Desterrado. Marcado. Silenciado.
Kael fue expulsado de su manada acusado de traición, tras una emboscada que acabó con la vida del Alfa —su padrastro— y la Luna —su madre—. Desde entonces, vive apartado en las sombras del bosque, con cicatrices que hablan más que su voz perdida.
Naia, una joven humana traída al mundo sobrenatural como moneda de pago por su propia madre, ha sobrevivido a la crueldad del conde Vaelric, un vampiro sin alma que se alimenta de humanos ignorando las antiguas leyes. Ella logra lo imposible: huir.
Herida y agotada, cae en el territorio del lobo exiliado.
Kael debería entregarla. Debería mantenerse lejos. Pero no puede.
Lo que comienza como un refugio se transforma en un vínculo imposible. Y cuando el pasado los alcanza— con el nuevo Alfa, su medio hermano sediento de poder, y Vaelric dispuesto a recuperar lo que cree suyo— Kael ya no puede quedarse al margen.
Porque esta vez, no está dispuesto a ceder...
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El té de la despedida
(Naia)
El silencio de la casa era más abrumador que el llanto. A veces me preguntaba si los muertos podían llevarse los sonidos consigo, si su partida dejaba una grieta invisible por donde se escurría todo lo que antes parecía tener sentido.
Papá se había ido dos noches atrás. Su respiración, cada vez más débil, se fue apagando como una vela olvidada en medio de la lluvia. Yo no lloré de inmediato. Me quedé sentada a su lado, en la mecedora, con los dedos entrelazados a los suyos, deseando que el tiempo retrocediera. Sabíamos que pasaría, pero no esperaba que fuera tan pronto, tan de repente.
Llevábamos solos años. Nunca habló mucho de mi madre. Solo decía que había cosas que una hija no necesitaba saber y que algunas ausencias eran bendiciones. Yo aprendí a no preguntar. A aceptar. Y fui feliz.
Estaba sola en la cocina cuando escuché el timbre. El sonido me sobresaltó, rompiendo la atmósfera densa como si alguien hubiese lanzado una piedra contra el cristal del duelo. Me asomé por la ventana y sentí que mi corazón se detenía por un segundo.
Ella estaba ahí. La mujer de los retratos que mi padre había guardado, pero que igual yo había visto, la que me había dado la vida y luego se había evaporado como un sueño mal contado. Alta, elegante, vestida de negro, como si hubiese estado en el funeral al que no fue invitada. Su cabello oscuro caía como una sombra sobre sus hombros, y sus ojos —mis ojos— parecían tener el poder de ver más allá de la carne.
Abrí la puerta casi por inercia.
—Naia —dijo, y su voz fue un susurro que arrastraba años de distancia.
—¿Qué haces aquí? —pregunté.
Aún no sé por qué no cerré la puerta. Tal vez fue la necesidad absurda de entender, o simplemente la curiosidad de ver si aún dolía verla.
—Supe lo de tu padre. Vine tan pronto como pude.
Sabía que era mentira. Pero no la interrumpí.
Se movía con una gracia extraña por la casa, como si aún la conociera, como si el tiempo no hubiese cambiado las paredes, los rincones, las ausencias.
—Sé que esto es difícil para tí —dijo al sentarse frente a mí, con la tetera en la mano —¿Te preparo algo caliente? Eso siempre ayuda.
Yo no tenía fuerzas para discutir. Asentí, con una especie de resignación suave. Observé cómo hervía el agua, cómo agregaba hierbas de un pequeño frasco que sacó de su bolso. El aroma era intenso, dulce, con un fondo amargo.
—¿Qué es? —pregunté.
—Una infusión familiar. Te va a calmar.
La taza temblaba entre mis dedos, pero bebí. Quería calmarme. Quería que todo dejara de doler, aunque solo fuera por un momento. El primer sorbo fue cálido, reconfortante. El segundo, un poco más espeso. En el tercero, el sabor cambió, tornándose metálico, como si masticara el recuerdo de algo que no entendía.
—Me… me siento rara.—susurré.
—Shhh… Tranquila. Todo va a estar bien, mi niña.
Su voz era una nana venenosa. Quise levantarme, pero las piernas no me respondieron. Los párpados me pesaban. Y de pronto la habitación comenzó a girar.
—¿Qué es lo que pas…?
Sus brazos me sostuvieron cuando me desplomé. Alcancé a ver su rostro por última vez, tan cerca del mío y oí su voz en la lejanía.
—Perdoname, Naia… Pero esto ya estaba escrito desde hace mucho tiempo.
Oscuridad.
Un frío intenso me despertó.
