Matrimonio de conveniencia: Engañarme durante tres meses
Aitana Reyes creyó que el amor de su vida sería su refugio, pero terminó siendo su tormenta. Casada con Ezra Montiel, un empresario millonario y emocionalmente ausente, su matrimonio no fue más que un contrato frío, sellado por intereses familiares y promesas rotas. Durante tres largos meses, Aitana vivió entre desprecios, infidelidades y silencios que gritaban más que cualquier palabra.
Ahora, el juego ha cambiado. Aitana no está dispuesta a seguir siendo la víctima. Con un vestido rojo, una mirada desafiante y una nueva fuerza en el corazón, se enfrenta a su esposo, a su amante, y a todo aquel que se atreva a subestimarla. Entre la humillación, el deseo, la venganza y un pasado que regresa con nombre propio —Elías—, comienza una guerra emocional donde cada movimiento puede destruir... o liberar.
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Capítulo 1 – Parte 2: Amores que no duelen
Capítulo 1 – Parte 2: Amores que no duelen
Aitana Reyes nunca fue una mujer que creyera en los cuentos de hadas, pero desde que conoció a Ezra Montiel, su corazón se atrevió a imaginar uno.
Lo vio por primera vez en una reunión de presentación del proyecto "Ciudad para Todos", una propuesta de viviendas accesibles que ella defendía con pasión como arquitecta comunitaria. Él entró con ese porte arrogante y elegante que lo caracterizaba, con un traje a la medida y una expresión de absoluto desinterés por todo lo que no fuera él mismo.
Aitana sintió que el aire se le escapaba del pecho.
Ezra Montiel era el tipo de hombre que parecía intocable. Alto, de hombros anchos, piel clara, cabello oscuro perfectamente peinado hacia atrás, barba siempre recortada, y unos ojos grises como tormentas contenidas. Irradiaba poder y peligro, y aunque sus palabras fueron frías, su voz profunda le caló los huesos.
Ella se enamoró de él desde ese instante.
No por su dinero, ni por su apellido, sino por esa imagen de hombre fuerte que —ella creía— escondía un corazón herido esperando ser salvado.
Y aunque sus encuentros siguientes fueron breves y distantes, cuando Don Armando le propuso formalmente que se casara con Ezra, su alma ingenua lo tomó como una señal divina.
—Quizá es destino —le confesó a su hermana entre lágrimas de emoción—. Quizá Dios lo puso en mi camino por algo. Él necesita a alguien que lo quiera de verdad. Yo lo haré feliz.
Ezra, en cambio, ni siquiera había notado el color de ojos de Aitana hasta el día de su boda.
Para él, aquella chica curvy, de sonrisa dulce y alma noble, era poco más que un peón en el juego de su padre. No la encontraba atractiva, no conectaba con su sensibilidad, y mucho menos quería compartir su vida con ella. Ezra era adicto a las mujeres que representaban su libertad: modelos, rubias, altas, con cuerpos tallados a fuerza de gimnasio y cirugía. Mujeres que no pedían nada más que placer.
Aitana era todo lo contrario. Tenía curvas reales, una piel suave que olía a lavanda, ojos color miel y una voz suave que parecía pedir permiso para existir. Le resultaba... incómoda. Porque representaba compromiso, familia, estructura. Todo lo que él evitaba.
La noche de bodas fue una tragedia envuelta en encaje blanco.
Aitana preparó cada detalle con ilusión. Se puso el perfume que le recordaba a su infancia, encendió velas alrededor del cuarto y se puso la lencería más delicada que pudo encontrar. Tenía miedo, sí. Pero más tenía esperanza.
Cuando Ezra entró a la habitación, ya con el saco en la mano y el rostro sombrío, Aitana sonrió con nerviosismo.
—Buenas noches, mi amor —le dijo en voz baja.
Ezra no respondió.
No la miró.
No la besó.
Simplemente se acercó y la despojó de su ropa sin una palabra. La besó como si quisiera borrar el momento, no como quien ama. Sus movimientos fueron rudos, sin ternura, sin pausa. Y aunque Aitana le rogó con los ojos por delicadeza, Ezra solo quería que la obligación terminara.
Aitana sintió que el alma se le rompía.
No solo por el dolor físico de su primera vez, sino por la ausencia de afecto. Por la certeza de que él no estaba haciendo el amor, sino cumpliendo un contrato. Y ni siquiera se quedó para abrazarla cuando terminó. Se metió al baño, se duchó y durmió de espaldas a ella.
Ella lloró en silencio toda la noche, abrazada a su almohada, rogando que fuera solo el inicio frío de una historia que podría mejorar.
No sabía que ese era el tono de toda la sinfonía.
Desde entonces, Aitana vivió atrapada en un castillo de cristal, donde todos creían que lo tenía todo, pero en realidad no tenía nada. Ni amor. Ni caricias. Ni palabras dulces.
Solo soledad compartida con un hombre que nunca quiso compartirle su alma.
Y sin embargo… ella seguía ahí. Esperando, como quien riega una flor marchita creyendo que aún puede florecer.