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Tú Mi Luna, Yo Tu Tierra

Tú Mi Luna, Yo Tu Tierra

Status: En proceso
Genre:Escuela / Romance / Colegial dulce amor
Popularitas:837
Nilai: 5
nombre de autor: Kitty_flower

Anne es una chica común: pelirroja, de ojos marrones y con una rutina sencilla. Su vida transcurre entre clases, libros y silencios, hasta que un día, al final de una lección cualquiera, encuentra una carta bajo su escritorio. No tiene firma, solo un remitente misterioso: "Tu luna". La carta está escrita con ternura, como si quien la hubiese enviado conociera los secretos que Anne aún no se atrevía a decir en voz alta.

Día tras día, más cartas aparecen. Cada una es más íntima, más cercana, más brillante que la anterior. Anne, con el corazón latiendo como nunca antes, decide dejar su respuesta: una carta pidiendo un número de teléfono, un pequeño puente hacia la voz detrás del papel.

Desde ese momento, las palabras ya no llegan en papel, sino en mensajes que cruzan el cielo entre la luna y la tierra. Entre risas, confesiones y silencios compartidos, Anne descubre que la persona tras el seudónimo no es un sueño, sino alguien real.

NovelToon tiene autorización de Kitty_flower para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Juntas

El amanecer llegó despacio, como si el tiempo mismo se hubiera detenido para no despertarme del todo. Mi habitación seguía envuelta en penumbras, el frío pegado a las paredes, y el silencio... ese silencio que lo envolvía todo como un manto.

No dormí. Pero no me importaba.

Desde la penumbra, sostenía el celular entre las manos, esperando que apareciera su nombre. Como si al hacerlo, todo este invierno dentro de mí pudiera derretirse.

Y entonces sonó.

Una videollamada.

Anne.

Mi Tierra.

Respondí de inmediato, conteniendo la respiración. Y ahí estaba ella. Su cabello revuelto, los ojos con el sueño aún pegado, la voz baja, tan cálida que sentí que de verdad la luz venía de su rostro y no del sol que empezaba a asomar.

—Buenos días, mi luna —dijo ella, y mi pecho se encendió.

—Buenos días, mi tierra —respondí, con una sonrisa que apenas pude contener.

Nos quedamos así, viéndonos. En silencio, como si nuestras miradas pudieran decir lo que las palabras no alcanzan. El amanecer tocaba su habitación, iluminando apenas su mesita de noche, y entonces supe que había llegado el momento.

—Anne —susurré—. Quiero que abras el primer cajón de tu mesa de noche.

Ella me miró curiosa, arqueando una ceja.

—¿Qué escondiste, Diana?

—No lo escondí. Lo dejé para ti. Como la Luna que deja su reflejo en el agua cuando ya no puede quedarse.

La vi estirarse, con esa gracia que solo ella tiene, y abrir el cajón. Sus dedos encontraron la cajita pequeña con el colgante y la carta.

Sus ojos se agrandaron, y supe que lo había visto.

—Es... —balbuceó, al sacar el collar—. Es la Tierra.

—Y tú eres mi Tierra —dije, con la voz apenas audible—. Para que recuerdes que hay una Luna que te orbita, que te ama desde la distancia, que gira alrededor de ti aunque nadie lo note.

La vi sentarse lentamente y tomar la carta. La abrió. Sus labios se movían mientras leía, y su expresión cambiaba: sorpresa, ternura, tristeza, y finalmente lágrimas.

—¿Puedo leerlo en voz alta? —preguntó con voz quebrada.

Asentí.

Anne tomó aire y comenzó:

"Si soy la Luna,

tú eres el mundo entero,

el que me sostiene con su gravedad,

el que me da sentido incluso en mis fases más oscuras.

Si parezco fría,

es porque reflejo tu luz.

Si brillo,

es porque tú estás ahí,

girando, viva, inmensa.

No soy más que un satélite

enamorado de su planeta,

dando vueltas infinitas,

esperando el momento

de caer, por fin, en tus brazos."_

La carta cayó sobre su regazo. Y ella, con lágrimas que le mojaban las mejillas, levantó la mirada hacia mí.

—Diana… —dijo apenas—. Nadie nunca me vio así.

—Siempre serás mi centro —susurré—. Aunque el mundo no lo entienda. Aunque a veces te sientas sola, incomprendida, o cansada. Yo te entiendo. Porque tú me haces girar. Tú eres mi razón de estar.

Anne llevó el collar a su pecho, como si al tocarlo pudiera sentirme más cerca.

—Gracias —dijo, temblando—. Este es el mejor regalo que alguien me hizo.

—¿Sabes cuál sería el mejor para mí?

Ella me miró, preguntándome sin palabras.

—Verte hoy.

Hubo un silencio. El amanecer ya entraba por completo en su ventana, y pintaba su piel como una promesa.

Entonces habló, con los ojos brillantes:

—Veámonos hoy, en el mirador de la ciudad. Donde el cielo nos toca. Donde nadie pueda juzgarnos ni separarnos. Donde podamos ser eso que somos. Tierra y Luna.

Tragué saliva, con el corazón palpitando tan fuerte que dolía.

—¿Estás segura?

—Sí —afirmó, decidida—. Quiero mirarte sin pantallas, sin miedos. Quiero que estemos ahí, las dos, sin que importe nada más.

Asentí, sintiendo que la emoción me desbordaba.

—A las seis, cuando el sol esté del todo despierto.

—Y cuando la luna aún se atreva a quedarse —añadió ella, y reímos las dos.

