En una ciudad donde las apariencias son engañosas, Helena era la mujer perfecta: empresaria y una fiscal exitosa, amiga leal y esposa ejemplar. Pero su trágica muerte despierta un torbellino de secretos ocultos y traiciones. Cuando la policía inicia la investigación, se revela que Helena no era quien decía ser. Bajo su sonrisa impecable, ocultaba amores prohibidos, enemistades en cada esquina y un oscuro plan para desmantelar la empresa familiar de su esposo,o eso parecía.
A medida que el círculo de sospechosos y los investigadores comienzan a armar piezas clave en un juego de intrigas donde las lealtades son puestas a prueba
En un mundo donde nadie dice toda la verdad y todos tienen algo que ocultar, todo lo que parecía una investigación de un asesinato termina desatando una ola de secretos bien guardado que va descubriendo poco a poco.Descubrir quién mató a Helena podría ser más difícil de lo que pensaban.
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Capítulo 1: El crimen que sacudió la ciudad
La sirena de la policía interrumpió la tranquilidad del exclusivo barrio de Altamira aquella madrugada. Los vecinos, despertados por el estruendo, se asomaban discretamente por las ventanas mientras los oficiales acordonaron la elegante mansión. La lluvia fina que caía sobre la ciudad parecía un presagio de lo que estaba por venir.
El inspector Javier Montero descendió de su vehículo con el rostro tenso. A sus 45 años, creía haberlo visto todo en sus dos décadas de servicio, pero algo en la llamada que recibió le dijo que este no sería un caso ordinario.
—Inspector —saludó el oficial Ramírez—. La encontraron hace una hora. La empleada doméstica llegó temprano y... bueno, será mejor que lo vea usted mismo.
La mansión de Helena Valverde era un testimonio de su éxito. Obras de arte originales, muebles de diseñadores y una vista privilegiada de la ciudad. Pero esa mañana, toda esa opulencia contrastaba con la brutalidad de la escena en el despacho principal.
Helena yacía sobre la alfombra persa, con un hilo de sangre seca que partía de su sien derecha. Sus ojos, aún abiertos, parecían observar con sorpresa a quienes es su matador en ese momento se entraba en la habitación. Vestía un elegante conjunto negro que resaltaba la palidez mortuoria de su piel.
—¿Causa de muerte? —preguntó Montero al forense, quien examinaba el cuerpo con precisión clínica.
—Trauma contundente en el cráneo. El objeto —señaló una escultura de bronce manchada de sangre sobre el escritorio— parece ser el arma homicida. Diría que falleció entre las once y la una de la madrugada.
Montero observó detenidamente la habitación. El despacho estaba impecable, a excepción del área alrededor del cuerpo. No había signos de lucha, ni de robo. La caja fuerte detrás de un cuadro estaba cerrada y sin forzar.
—No parece un robo que salió mal —murmuró.
—No, señor —confirmó Ramírez—. Y según la empleada, la señora Valverde esperaba visitas anoche. Había preparado copas y una botella de vino.
La empleada, Dolores Suárez, sollozaba en la cocina cuando Montero fue a interrogarla. Una mujer de unos 60 años que había trabajado para Helena durante los últimos cinco años.
—¿Con quién se iba a reunir la señora Valverde anoche, señora Dolores?
—No lo sé, inspector —respondió secándose las lágrimas—. La señora era muy reservada con sus asuntos. Solo me pidió que dejara todo listo porque esperaba a alguien importante.
—¿Notó algo inusual en ella últimamente? ¿Estaba nerviosa, preocupada?
Dolores dudó antes de responder.
—Hace una semana la encontré llorando en este mismo despacho. Cuando le pregunté qué sucedía, me dijo que había personas que querían lastimarla. Pensé que exageraba... —su voz se quebró—. Debí haberla tomado más en serio.
Mientras los técnicos forenses continuaban procesando la escena, llegó el asistente del inspector, Daniel Ortiz, un detective joven y prometedor.
—Inspector, ya tenemos la lista preliminar de personas cercanas a la víctima —informó, entregándole una tablet—. Su esposo, Ernesto Valverde, está en un viaje de negocios en Londres desde hace tres días. Ya lo contactamos, llegará esta noche.
Montero revisó la lista en silencio. Un esposo frecuentemente ausente, una hermana con quien aparentemente tenía una relación tensa, un socio de negocios con quien había tenido desacuerdos recientes, y un nombre que llamó particularmente su atención.
—¿Ricardo Mendoza? —preguntó, señalando el nombre.
—El amante, según varios testigos —confirmó Ortiz—. Relación de aproximadamente un año. Él trabaja como galerista de arte, conoció a la víctima cuando ella compró algunas piezas para su colección.
—¿Dónde estaba anoche?
—Dice que en su apartamento, solo. Sin testigos que lo confirmen.
Montero asintió pensativo.
—¿Y qué sabemos de su hermana, Laura Vega?
