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“La Cristiana Del Harén”

“La Cristiana Del Harén”

Status: En proceso
Genre:Casarse por embarazo / Traiciones y engaños / Esclava / Sirvienta / Amor-odio
Popularitas:674
Nilai: 5
nombre de autor: Luisa Manotasflorez

En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.

Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.

Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.

Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,

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Capitulo 9

"Bajo la luna, con mi hijo en brazos, escribo mi verdad…"

Esta noche la Alhambra está más callada que nunca. Incluso las fuentes parecen murmurar más suave, y el aire lleva un perfume a azahar que se cuela por mi ventana abierta. Estoy aquí, en mi habitación, en mi rincón. El mundo ha sido cruel, sí, pero esta noche, solo esta noche, el universo me permitió abrazar a mi hijo en paz.

Mi bebé… mi joya, mi cielo, mi aliento. Tiene los ojos verdosos, grandes y brillantes como los míos, pero también la forma recta y profunda de los de mi padre. Su boquita es pequeña, rojiza, y se mueve como si hablara con los ángeles. A veces me parece que sonríe dormido… como si soñara con su abuelo que nunca conocerá, pero que yo le contaré hasta el último suspiro. Lo estoy criando con mi amor… y con mis recuerdos.

Estaba sentada en mi silla de madera labrada, esa que me regalaron los artesanos de las colinas, y él estaba sobre mi pecho, dormido. Sentía su respiración cálida y su corazoncito latiendo rápido. Lo cubrí con una manta de lino suave, bordada por mis propias manos durante las últimas semanas del embarazo. Blanco y verde, los colores del alma y del amor.

Comencé a cantarle con voz suave, una de las canciones que el emir, mi Muley, me cantaba en los días de calma:

—"Enta rohi... enta nouri... la yufarik qalbi abadan…”

Mi niño se removió, buscando mi pecho. Lo amamanté lentamente. Mientras lo hacía, acaricié sus mejillas. Lo olí. Su cabello aún olía a aceite de oliva, leche y a la madera del palacio. Lo contemplé como si el tiempo no existiera.

Después lo llevé a la cuna, tejida en mimbre, con cortinas de lino y protección de ámbar. Lo acosté y le susurré:

—“Duerme, mi amor. Duerme tranquilo. El mundo puede ser cruel, pero mientras yo respire, tú estarás seguro.”

Le pedí a Samira, mi criada fiel, que me trajera mi libro.

El libro donde escribo… no como Zoraida la favorita, ni como esposa del sultán, ni como madre del heredero. Escribo como Isabel, la niña cristiana que creció corriendo entre viñedos, que fue raptada, entregada, y ahora ha aprendido a sobrevivir en el mundo de los leones.

Me senté frente a la luz tenue de la lámpara de aceite. El pergamino estaba abierto y la pluma temblaba en mis dedos.

Y comencé a escribir…

"Hoy mi alma está cansada, pero viva. Mi cuerpo aún duele, pero no me quejo. He dado a luz a un hijo que lleva en su piel la historia de dos mundos. Es fuerte, tiene la mirada sabia. Se aferra a mí como si me conociera desde siempre. Como si supiera que soy su escudo en un reino donde muchos ya quisieran verlo caer."

"Mi Muley… mi esposo… últimamente está sombrío. Lo veo cansado. Me mira con ternura, pero también con un dolor escondido. Creo que siente que el mundo lo empuja lejos de mí, y yo… no quiero perderlo. Él es mi tormenta y mi refugio. A veces no dice nada, pero sus manos tiemblan cuando acarician a nuestro hijo. Sé que me ama. Pero también sé que teme por lo que hemos creado."

*"Yo… yo solo tengo este rincón, este diario, este niño, y mis recuerdos. Pero juro por Dios, por mi padre y por mi sangre, que lucharé con el alma por este pequeño. Nadie me lo arrebatará. Nadie."

Guardé el libro con mis propias manos. Apreté contra mi pecho la pluma de oro que Muley me regaló el día que lo convertí en padre.

Apagué la lámpara.

La noche se volvió más oscura, pero mi alma, más ligera.

Me eché sobre mi lecho y dormí con una sonrisa leve.

Porque esta noche, no fui princesa, ni concubina, ni esclava.

Fui madre. Mujer. Sobreviviente.

