Corazón De Hielo.

La joven salió solo hasta que estuvo lista. Se maquilló con tal tranquilidad, que al aparecer finalmente, lo primero que notó fue el rostro de disgusto del joven.

—Te tardaste mucho —dijo él, levantándose del sofá y caminando hacia la mesa—.

No has desayunado porque no quieres. En mi casa, nunca me esperaban; ellos sabían que no debían hacerlo.

—Esta no es tu casa. Aquí no haces tu santa voluntad. Todos nos sentamos juntos y a la hora acordada... así bajes envuelta en una sábana.

Lo cierto es que Diana no tiene pelos en la lengua. Por lo general, no se guarda lo que piensa.

—Uy… qué carácter. Parece que no cogiste anoche…

Lo dicho: no tiene pelos en la lengua. Pero está por desear no haberlo dicho.

En ese momento, la gran mesa tenía solo dos espacios reservados para ellos, dejando mucho espacio libre. Dante se abalanzó sobre ella y la recostó contra la mesa.

—¿Cómo sabes que anoche no tuve actividad? Además, si no la tuve, es porque no me agrada mi esposa.

Diana respiraba agitada, quizás un poco asustada. Podía sentir el perfume de Dante, y sus grandes ojos penetrando los suyos.

—Puedes bajarte, no me dejas respirar. Tu cuerpo es demasiado grande y yo soy una frágil dama.

—Diana, no juegues conmigo. Te advierto: no soy uno de esos tontos pretendientes que te rodean. Ahora estamos casados. Si me da la gana, me tienes que cumplir en todo. y mi carácter nunca se ve afectado por mi actividad sexual, así soy yo, te aguantas.

Aquellas palabras enfurecieron a la chica, quien intentó apartarlo.

—¡Eres muy pretencioso! Acepté este matrimonio por obligación, pero ¡no permitiré que tú también me obligues a hacer algo que no deseo!

—¡Tienes razón! —dijo Dante, alejándose y ayudándola a incorporarse—. Es de eso que quiero hablar contigo. Para empezar, no suelo actuar así, pero tú me sacas de mis casillas. Sentémonos y hablemos como personas civilizadas.

Ambos se sentaron. Fue entonces cuando la empleada se acercó y les sirvió.

—Diana, esto no es sencillo para mí. Como ya sabes, mi abuela tiene más influencia que yo.

Ayer nos casamos y, sinceramente, no hay sentimientos de por medio. Solo tienes que cumplir tu papel de esposa.

—¡No incluyas la cama! —interrumpió ella.

—Pero esa es mi habitación… —Dante hizo un gesto como de niño mimado.

—Bueno, hay un sofá —sugirió Diana, dándole una solución. No obstante, él se adelantó:

—Será muy incómodo para ti dormir ahí, pero si así lo quieres...

—El sofá no será para mí. ¿Qué clase de caballero deja que una dama distinguida duerma en un sofá? ¿Qué tal este?

—Diana, no pretendas que yo duerma ahí. Mira mi cuerpo, como acabas de decir: soy mucho más grande que tú.

A la joven no le importó. Ni siquiera lo miró. A ella no la deslumbraban los tipos corpulentos. Después de todo, su ex prometido tenía un cuerpo similar, y no la satisfacía solo a ella.

—Un cuerpo común y corriente —dijo sin miramientos—. Pero usted no puede ser corriente. Un caballero cede su espacio. Además... —levantó la mano y mostró su anillo—. Soy la señora Linares.

—Contigo no se puede. En la noche lo resolvemos. Lo único que quiero que quede claro es que, delante de la gente, tienes que poner de tu parte. Nadie debe saber que no sentimos nada. Tenemos que aparentar un matrimonio feliz.

—Feliz... sí, cómo no… —Diana metió un pedazo de fresa a su boca.

—Diana, no voy a tolerar que me pongas en ridículo. ¿Lo comprendes? —Dante alzó la voz.

—Como usted lo ordene, señor Linares —contestó ella con el mismo tono.

Dicen que entre el amor y el odio solo hay un paso. Un mal comienzo para ellos. Con los días veremos si se destruyen… o terminan más unidos.

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Mientras tanto, en la mansión de los Quintana, Camilo por fin tuvo la oportunidad de ver a su hermano. A Cristóbal le pareció muy extraño: llevaba dos días sin recibir la visita de su Verduga.

—¿Te sorprende verme? —preguntó Camilo, sentándose con cuidado—.

¡Te llevaré conmigo! Por suerte, esta loca se casó...

—¿Cómo que se casó? ¿Con quién lo hizo? —Cristóbal abrió los ojos de par en par.

—Te sorprende, hermanito. Ella nunca sería para ti. Fuiste tú quien causó todo esto. Catalina anda por ahí disfrutando su vida y ustedes dos quedaron destruidos: tú en esa silla y ella destrozada por dentro. Y mi sobrino está a tres metros bajo tierra. Sin mencionar el daño que le hiciste a nuestra madre… la condenaste. Diana la despojó de todo, pero también ha sufrido la muerte de Gabriel.

—¿Tú también me culparás? La culpa fue de ese tal Dante López.

Cristóbal se negaba a aceptar su responsabilidad.

—¡La culpa no fue de él! Él no era el padre del niño. ¡Eras tú quien debía protegerlo! Pero ibas borracho. Te subiste al volante aún sabiendo que no podías conducir.

Y sinceramente, creo que Diana ya ha sido muy generosa contigo. Esa silla no te impide estar en una cárcel.

—No deberías juzgarme. Diana nos iba a quitar todo, y lo sabes.

—Sí, pero fue porque te encontró con esa mujer. Diana te amaba, y lo echaste todo a perder.

Ahora nos iremos… y espero que nunca vuelvas a verla.

Pese a la advertencia, Cristóbal sonrió de medio lado y dijo:

—¿Puedes ayudarme a recoger mis cosas? Hermano… no le digas esto a nadie.

Cristóbal se levantó de la silla y aseguró la puerta.

—¿Cristóbal… has estado fingiendo? —preguntó Camilo, sorprendido.

—Por supuesto. Diana pagará lo que me ha hecho.

Es cierto que perdimos a nuestro hijo, pero ella se pasó.

No la dejaré ser feliz en su matrimonio. Eso te lo juro.