Luna siempre fue la chica invisible: inteligente, solitaria y blanco constante de burlas tanto en la escuela como en su propio hogar. Cansada del rechazo y el maltrato, decide desaparecer sin dejar rastro y unirse a un programa secreto de entrenamiento militar para jóvenes con mentes brillantes. En un mundo donde la fuerza no lo es todo, Luna usará su inteligencia como su arma más poderosa. Nuevos lazos, rivalidades intensas y desafíos extremos la obligarán a transformarse en alguien que nadie vio venir. De nerd a militar… y de invisible a imparable.
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Sangre, código y verdad
El plan era simple. Demasiado simple, quizá.
Interceptar al periodista antes de que el escuadrón Alfa lo encuentre. Obtener la información. Salvarnos.
Pero lo simple nunca es fácil. Y mucho menos cuando estás marcada como traidora por la institución que te entrenó desde niña.
—Tenemos que movernos ya —dijo Maya, ajustándose el cinturón táctico—. Las coordenadas que filtraron muestran que él se encuentra en un motel aislado, en el sector C-9. Si nos demoramos, enviarán a otros.
Eliza revisaba un pequeño dron portátil que nos ayudaría a escanear el área. Su semblante, normalmente relajado, ahora era rígido.
—El sector está a una hora en moto si vamos por el camino B. Pero hay patrullas activas. Si nos ven...
—Nos eliminan —completó Dalia, afilando un cuchillo como si fuera su única manera de mantenerse serena.
—No nos verán —dije, con voz firme—. No si usamos la ruta subterránea.
Maya me miró.
—¿Tú misma la bloqueaste hace tres semanas para que nadie pudiera escapar de la base en secreto?
Asentí con media sonrisa.
—Y ahora la voy a desbloquear.
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Los pasillos del subsuelo eran oscuros, húmedos y fríos. Cada paso que dábamos parecía reverberar en la memoria.
A mitad de camino, algo me golpeó el pecho.
Un recuerdo.
Una voz. Gritos. Niños llorando. Electroshocks. Una luz roja. Mis uñas rasguñando la puerta de metal mientras mi mente ardía de dolor.
Me tambaleé.
Maya me sujetó del brazo.
—¿Otra visión?
—Sí. Como flashes. Son cada vez más frecuentes.
Ella me sostuvo el rostro con suavidad.
—Estamos cerca, Luna. Ya casi. Aguanta.
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Salimos del túnel por un respiradero oculto a las afueras del sector C-9. El motel era un edificio viejo, tres plantas, rodeado de árboles muertos. Parecía sacado de una película de terror.
El dron de Eliza voló silenciosamente hasta la azotea.
—Un solo hombre en la habitación 302. Ningún guardia. Aparentemente.
—Demasiado fácil —susurró Dalia.
Maya sacó su arma.
—Entramos en dos grupos. Dalia y Eliza vigilan la salida. Luna y yo subimos.
Avanzamos con el sigilo de sombras. La madera del piso crujía, pero mis pies parecían flotar. Mi corazón latía como tambor de guerra.
Frente a la puerta 302, me detuve.
Golpeé una vez.
Silencio.
Otra vez.
—¿Quién demonios...? —la voz masculina sonó cansada, algo nerviosa.
Abrí la puerta antes de que pudiera cerrarla.
El hombre era delgado, con barba crecida y ojos ojerosos. Tenía una laptop encendida sobre la mesa, con archivos abiertos. Entre ellos, uno titulado “STELA.EXE”.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó, retrocediendo—. ¿Los mandó el gobierno?
—No —dije—. Somos las que vivieron lo que tú apenas descubres.
Se quedó inmóvil. Luego señaló la laptop.
—¿Ustedes son... las niñas del Proyecto?
—Ya no somos niñas —dijo Maya, entrando tras de mí—. Somos las consecuencias.
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Se llamaba Esteban Vega. Era un periodista independiente, conocido por investigar conspiraciones que nadie más se atrevía a tocar. Descubrió la existencia del Proyecto STELA al recibir documentos filtrados de alguien llamado “Cuervo”.