Y mi hijo, dormido en su cuna, fue el milagro que el mundo no pudo arrebatarme.

"Una mañana con mis hombres: el sultán y nuestro hijo"

Esta mañana desperté con el canto de los pájaros al otro lado de la celosía. El aire olía a jazmín fresco y pan caliente. Aún no había salido el sol por completo, pero el cielo ya se teñía de oro, como si la Alhambra despertara antes que el resto del mundo.

Mi niño lloraba. Un llanto agudo, pequeño, pero insistente. No era de dolor, era de hambre o de necesidad de brazos. Me levanté con lentitud, con el cuerpo aún pesado por las noches de desvelo y la reciente maternidad. Mi bata de seda bordada se arrastraba suavemente sobre las baldosas mientras caminaba.

Pero no fui yo quien lo cargó esta vez.

Fue la nodriza, una mujer mayor con manos cálidas y seguras. Lo levantó como si fuera una extensión de su propio cuerpo. Le susurró en árabe versos del Corán mientras lo envolvía en una manta color perla.

Y luego, apareció él.

Muley, mi esposo, mi amor, mi sultán.

Vestía aún su camisón blanco, con el pecho apenas cubierto y su cabello suelto, ligeramente revuelto por el sueño. Tenía los ojos llenos de ternura. Se acercó a la nodriza y tomó al bebé con sus brazos fuertes pero suaves. Y sin decir palabra, comenzó a pasearse por el salón, con nuestro hijo dormitando sobre su pecho.

Me detuve a observarlos desde la distancia.

Aún no me había vestido, mi cabello caía libre y algo alborotado sobre mis hombros. Mientras los miraba, me senté ante el espejo y comencé a cepillar mi melena lentamente. Pensaba en mi madre. En mi infancia. En cómo la vida, sin anunciarse, me había traído a Granada, a un palacio, a un esposo inesperado y ahora a este pequeño ser que era mitad de mí.

Cuando terminé, pedí a una criada que trajera mis joyas y mi velo.

Eligieron por mí un vestido de gasa azul lavanda, suave, con bordados plateados en los bordes. Me colocaron mi velo blanco, que caía desde la coronilla hasta la cintura. Solo mis ojos quedaban al descubierto, enmarcados por una diadema de oro en forma de media luna. Era la misma que Muley me regaló el día en que nació nuestro hijo.

Me acerqué a ellos.

Muley seguía caminando lentamente, acariciando con sus labios la frente del niño. Se detuvo cuando me vio. Sonrió.

—“¿Qué estarán susurrando mis hombres?” —pregunté, con la voz aún adormecida.

Él me miró con ternura.

—“Le decía cuánto lo amo… y cuánto me ha enseñado. Y también le decía que tú eres el milagro que lo trajo aquí.”

Me acerqué más y acaricié la mejilla del bebé.

—“Estoy orgullosa de ustedes. De ambos. Sois mi hogar.”

Muley me miró en silencio por un momento. Sus ojos oscuros brillaban. Luego se inclinó y me besó la frente con devoción.

Tomó mi mano. Caminamos juntos hacia el balcón.

La mañana estaba en su esplendor. Desde allí, se veía Granada entera: los tejados de terracota, las torres de las mezquitas, los jardines húmedos por el rocío.

Nos quedamos de pie unos instantes. El mundo parecía haberse detenido.

Luego, entregó el bebé a la nodriza para que descansara, y ella se retiró.

Muley me tomó ambas manos, entrelazando sus dedos con los míos.

—“A veces me cuesta creer que seas real” —susurró—. “Has llenado mi vida de paz y de fuego a la vez. De dulzura y de desafío. No me arrepiento de nada. Ni del conflicto. Ni del escándalo. Ni del reino temblando por nuestras decisiones.”

—“Tampoco yo me arrepiento” —dije—. “Aunque perdí mucho… gané más de lo que soñé.”

Nos sentamos en el diván del jardín interior. Pidió dulces de almendra, higos rellenos, leche con canela, y un poco de pan de azafrán. Desayunamos juntos, como una pareja sencilla, entre risas suaves y silencios llenos de entendimiento.

Antes de marcharnos, Muley se volvió hacia mí y me dijo:

—“Tú me diste un hijo, Zoraida. Pero más que eso, me diste sentido. No lo olvides jamás.”

