Brendam Thompson era el tipo de hombre que nadie se atrevía a mirar directo a los ojos. No solo por el brillo verde olivo de su mirada, que parecía atravesar voluntades, sino porque detrás de su elegancia de CEO y su cuerpo tallado como una estatua griega, se escondía el jefe más temido del bajo mundo europeo: el líder de la mafia alemana. Dueño de una cadena internacional de hoteles de lujo, movía millones con una frialdad quirúrgica. Amaba el control, el poder... y la sumisión femenina. Para él, las emociones eran debilidades, los sentimientos, obstáculos. Nunca creyó que nada ni nadie pudiera quebrar su imperio de hielo.
Hasta que la vio a ella.
Dakota Adams no era como las otras. De curvas pronunciadas y tatuajes que hablaban de rebeldía, ojos celestes como el invierno y una sonrisa que desafiaba al mundo
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La heredera en la sombra II
Había algo cruel en crecer rodeada de lujos y sentirte una extraña en tu propia casa. Dakota lo supo desde que era adolescente. Mientras otras chicas soñaban con vestidos de diseñador y autos de lujo, ella solo pensaba en escapar. No soportaba los eventos sociales, las cenas interminables con gente vacía que hablaba de acciones y propiedades, fingiendo sonrisas mientras apuñalaban por la espalda. Su mundo estaba hecho de apariencias. Y ella, demasiado real para encajar.
El único lugar donde sentía que podía respirar era sobre su Harley, con música a todo volumen y la ciudad desplegándose frente a ella como un mapa sin dueño. Se escapaba en las madrugadas, con los jeans rotos, las botas embarradas y la campera de cuero, sintiéndose más viva entre el ruido del motor que entre los muros de mármol de su casa.
Pero por más libre que quisiera parecer, había algo que nunca pudo soltar del todo: la imagen de sus padres. Esa pareja que discutía a los gritos y luego se abrazaba como si el mundo se fuera a acabar. La amaban, sin duda, aunque a veces la ahogaban con expectativas. Querían una dama perfecta. Ella era puro caos. Pero incluso cuando no la entendían, Dakota sabía que era amor verdadero lo que se tenían entre ellos. Y eso... eso era lo que en el fondo buscaba para ella.
A lo largo de los años, lo intentó. Más veces de las que le gustaba admitir.
Su primer gran error fue Julian, un músico bohemio que le prometía libertad pero no le devolvía ni media verdad. Se escapaban juntos en noches de whisky barato y poesía mal escrita, y durante un tiempo ella creyó que había encontrado a alguien que no la juzgaba por su apellido ni su linaje. Pero cuando él supo quién era realmente —la hija de Margaret y George Adams, los titanes del acero y la energía en América—, cambió. Ya no la besaba igual. Empezó a hablarle con ese tono envidioso, lleno de rencor disfrazado de pasión. Terminó robándole dinero y desapareciendo con otra.
Después vino Camille, una fotógrafa francesa que conoció en un viaje a Marruecos. Fue su único vínculo con una mujer, y aunque no duró mucho, la marcó. Camille era fuego, arte, piel. Le enseñó cosas que ningún hombre le había enseñado jamás, pero también la rompió de una forma más silenciosa. Nunca quiso comprometerse. Nunca la eligió de verdad. Dakota terminó regresando sola, una vez más, con el corazón a cuestas.
Y entonces se cerró.
No completamente, claro. Todavía creía en el amor. Pero se volvió más selectiva, más dura, más escéptica. Se refugiaba en sus tatuajes, como si la tinta pudiera protegerla. Uno en la espalda, enorme, con alas abiertas, le recordaba que tenía derecho a volar. Otro, bajo el pecho izquierdo, decía "burn me gently" —quémame suavemente—, como un pedido al universo: que si el amor volvía, al menos no la destruyera del todo.
Por eso ahora, sentada frente al espejo del baño del hotel, antes de entrar a la sala de reuniones donde lo vería a él por primera vez, se sentía en guerra con ella misma. ¿Qué hacía ahí, vestida como una dama de negocios, ocultando sus tatuajes, fingiendo ser la heredera correcta?
No era su mundo, pero esa reunión podría abrirle puertas. Había vuelto a Berlín con un objetivo: cerrar un trato propio, sin ayuda de su apellido. Uno que la ubicara como empresaria por mérito propio. Y si para eso tenía que mirar a los ojos al mismísimo Brendan Thompson, lo haría.
Se había informado sobre él. Sabía todo lo que los medios no decían: sus negocios turbios, sus alianzas peligrosas, su fama de dominante, controlador, magnético. Un hombre que adoraba tener el poder entre las manos. Un hombre que, según algunos rumores, se excitaba más con la rendición que con el placer.
Y sin embargo, eso no fue lo que más la inquietó cuando lo vio por primera vez en una foto. Fue su mirada. Esos ojos color olivo que parecían capaces de encontrar grietas incluso en las armaduras mejor construidas. No le gustaban los hombres como él. Justamente por eso, le temía.
Pero Dakota no era de las que retrocedían ante el miedo. Si algo había aprendido de su madre era que una mujer podía caminar entre lobos si sabía mantener la espalda recta y la mirada firme.
Y eso haría.
Respiró hondo, se acomodó el escote del vestido y sonrió, aunque fuera para sí misma. Lo que Brendan no sabía era que, aunque pareciera la perfecta heredera Adams, ella seguía siendo esa chica que andaba en Harley, la que había amado mal, la que se tatuaba las cicatrices y bailaba con los demonios. La que podía ser tan dulce como peligrosa.
Y esta vez, si alguien iba a jugar, sería bajo sus reglas.