—Medio hermana, en realidad. Misma madre, distinto padre. Laura heredó el negocio familiar original, una pequeña editorial, mientras que Helena fundó su propia empresa de relaciones públicas. Según nuestras fuentes, la relación se deterioró cuando Helena se negó a ayudar financieramente a Laura cuando la editorial atravesaba problemas.
—Interesante. ¿Dónde estaba anoche?
—En una cena benéfica hasta las 10:00 p.m., confirmado por múltiples testigos. Después dice que fue directamente a su casa.
—Y el socio... ¿Carlos Herrera?
—Cofundador de la empresa de Helena. Últimamente, discutían por la dirección de la compañía. Él quería vender a un conglomerado internacional, ella se negaba rotundamente.
El teléfono de Montero sonó. Era del laboratorio.
—Inspector, encontramos algo interesante. Hay restos de dos tipos diferentes de vino en las copas sobre el escritorio. Y en una de ellas, huellas parciales que no pertenecen a la víctima.
—Manténganme informado —respondió antes de colgar—. Ortiz, quiero que traigas a Ricardo Mendoza para interrogarlo. Y consigue las grabaciones de las cámaras de seguridad del barrio.
Mientras Ortiz salía, Montero recorrió nuevamente la escena del crimen. Algo no encajaba. La posición del cuerpo, la falta de desorden, el arma homicida convenientemente a la vista... Parecía casi... escenificado.
Se acercó al escritorio y notó un pequeño detalle que habían pasado por alto. Un cajón ligeramente abierto. Al revisarlo, encontró una pequeña libreta negra. Al abrirla, vio una lista de nombres con fechas y cantidades de dinero.
Entre los nombres reconoció el de Carlos Herrera, pero también apareció otro que lo sorprendió: Fernando Quintero, un conocido empresario con rumores de conexiones con el lavado de dinero.
—Parece que nuestra víctima tenía más secretos de los que imaginábamos —murmuró para sí mismo.
Horas más tarde, en la comisaría, Ricardo Mendoza esperaba en la sala de interrogatorios. Un hombre atractivo de unos 35 años, visiblemente afectado por la noticia.
—Señor Mendoza, ¿cuándo fue la última vez que vio a Helena Valverde? —preguntó Montero, observando cuidadosamente sus reacciones.
—Anteayer por la tarde. Pasé por su oficina y fuimos a tomar un café. Estaba... intranquila.
—¿Intranquila? ¿Por qué?
—No me lo dijo directamente, pero mencionó que había descubierto algo que podría cambiar muchas cosas. Dijo que tenía que confrontar a alguien.
—¿Le mencionó a quién?
—No, pero... —dudó un momento— la escuché discutir por teléfono el día anterior. Mencionó algo sobre un acuerdo que no cumpliría y que tenía pruebas que podían destruir a alguien.
—¿Dónde estuvo anoche entre las once y la una de la madrugada?
—En mi apartamento, como ya le dije a su colega. Estuve preparando una exposición que inauguro la próxima semana.
Montero lo observó en silencio. Mentía, estaba seguro, pero ¿sobre qué exactamente?
Al salir del interrogatorio, Ortiz le informó que el esposo de Helena acababa de llegar y esperaba en otra sala. Ernesto Valverde era un hombre de negocios exitoso, dueño de una cadena de hoteles, mayor que Helena por casi quince años.
—Inspector —saludó con voz apagada—. ¿Qué sucedió exactamente con mi esposa?
—Eso es lo que intentamos averiguar, señor Valverde. ¿Podría decirnos dónde estuvo anoche?
—En Londres, como puede comprobar con mis registros de viaje y el hotel donde me hospedé.
—¿Cómo describiría su relación con Helena?
—Complicada, no lo negaré —admitió con franqueza—. Nos casamos hace siete años, pero los últimos dos... digamos que nos habíamos distanciado. Ambos estábamos ocupados con nuestros negocios.
—¿Sabía de la relación de su esposa con Ricardo Mendoza?
Ernesto esbozó una sonrisa amarga.
—Por supuesto. No era el primero. Teníamos un... acuerdo. Mientras fuera discreta.
El día avanzaba y los sospechosos se multiplicaban. Laura Vega, la medio hermana, admitió el distanciamiento con Helena pero negó rotundamente cualquier implicación en su muerte. Carlos Herrera, el socio, explicó que efectivamente querían tomar caminos diferentes en los negocios, pero insistió en que ya habían llegado a un acuerdo para que él vendiera su parte.
Al caer la noche, Montero contemplaba la pizarra donde había colocado fotos de todos los sospechosos. ¿Quién tenía motivos suficientes para matar a Helena Valverde? Todos, y ninguno a la vez.
La libreta negra podría ser la clave. ¿Qué secretos guardaba Helena que valían su vida?
El caso apenas comenzaba, y ya era evidente que desentrañar la verdad sobre quién mató a Helena sería tan complejo como la propia vida de la víctima.