No era el frío de una noche invernal, sino uno más profundo, húmedo, como el que se cuela entre los huesos. Abrí los ojos con lentitud, parpadeando contra la oscuridad. Mi cabeza latía como si hubiese recibido un golpe, y mi cuerpo entero se sentía entumecido.
Estaba acostada en el suelo, sobre piedras húmedas. Las paredes que me rodeaban eran de roca, cubiertas de musgo. No había ventanas, solo una pequeña abertura en la parte superior por donde se filtraba algo de luz azulada, parecía irreal.
Me senté con esfuerzo, los brazos me temblaban. El vestido que llevaba puesto la noche anterior estaba sucio, rasgado. Tenía marcas en los tobillos. ¿Habían sido grilletes?
—Hola… —susurré, apenas, con mi voz ronca por la sequedad.
Nadie respondió.
Me levanté con dificultad y avancé unos pasos. El calabozo estaba dividido por rejas que daban a otras celdas. La mayoría vacías. Pero no todas.
En la penumbra, pude distinguir una figura acurrucada en una esquina.
—¿Hay alguien ahí? —intenté otra vez, más fuerte.
La figura se removió. Era un hombre, joven, parecía sucio, demacrado. Sus ojos se clavaron en los míos con una mezcla de pena y resignación.
—Otra más… —murmuró.
—¿Dónde estamos?
—El Reino de los Vampiros —dijo sin emoción— Más exactamente… en el castillo de un Conde.
—¿Un conde? ¿El Reino de los vampiros? —indagar, intentando salir de mi asombro.
—Así es, niña —dijo el hombre acercándose más hacia una pequeña ráfaga de luz, y al verlo me estremecí. Sus brazos tenían marcas, parecía que lo habían picado con agujas.
Sentí que el estómago se me encogía. Un cosquilleo de miedo recorrió mi espina.
—¿Mi madre?
—¿Hablas de la mujer de cabello negro? —indagó, afirmé con un movimiento de mi cabeza.
—Te dejó aquí y se fue. Pero te aconsejo que te olvides de ella. Aquí solo existen los tratos que hacen con sangre.
Me alejé de las rejas como si me hubieran golpeado. Me senté en el suelo, abrazándome. Todo mi cuerpo temblaba.
Entonces escuché algo más. Pasos. Pesados. Lentos. La puerta al final del pasillo se abrió con un chirrido fuerte, antiguo. Un grupo de personas entró. Uno de ellos vestía una túnica roja, tenía el rostro pálido como la cera. Sus ojos, rojos como brasas apagadas, me recorrieron con detenimiento.
—Así que esta es la nueva joya —dijo.
Las cadenas tintinearon cuando se acercó a la celda. Su mano se posó en la reja, y sentí que el aire se volvía más denso.
—El Conde tiene grandes planes para ti, pequeña. Según tu madre eres muy especial ¿Lo sabías?
Negué con la cabeza, sin comprender.
—Pues pronto lo averiguaras...
Mi cuerpo se estremeció. Quise gritar, pero mi voz se rompió en silencio.
—No te resistas. No luches. Eso solo hace las cosas más… deliciosas.—dijo otro de los sujetos.
Se marcharon sin más. Solo me dejaron con el eco de su amenaza y la certeza de que mi vida ya no era mía.
Me arrastré hacia un rincón, deseando desaparecer. Pero en vez de lágrimas, lo único que sentí fue una furia que ardía en el pecho.
Furia… y miedo.
Un susurro llegó desde la celda vecina.
—No importa lo que pase, no llores. Si escuchan que estás despierta, vendrán más rápido por tí.
Era la voz del hombre otra vez. Suave. Solidaria.
Me tapé la boca conteniendo mía sollozos. Cerré los ojos.
Y en mi mente, solo una frase resonaba como un rugido:
Mi madre me había vendido.
No sé en qué momento me quedé dormida. Cuando abrí los ojos todo seguía oscuro. Miré al tipo en la celda de al lado.
—¿Qué hora es?
—Probablemente sea de día —respondió él —mientras qué estemos aquí no lo sabremos.
—¿Dónde estamos?
—No tengo certeza de eso, solamente puedo decirte que ya no estamos dónde hay personas cómo nosotros.
—¿Cómo así? —pregunté, y Leroy —ese era su nombre—. Comenzó a relatarme cómo terminó en el mismo lugar que yo, al parecer había hecho enojar a las personas incorrectas y ahora debía pagar con su sangre por las ofensas que había cometido.
No entendí exactamente a que se refería, pero me limité a seguir pensando que todo era un muy mal sueño.