—No sabía si creerlo —nos dijo—. Hasta que empecé a cruzar datos. Desaparecidos, documentos, videos antiguos. Pero el punto clave fue cuando alguien desde dentro del gobierno me envió una foto... tuya —miró a Maya—. Y luego tuya —dijo, señalándome.
—¿Qué sabes exactamente? —pregunté, sentándome frente a él.
—Sé que el Proyecto STELA fue una aberración. Que usaron niños como ratas de laboratorio. Que los dividieron por categorías: Tácticos, Combate, Psicológicos... y que todos fueron modificados. Algunos murieron. Otros fueron convertidos en soldados.
Maya asintió lentamente.
—¿Y sabes quién estuvo detrás?
Esteban dudó.
—Tengo un nombre. Pero si lo digo en voz alta, podría sellar mi sentencia.
—Dilo —ordené.
—General Marcus Vell. El que las dirige ahora. El que las entrenó.
El silencio se volvió pesado.
—¿Estás segura de que tu grabación no ha sido interceptada? —preguntó Maya.
—La encripté. Nadie puede abrirla sin una clave que solo yo tengo. Y... sin ti.
—¿Qué?
—Tu pulso cerebral. Tu implante. La grabación fue diseñada para solo desbloquearse si una de las piezas originales del experimento la activa.
—Como una llave viva —murmuré.
Él asintió.
—Exactamente.
Pero antes de que pudiera decir algo más... el dron de Eliza estalló.
BOOM.
Un ruido seco, seguido de disparos.
—¡Nos atacan! —gritó Dalia por el comunicador.
Corrimos a la ventana. Cuatro soldados vestidos de negro se deslizaban por las paredes del motel. Otro grupo venía por el bosque.
Maya gritó:
—¡Salgamos por la azotea!
Esteban tomó su laptop y corrió tras nosotras.
Subimos mientras el edificio temblaba.
Las balas comenzaron a sonar, rozando paredes, partiendo ventanas.
Eliza y Dalia ya estaban en el techo, disparando con precisión quirúrgica.
—¡Tenemos cinco minutos antes de que nos rodeen! —gritó Eliza.
Maya me entregó un cable.
—Conéctate. Rápido.
—¿Aquí? ¿Ahora?
—Sí. Si morimos, que al menos el mundo sepa la verdad.
Conecté el cable a la laptop. La pantalla parpadeó. Una línea de carga comenzó a llenarse.
Reconociendo pulso cerebral... 32%... 58%... 89%...
—¡Apúrate, Luna! —gritó Dalia, empujando a un soldado del techo.
Desbloqueado.
El archivo se abrió. Vídeos. Audios. Informes. Imágenes de niños llorando. Experimentación. El rostro de Marcus Vell, sonriendo mientras firmaba autorizaciones.
Lo subí todo a un servidor encriptado, con una dirección pública.
Enviar.
Transferencia completa.
Una bala rozó mi brazo. Caí de rodillas.
—¡Luna! —gritó Maya, arrodillándose junto a mí.
—Lo envié... —susurré—. El mundo lo verá.
Ella me abrazó.
—Nos vamos.
Eliza arrojó una bomba de humo y descendimos por una cuerda lateral.
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Corrimos hacia la zona boscosa. Un helicóptero enemigo sobrevolaba la zona, pero ya estábamos demasiado lejos.
Nos refugiamos en una cueva abandonada.
El periodista respiraba agitadamente.
—¿Sabes lo que acabas de hacer? —nos dijo—. Esto cambiará todo.
—Eso esperamos —respondí, cubriéndome el brazo herido.
—Van a buscarlas. Serán cazadas.
—Lo sabemos —dijo Maya—. Pero ya no vamos a correr.
Eliza se quitó el casco, mostrando su rostro por primera vez desde que empezó todo.
—Ahora es guerra.
Dalia se acercó y me limpió la herida en silencio.
—Gracias por no rendirte —murmuró.
La miré a los ojos.
—Gracias por pelear conmigo.
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En la oscuridad de esa cueva, entendí algo.
No éramos víctimas.
No éramos solo productos de un experimento.
Éramos las consecuencias.
Y pronto, el mundo lo sabría.