Austin lleva una vida envidiable y llena de éxito: es un médico de prestigio y forma parte de una hermosa familia. Sin embargo, tras su fachada impecable, guarda secretos y lleva una doble vida que mantiene en absoluto silencio. Todo cambia cuando conoce a una mujer misteriosa, cuyo carácter enigmático lo seduce y lo impulsa a explorar un mundo de placeres prohibidos. Este encuentro lo confronta con una profunda encrucijada, cuestionándose si la vida que ha construido y anhela realmente le brinda la felicidad genuina o si, en realidad, ha estado viviendo una ilusión.
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Un Corazón Dividido
Kate
No sé cómo lo hace. Es como si pudiera encajar todas las piezas del rompecabezas que es nuestra vida y, aun así, dejarlo sin resolver, pienso mientras observo a Sofi correr tras un globo de helio que se escapa de sus dedos con una risa que ilumina el gris de este domingo en Central Park.
—¡Kate! ¡Mira cómo corre! —grita Austin desde la distancia, su voz rebosante de entusiasmo fingido. Me duele escuchar esa alegría en su timbre, disonante con el nudo en mi estómago.
No puedo evitar girarme hacia él. Con esa sonrisa "perfecta" que proyecta como una fachada, él parece ser el hombre que alguna vez amé en la universidad. Pero cada día, ese recuerdo se desvanece un poco más, como la luz del día al caer la noche.
—Sí, es increíble —respondo, sin poder ocultar la melancolía en mi tono. Intento sonreír, pero siento que ni siquiera eso me sale bien.
“Debo ser la mujer perfecta”, repito en mi cabeza mientras me acerco a Sofi, que intenta atrapar el globo repleto de helio. “Hoy debo poner todo mi empeño en que este día sea maravilloso.” Pero, en el fondo, me siento exhausta.
—¡Sofi! ¡Ven aquí, cariño! —la llamó, intentando que no se aleje demasiado. Mirada fija en el globo, ella se detiene y vuelve a mí, sus mejillas sonrosadas y cubiertas de azúcar.
Austin se acerca con una bolsa de caramelos en la mano, como si cada dulce fuera un intento de amor, un intento de compensar el sinsabor que ha dejado su ausencia en nuestras vidas.
—¿No es genial? —pregunta, bajando un poco su voz, sabiendo que a mí no me gusta que Sofi coma tantos azúcares.
—Sabes que no debería comer eso, Austin. Eres médico tú más que nadie lo sabe.
Sus ojos chispean, pero en ellos veo solo el reflejo de su egoísmo.
—Un poco de dulce no va a matarla, Kate. —La forma en que frunce el ceño me hace querer llorar. Es su manera de poner un punto final a mis preocupaciones.
—Eso no es el problema. —Mi voz se quiebra, y Sofi, con su inocente alegría, no se da cuenta de la tensión que se respira entre su madre y su padre.
Las risas de los niños y la música de un cuarteto de cuerdas cercano apenas logran ahogar la creciente tristeza que pincha en mi corazón.
—¡Vamos a comprar más! —Austin bromea, ignorando mi incomodidad, pero a la vez, haciendo su mejor esfuerzo para parecer un buen padre en este paréntesis que hemos creado en nuestra vida. Rehenes de nosotros mismos.
—¿Por qué no podemos simplemente pasar un día sin dulces? —preguntó, apretando los labios. Es un pedido casi ridículo, un intento vano por recuperar algo de control en un mundo que se desmorona a mi alrededor.
—Porque quiero verla feliz. —responde, mientras observa a Sofi disfrutar un algodón de azúcar, sin preocuparse por lo que se avecina después de que lo haya ingerido.
Me duele verlo así, consciente de que su lucha es la contra esquina de lo que yo siento. Mi amor se convierte en conflicto cada día que pasa.
—Austin... —comento con esa pesadez que lleva semanas anidando en mi pecho. Pero él rápidamente interrumpe, con la mirada puesta en Sofi.
—Mira, cariño, Sofi necesita divertirse. Está débil por la gripe. —La defensa es automática, casi mecanizada, y me doy cuenta de que él está intentando compensar su ausencia, la noche de la gala y su falta de atención a nuestras vidas.
—Una vez más, pasamos por esto. —Mi voz es casi un susurro. Siento que todo se desmorona, que somos una actuación insípida; el verdadero show se ha perdido en el ruido de las palomas y los gritos infantiles.
—Eres muy intensa, Kate. —Me lanza una mirada que dice más que mil palabras. Hay reproche en su tono, como si culpara a la vida normal que hemos construido para proyectar su imagen de éxito.
