Hiroshi es un adolescente solitario y reservado que ha aprendido a soportar las constantes acusaciones y burlas de sus compañeros en la escuela. Nunca se defiende ni se enfrenta a ellos; prefiere pasar desapercibido, convencido de que las cosas nunca cambiarán. Su vida se vuelve extraña cuando llega a la escuela una nueva estudiante, Sayuri, una chica de mirada fría y aspecto aterrador que incomoda a todos con su presencia sombría y extraña actitud. Sayuri parece no temer a nada ni a nadie, y sus intereses peculiares y personalidad intimidante la convierten en el blanco de rumores.
Contra todo pronóstico, Sayuri comienza a acercarse a Hiroshi, lo observa como si supiera más de él que nadie, y sin que él se dé cuenta, empieza hacer justicias.
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La nueva ingresada
La alarma sonó, otra vez a la misma hora de siempre. Ni siquiera tuve que pensar en lo que tenía que hacer: levantarme, alistarme para la escuela, desayunar en silencio y salir de casa después de despedirme de mis padres. Todo tan rutinario que podría hacerlo con los ojos cerrados.
El camino a la escuela se me hacía cada vez más pesado. Ya sabía lo que me esperaba al cruzar la puerta, y aunque cada vez intentaba ignorar esa idea, la anticipación de lo que vendría me apretaba el estómago. Y como si la rutina fuera una máquina bien aceitada, ahí estaban: los chicos de siempre, con esa expresión burlona y las risas contenidas, esperando que yo llegara. No me dieron ni tiempo de prepararme. Uno de ellos me agarró del pelo con fuerza, mientras otro me golpeaba la cabeza, ni muy fuerte ni suave, pero suficiente para recordarme mi lugar. Como siempre, no dije nada, simplemente aguanté en silencio y dejé que hicieran lo que querían. Resistirme solo haría las cosas peores.
Terminaron de divertirse y me dejaron en el aula. Fui hasta el fondo, a mi asiento habitual, donde nadie se sentaba cerca. Al menos ahí podía pasar el día sin que nadie me molestara… hasta que sonara el timbre de salida. Esa era mi única meta.
Las clases comenzaron, pero apenas escuchaba a la profesora. Mi mente estaba en otro lugar, atrapada en esa frustración que llevaba tanto tiempo acumulando. Me sentía agotado, harto. No podía soportarlo más. La rabia crecía en mi pecho como un fuego que apenas lograba contener, como si en cualquier momento fuera a estallar. ¿Por qué tenía que aguantar esto todos los días? Nadie hacía nada. Nadie veía lo que pasaba, o si lo veían, simplemente lo ignoraban.
Sentía el impulso de levantarme y salir de ahí. Irme sin mirar atrás, sin darle a nadie una explicación. Ya había pasado suficiente. Así que, sin pensarlo mucho, comencé a moverme, decidido a escapar de esa prisión diaria.
Pero justo en ese momento, la voz de la profesora rompió el silencio y me detuvo.
—Chicos, tenemos una nueva compañera en la clase.
La curiosidad me ganó, y volví a sentarme. No era común que llegara un estudiante nuevo a mitad de año, y mucho menos alguien que pudiera distraer a los demás. Miré hacia la puerta, esperando ver quién era esa "nueva ingresada" que la profesora había mencionado.
Mientras todos murmuraban y volvían la vista hacia la puerta, la vi entrar. Fue como si la temperatura del aula bajara de golpe; incluso el ambiente parecía más denso. Lo primero que noté fue su cabello. Largo, liso, de un tono morado oscuro. Su piel era pálida, más de lo que parecía natural, y resaltaba aún más bajo el contraste de su cabello oscuro. Era de una palidez que casi parecía fantasmal, como si nunca hubiera estado bajo el sol. La piel clara y el cabello morado hacían que los detalles de su rostro fueran aún más llamativos, difíciles de ignorar.
Pero lo que realmente me atrapó —y creo que a todos en la clase también— fue su mirada. Jamás había visto unos ojos como esos. Eran oscuros, pero no por su color, sino por la intensidad de su expresión. Era una mirada tan fija y penetrante que hacía que me dieran escalofríos. Me sentí atrapado, como si sus ojos fueran capaces de atravesarme, de ver todo lo que había en mí, incluso lo que yo mismo intentaba ignorar. Tenía una especie de frialdad que me asustaba y me desconcertaba al mismo tiempo. Esa mirada no era de alguien común. Era aterradora y cautivadora a la vez, como si estuviera mirándome desde el otro lado de un abismo que yo no podía cruzar.
Hubo un silencio en el aula, como si todos estuvieran conteniendo la respiración. La profesora trató de mantener el control, como si no notara el cambio en el ambiente, pero hasta ella parecía un poco incómoda. Después de unos segundos, la nueva chica empezó a caminar en busca de un asiento, sin mirar a nadie, como si el resto de nosotros no existiera. Sin embargo, a mí me dio la impresión de que lo había visto todo, como si sus ojos oscuros y aterradores hubieran memorizado cada rostro en cuestión de segundos.
La chica caminó lentamente por el aula, buscando un lugar donde sentarse. Cuando de repente sus ojos se encontraron con los míos, sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Esa mirada tan oscura, tan impenetrable, me dio un miedo que jamás había sentido. Era como si me estuviera mirando directamente al alma, viendo cada pensamiento escondido y cada miedo enterrado. Me aparté de inmediato, incapaz de sostenerle la mirada. Traté de no pensar en ello, de disimular. Pero luego noté que se estaba acercando, y por un segundo, el corazón me dio un vuelco.
¿Iba a sentarse a mi lado?
Ella miraba el asiento junto al mío, y me di cuenta de que, en realidad, nunca había estado mirándome a mí, sino al lugar vacío. Aun así, me sentía atrapado, como si el aire se hiciera cada vez más denso a mi alrededor. Apenas podía respirar. No sabía si era por su presencia, por esa mirada tan extraña o por la simple idea de tenerla cerca. La tensión me bloqueaba las palabras y las manos me temblaban ligeramente, aunque trataba de ocultarlo.
Sin embargo, ella parecía haberlo notado todo. Se sentó a mi lado sin decir nada, y por un momento el aula pareció caer en un silencio incómodo. De repente, sin mirarme, me susurró con una voz suave, casi como un murmullo:
—¿Por qué siento que tienes miedo?
Esas palabras me atravesaron como una descarga. No había forma de que ella supiera que me sentía así, y aun así, lo había adivinado. El miedo creció aún más, y algo dentro de mí me impulsó a huir. Necesitaba espacio. No podía quedarme ahí.
Sin pensarlo dos veces, levanté la mano y me dirigí a la profesora:
—¿Puedo cambiarme de lugar?
La maestra, que había vuelto a concentrarse en su lección, levantó la vista sorprendida, pero asintió sin dudarlo. Me apresuré a recoger mis cosas y me moví más atrás hacia la última fila, donde pude sentarme solo nuevamente. Nadie protestó, ni siquiera ella.