El misterio y el esfuerzo por recordar lo que un día fué, es el impulso de vencer las contradicciones. La historia muestra el progreso en la relación entre Gabriel y Claudia, profundizando en sus emociones, temores y la forma en que ambos se conectan a través de sus vulnerabilidades. También resalta la importancia de la terapia y la comunicación, y cómo, a través de su relación, ambos están aprendiendo a reescribir sus vidas.
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Suspiro.
Claudia se dejó caer en una de las viejas sillas del vestíbulo, aún temblando por lo que acababa de experimentar en la planta superior. La vela, ahora consumida casi hasta la base, proyectaba sombras temblorosas en las paredes, y sus pensamientos revoloteaban entre la incredulidad y el miedo. ¿Había escuchado realmente su nombre? ¿O acaso su mente, ya tan agotada por años de duelo y soledad, le jugaba malas pasadas?
Sacudió la cabeza, intentando despejar sus dudas. Había llegado allí para dejar atrás el dolor, para encontrar respuestas y paz, pero desde el primer momento, la casa la había envuelto en su oscura atmósfera. Y ahora, no podía dejar de sentir que algo la esperaba en esas paredes, algo que la había estado esperando desde mucho antes de su llegada.
El sonido de un coche al detenerse afuera la sobresaltó. Se levantó de la silla de un salto, su respiración entrecortada. Miró por la ventana y vio las luces del vehículo apagándose. A través de la bruma de la lluvia, distinguió la figura de un hombre alto que se bajaba del coche. Avanzaba hacia la puerta con paso firme, pero algo en su postura parecía denso, como si cargara un peso invisible.
Unos segundos después, se escucharon los golpes en la puerta. Claudia vaciló antes de abrir, sintiendo que no estaba lista para enfrentar a nadie más, no en ese estado. Pero la curiosidad la venció, y con un suspiro, giró el pomo.
Ahí estaba él. El vecino misterioso del que el agente inmobiliario le había hablado al alquilar la mansión. Su figura, oscura bajo la lluvia, se alzaba imponente en el umbral. Su rostro, parcialmente oculto bajo el ala de un sombrero, reflejaba la frialdad del clima.
—Perdona la intromisión —dijo con voz profunda, casi gutural—. Soy Gabriel. Vivo al final del camino. Me pareció ver las luces encendidas. Quería asegurarme de que todo estaba bien.
Claudia lo miró por un momento, sin saber qué decir. Había algo en su presencia que la incomodaba, pero al mismo tiempo, no podía apartar la vista de sus ojos. Eran oscuros, insondables, como un abismo que escondía más de lo que estaba dispuesto a revelar.
—Todo está... bien —respondió finalmente, aunque sus palabras sonaron vacilantes incluso para ella misma.
Gabriel asintió, pero no parecía convencido. Su mirada recorrió la entrada, deteniéndose un instante en la vela que Claudia aún sostenía.
—¿Te ha dado problemas la casa? —preguntó, sus palabras cargadas de un significado más profundo.
Claudia frunció el ceño. ¿Cómo podría saberlo? No había mencionado nada, y sin embargo, su pregunta parecía insinuar que sabía más de lo que estaba dispuesto a decir.
—No, no exactamente —mintió, incapaz de admitir que algo más allá de lo natural había ocurrido. Se sentía estúpida por siquiera pensarlo—. Es una casa vieja. Supongo que se necesitará tiempo para acostumbrarse.
—Sí, una casa vieja... —repitió Gabriel con una ligera sonrisa que no alcanzó sus ojos. Hubo un momento incómodo de silencio antes de que él hablara de nuevo—. Si necesitas algo, no dudes en buscarme. Esta mansión... puede ser difícil de manejar sola.
Antes de que Claudia pudiera responder, Gabriel se giró y comenzó a alejarse bajo la lluvia, dejándola con más preguntas que respuestas. Observó cómo su figura desaparecía entre los árboles, y una vez más, la sensación de que algo más profundo estaba ocurriendo en ese lugar se asentó en su pecho.
Decidió no pensarlo más esa noche. Se dirigió a su habitación, una antigua suite que había sido de su abuela. Mientras se desvestía, sus pensamientos volvieron a lo sucedido en la planta superior. Se sentía ridícula por haberse asustado tanto, pero al mismo tiempo, no podía ignorar la sensación de que algo había intentado comunicarse con ella.
Se tumbó en la cama, pero el sueño no llegaba. Los minutos se alargaban, y con ellos, sus pensamientos se volvían más oscuros. Las imágenes del pasado comenzaban a mezclarse con las sombras de la mansión: la muerte de su hermana, el accidente, la culpa que había llevado como un peso insoportable desde entonces. El terapeuta le había dicho que enfrentarse a esos recuerdos era el primer paso hacia la sanación, pero ahora, en medio de esa casa inquietante, esos recuerdos parecían más vivos que nunca.
De repente, un sonido la despertó de sus pensamientos. Algo se había movido en el pasillo. Se levantó lentamente de la cama, con el corazón acelerado. Abrió la puerta y miró hacia el corredor vacío. Nada.
Sin embargo, en el suelo, había algo que no estaba allí antes: una vieja carta, amarillenta por el tiempo, con su nombre escrito en la parte superior.
La recogió, y al ver la escritura, sintió un nudo en el estómago. Era la letra de su abuela. Pero lo que más la perturbó no fue solo eso, sino la fecha en la que había sido escrita: 15 de marzo de 1997. El día en que su hermana había muerto.