficiente. Alison respiró hondo, se levantó con dignidad y salió del comedor. No volvió a su puesto; bajó las escaleras y cruzó el jardín interno.
Allí estaba Alexander: sentado en una banca, fumando, el celular en la mano. Al verla, giró la cabeza lentamente, con una mirada que la recorrió como un scanner, intensa y desagradable, como si ya le perteneciera.
Alison sintió un nudo en el estómago, náuseas.
—¡Basta! —se dijo a sí misma, dándose dos palmadas suaves en las mejillas—. No hice nada malo. No voy a huir como una rata. Que se vayan todos al demonio.
Y con esa decisión, encaró el resto del día.
Su único consuelo era Santiago. Ya tenía su contacto y, apenas salió del trabajo, le escribió. Esa misma noche hablaron hasta quedarse dormidos: risas, ironías, confesiones y silencios que decían más que las palabras.
En los días siguientes, el vínculo se volvió constante. Vibrante.
Su “amistad” florecía… aunque ambos sabían que ese no era, ni de cerca, el nombre adecuado para lo que estaba naciendo.
Pero mientras ella sonreía frente a la pantalla de su celular, en otra parte del edificio alguien más observaba en silencio.
Alexander, recostado en su silla de cuero, apagó el cigarrillo en un cenicero y volvió a mirar la foto que había ampliado en su teléfono: la silueta de Alison en el jardín, tomada a escondidas, borrosa pero inconfundible.
Una sonrisa torcida se dibujó en su rostro.
La partida apenas comenzaba.