Y yo, con el corazón latiendo como tambor de guerra, solo atiné a responder:

—“Tú me diste libertad. No con palabras… sino con amor.”

“Soy Zoraida. Soy la sultana. Y esto es lo que hago.”

No nací entre los muros de esta Alhambra. No nací bajo el canto del muecín ni con un velo sobre mi cabeza. Vine de otras tierras, con otro nombre, con otro Dios en los labios y otra historia en mis venas. Me arrancaron del mundo que conocía… y me arrojaron a este.

Y sin embargo… me levanté.

Porque si la historia me empujaba a ser esclava, yo decidí ser reina.

Mi vida en el palacio no es de cuentos. Aquí, en Granada, ser sultana no significa vestir sedas y dormir entre cojines. No. Significa aguantar las miradas torcidas, los murmullos tras las columnas, las lenguas viperinas del harén. Significa escuchar cómo pronuncian la palabra cristiana como si fuera una maldición. Cómo escupen mi nombre en voz baja cuando paso.

Y aun así, camino. Camino recta, con la frente en alto, con mi velo blanco que no es símbolo de sumisión, sino de lucha. Me cubro el rostro cuando quiero, lo muestro cuando lo decido. Porque he entendido algo que otros no comprenden: una mujer no necesita un trono para gobernar. Basta con inteligencia… y carácter.

Cada día en la Alhambra comienza temprano. Me levanto al alba. Miro a mi hijo dormir en su cuna de madera tallada. Sus ojos, mezcla de los dos mundos, me recuerdan lo que está en juego. Me lavo en agua con pétalos de azahar, me visto con túnicas sobrias pero hermosas, y me adorno con lo justo: un anillo de zafiro en mi dedo, la joya que Muley me dio la primera noche que fui suya… y su igual.

Mientras otros duermen, yo ya estoy trabajando.

Recibo informes de los visires, especialmente de aquellos en quienes Muley más confía. Me consultan a solas, aunque nunca lo admitan en público. Pregunto por el comercio, por los impuestos, por la seguridad en los caminos. Si algo no me parece justo, lo digo con claridad. Una vez un visir me respondió con desprecio:

—“No olvide que usted no nació musulmana, mi señora. No comprende nuestros códigos.”

Yo lo miré y, con una sonrisa suave, respondí:

—“Y usted ha nacido entre sabios… pero habla como un necio. Lo único que me diferencia de Aixa no es la fe, sino que yo pienso. Ella solo arde de odio.”

No volvió a levantarme la voz.

En el harén, soy guía y vigilante. Me reúno con las mujeres todas las mañanas. Les enseño a bordar, a hablar con elegancia, a leer poesía y a mantener la cabeza fría en un mundo que las quiere calladas. Algunas me escuchan con respeto. Otras, con envidia. Las leales a Aixa me odian en silencio. Una vez, una de ellas se atrevió a escupirme los pies.

Me limpié con un pañuelo y, sin levantar la voz, le dije:

—“Quien escupe al cielo, se escupe el rostro. Hoy me escupes, mañana servirás a mi hijo.”

Y así fue.

Fuera del palacio, no soy menos sultana. Visito barrios pobres. Ordené construir baños para mujeres. Mandé abrir una escuela para niñas huérfanas. Algunos imanes protestaron, pero Muley me defendió. Dijo: “Ella no desafía la ley, la honra. Ella no divide el pueblo, lo sostiene.”

Durante las festividades sagradas, reparto pan y carne con mis propias manos. Camino descalza entre los mendigos. Bendigo a los enfermos. Escucho a las mujeres en los zocos. Y cuando alguna se atreve a insultarme —y sucede—, no respondo. Solo las miro… y les sonrío.

Porque sé que mi presencia incomoda. Que mi poder no se esperaba. Pero también sé que sin mí, Granada estaría más débil.

Muchos me aman. Muchos me odian. Y yo… no pierdo tiempo en ninguno.

Mi deber es con Muley, con nuestro hijo, y con el futuro que estoy construyendo piedra por piedra. No con palabras, sino con hechos. Porque cuando el polvo del tiempo se asiente, no quedarán los chismes del harén, ni las injurias de Aixa… quedarán las huellas de mi andar firme por este palacio.

Soy Zoraida.

No nací aquí.

Pero esta tierra ahora me pertenece.

Y yo a ella.

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