—¿Intensa? Solo intento ser la madre que Sofi necesita. —Discuto, a pesar de que el desgaste me deja sintiendo vacía. ¿Cuánto más puedo dar antes de que me rompa en pedazos?
—¡Gracias, papá, es el mejor día de mi vida! —Afortunadamente mi pequeña llega para poner fin a este intercambio de palabras que no van a ningún lado. Decido ignorar el mal sabor que esto deja en mi boca. Soy la esposa comprensiva, siempre.
—De nada, Cariño —le dice Austin mientras la levanta en brazos y giran los dos abrazados, luego la coloca con cuidado en el suelo y Sofi da vueltas con su algodón de azúcar, de reojo, veo a Austin atento a ella. Siempre logrando lo que quiere. Eso le gusta, ser el héroe del momento.
Me acerco, y en el silencio que se establece, él toma mi mano.
—Lo siento por lo de la gala. Debí haberme ido contigo. —Su voz es suave, casi como un susurro, y por un instante, deseo creerle.
—No pasa nada —respondo, aunque el vacío se siente más profundo. El recuerdo de su despreocupación esa noche me golpea como un frío viento.
—Hoy lo vamos a hacer bien. Va a ser nuestro día en familia. —Sus palabras suenan como promesas vacías.
—Sí, claro. —¿Cómo se supone que pueda confiar en eso?
A medida que pasamos la tarde, el sol comienza a descender, pintando el cielo de suaves tonalidades naranjas y rosas. Todos parecen felices; sus risas flotan en el aire mientras dos padres ajenos entretienen a sus hijos. Pero yo solo veo sombras.
Al instante, su teléfono comienza a sonar. Sus ojos se iluminan con una mezcla de alivio y frustración. Solo el destino sabe qué pasará ahora.
—¿Todo bien? —le pregunté, incapaz de ocultar el desdén en mis palabras.
—Es una llamada del hospital —me dijo, como si eso lo justificara todo.
En el fondo sabía que este momento era inevitable. La vida de un médico nunca se detiene, pero el hecho de que él lo asumiera tan abiertamente, sin siquiera mirarme a los ojos, caló hondo.
—¿De verdad? —No puedo evitar hacerle una pregunta mordaz. —¿No puedes tomarte un día libre para pasar el rato con tu familia?
—Kate, no es tan simple. Sus vidas dependen de esto. —Sus palabras sonaron a excusa, aunque en el fondo sé que existen vidas en juego, pero eso no impide que me sienta abandonada.
Sofi se acerca, observándonos con ojos grandes y un poco ansiosos. El algodón de azúcar se deshace en sus manitas.
—¿Papá, vas a quedarte? —pregunta con la inocencia que solo una niña puede tener. Un puñal en mi corazón.
—Lo siento, pequeña. Es una emergencia. Prometo que volveré pronto, ¿de acuerdo? —Buscando calmarla, le acaricia el cabello.
Mis ojos se encuentran con los de él por un breve instante. En ellos hay una mezcla de irritación y resignación. Aun así, le vuelvo a preguntar:
—¿Y mi emergencia? —Me doy cuenta de que soy cruel. Pero ya no puedo contenerme.
—¿Qué tiene eso que ver con...? —me responde, frustrado.
—No importa. Solo ve —lo despido, apretando mis manos contra mis costados.
—Kate… —intenta decir.
—Ve. Por favor. —La voz me traiciona, así que me vuelvo hacia Sofi y trato de sonreírle mientras el nudo en mi estómago crece.
Como un faro apagado, lo veo alejarse, dejando un vacío aún más oscuro que la sombra que me persigue. Sofi finalmente llora al darse cuenta de que, una vez más, él se va. La abrazo fuerte, sintiendo cómo su pequeño cuerpo tiembla.
—¿Por qué siempre se va, mami? —me pregunta, y esas palabras son como un tajo en mi pecho.
—A veces las personas tienen que irse a ayudar a otros, Sofi. Eso no significa que no te quiera —le digo, aunque sabemos que no es cierto.
Cada vez que Austin se iba, un pedazo de mi corazón se perdía, y con cada regreso, él traía consigo más tormentas que alegría. Con la luz del sol desvaneciéndose en el horizonte, entendí que era una batalla perdida: amar a alguien que ya no era el mismo. A veces, me preguntaba si alguna vez realmente fue aquel chico sencillo y espontáneo que conocí mientras tomaba fotografías en el campus de la universidad, o solo fue una ilusión producto de mi idealización.
La vida me había convertido en un eco de lo que solía ser. Ahora, con una hija en brazos y un corazón dividido, solo me quedaba la certeza de que el arte de ser madre era mi último refugio.