Nos miramos unos segundos más, con los ojos diciéndolo todo: “Te amo, te necesito, te espero”. Luego colgamos. Pero el calor de su voz seguía vibrando en mi pecho.

Me tumbé en la cama, con el celular sobre el corazón. Afuera, el cielo se teñía de azul pálido. El mundo comenzaba a moverse, pero yo ya giraba. Giraba hacia ella.

Como la Luna que, aunque parezca distante, jamás deja de mirar a su Tierra.

El aire de la mañana olía a cielo limpio y hojas húmedas. Subí los últimos peldaños del mirador con el corazón latiendo como tambor antiguo. La ciudad despertaba abajo, lentamente, mientras el sol ya comenzaba a iluminar las nubes con tonos cálidos. Pero yo no miraba el paisaje. La buscaba a ella.

Y allí estaba.

Anne.

Apoyada contra la baranda, con el cabello enredado por el viento y una bufanda verde que reconocí de nuestra primera caminata juntas. Ella no me vio al principio, parecía perdida en el horizonte, pensativa. Casi como si estuviera hablándole al mundo en silencio.

Me acerqué despacio, sin decir palabra. No quería romper la quietud. Quería formar parte de ese instante. Ser solo un cuerpo más en su órbita.

Entonces, como si me sintiera, giró. Sus ojos encontraron los míos, y el mundo se detuvo.

—Hola, mi luna —susurró.

—Hola, mi tierra.

Nos quedamos frente a frente. No había necesidad de correr, de llenar el aire con palabras torpes. El silencio entre nosotras era otro idioma. Uno hecho de miradas, de sonrisas pequeñas, de los dedos que buscaban encontrarse a medias entre abrigos y dudas.

—Gracias por el collar —me dijo, tocando el colgante en su pecho—. Es como llevarte siempre conmigo.

—Gracias por dejarme girar a tu alrededor —respondí.

Anne bajó la mirada, como si no supiera bien cómo sostener la ternura que pesaba en el aire. Yo la observé. Cada parte de ella. Sus ojos, tan vivos; sus manos, siempre cálidas; sus labios, siempre a punto de decir algo hermoso. Me acerqué un paso más, y ella no se alejó. Sentí que podía respirar de nuevo.

—¿Te acordás cuando me dijiste que me amabas como la Luna ama a la Tierra? —preguntó de pronto.

Asentí. —Sí.

—Yo... estuve pensando en eso. En cómo la Luna nunca se aleja del todo. En cómo, incluso en la oscuridad más honda, sigue ahí. Aunque no la veamos.

—Siempre estoy —le dije—. Aunque no me mires. Aunque no me sientas.

Ella suspiró. Su aliento formó una nube entre nosotras que se deshizo con el viento.

—Yo también quiero ser así —dijo—. Quiero ser ese lugar seguro al que podés volver cuando el mundo se vuelva frío. Quiero que te sepas amada, incluso cuando no estemos juntas.

—Ya lo soy —susurré, y me atreví a tomar su mano.

La sostuvo sin dudar. Su calor viajó por mi piel como un rayo suave, despertando cada rincón dormido. Caminamos hasta el borde del mirador, donde la vista era infinita y el cielo se abría como un poema sin final. Estuvimos allí un rato, en silencio, viendo cómo los tejados cobraban vida con el sol, cómo el mundo se pintaba de luz, segundo a segundo.

—Este lugar me hace sentir pequeñas... —dijo Anne—. Pero no en un mal sentido. Pequeñas como las cosas delicadas. Como los pétalos. Como los suspiros.

—Como los roces —agregué.

Ella me miró de lado, una sonrisa triste y hermosa dibujándose en sus labios.

—¿Y si el mundo no nos entiende? —preguntó.

—Que no nos entienda. Que mire de lejos. Que invente sus propias historias.

—¿Y si nuestros padres nunca nos aceptan?

—Nos aceptamos nosotras. Yo te elijo todos los días, incluso en los días nublados.

—¿Y si me equivoco? ¿Si te lastimo?

—Entonces aprenderemos. Como la Luna, que se aleja unos centímetros cada año, pero sigue orbitando. Siempre vuelve al mismo lugar.

Anne parpadeó, conteniendo lágrimas. Le acaricié la mejilla con la yema de los dedos, como si pudiera borrar cada duda, cada herida vieja. Me acerqué, y nuestras frentes se tocaron.

—Sos mi hogar —le dije—. Aunque nunca haya tenido uno. Aunque el mío haya sido siempre frío y ajeno, vos... vos sos abrigo.

Sus labios temblaron. Sus dedos se aferraron a los míos.

—Y vos sos mi cielo —susurró—. Tan grande que me hace creer en cosas que nunca pensé posibles. Sos poesía en un idioma que creía olvidado.

El viento sopló más fuerte. Algunas aves volaron en lo alto, cruzando la ciudad. El sol ya estaba por completo sobre nosotras, pero el frío aún se aferraba a las sombras. Nos miramos una vez más. No hacía falta hablar.

Entonces ocurrió.

Nos inclinamos apenas. Un gesto, un impulso compartido. Nuestros labios se tocaron con la delicadeza de quien sostiene algo sagrado. Un roce. Nada más.

Pero fue suficiente.

Fue un beso lleno de latidos contenidos, de madrugadas compartidas, de cartas escondidas y videollamadas al amanecer. Fue un beso que no gritaba, pero decía todo. Que no ardía, pero iluminaba.

Nos separamos con los ojos cerrados. Ninguna dijo nada. No hacía falta.

El mundo seguía girando. Pero por un segundo, nosotras éramos el centro.

Tierra y Luna.

Brillando.

Juntas.

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