Anastasia Volkova, una joven de 24 años de una distinguida familia de la alta sociedad rusa vive en un mundo de lujos y privilegios. Su vida da un giro inesperado cuando la mala gestión empresarial de su padre lleva a la familia a tener grandes pérdidas. Desesperado y sin escrúpulos, su padre hace un trato con Nikolái Ivanov, el implacable jefe de la mafia de Moscú, entregando a su hija como garantía para saldar sus deudas.
Nikolái Ivanov es un hombre serio, frío y orgulloso, cuya vida gira en torno al poder y el control. Su hermano menor, Dmitri Ivanov, es su contraparte: detallista, relajado y más accesible. Juntos, gobiernan el submundo criminal de la ciudad con mano de hierro. Atrapada en este oscuro mundo, Anastasia se enfrenta a una realidad que nunca había imaginado.
A medida que se adapta a su nueva vida en la mansión de los Ivanov, Anastasia debe navegar entre la crueldad de Nikolái y la inesperada bondad de Dmitri.
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capitulo 10; La parte sucia del poder
[POV' DMITRI]
Las luces rojas del club parpadeaban como si estuvieran a punto de explotar.
El bajo golpeaba el suelo, las paredes, el pecho.
El humo lo cubría todo como una bruma sucia que no dejaba ver con claridad… pero tampoco hacía falta.
Velvet 13 olía a perfume caro, sudor, alcohol derramado y desesperación bien maquillada.
La rubia que tenía encima ni siquiera se llamaba Jessica.
Eso me lo inventé yo.
Ella no se quejó. Estaba demasiado ocupada restregándose contra mí.
Vestía un vestido ajustado que parecía haber sido cosido con hilo dental.
Tenía el acento americano, sonrisa fácil y ese tipo de cuerpo por el que los hombres pierden dinero y dignidad.
Yo no era “los hombres”.
Yo era Dmitri Ivanov.
Y ella… solo estaba allí para distraerme del tedio.
—You’re not like the others here…
("No eres como los demás de aquí…")
—No, baby. I’m worse.
("No, nena. Soy peor.")
Ella se rió como si eso fuera atractivo.
No entendía que no era una broma.
Sus manos se paseaban por mi cuello, mis hombros, bajando por mi pecho abierto.
Yo dejaba que lo hiciera. Me gustaba observarlas actuar como si tuvieran el control.
Hasta que lo pierden.
—Do you always take what you want?
("¿Siempre tomas lo que quieres?")
—I don’t ask twice.
("No pregunto dos veces.")
Le levanté la pierna, la acomodé sobre mí como si fuera mía, porque en ese momento… lo era.
Le mordí el labio, fuerte, sin cariño.
La besé como quien bebe directo de una botella rota: con hambre, sin cuidado.
El móvil vibró.
Una vez.
Dos.
Tres.
La voz me seguía besando el cuello.
Yo ya no estaba ahí.
—Wait.
("Espera.")
Saqué el teléfono.
Pantalla iluminada.
Alexei.
Volví a guardar el móvil. Me eché hacia atrás. Le tomé la cara a la rubia con una mano.
—Stay right here.
("Quédate aquí.")
Me levanté.
Caminé por entre la gente como un depredador que se cansa de jugar con la comida.
Pasé las cortinas de terciopelo que separaban mi rincón del resto.
Adentro: silencio, madera, sombras.
Contesté sin cambiar el tono.
—¿Qué pasa?
—Jefe —la voz de Alexei venía firme, tensa, como debía—. Falló el escáner del contenedor 47. Hangar tres. Alguien tocó el sistema por dentro. Las cámaras perdieron la señal durante veinte minutos. Lo revisé yo mismo.
No dije nada.
Dejé que el silencio trabajara por mí.
—Tenemos a Oleg aislado. Estaba de turno. Solo él tenía el código de acceso al sensor.
—¿Tocaron el cargamento?
—No. Aún no. Pero lo buscaron.
Respiré hondo. Muy hondo.
—¿Alguien más lo sabe?
—Solo yo. Cerré la zona. El resto cree que hubo una falla técnica.
—Bien.
Pausa.
—Prepara la sala. Estoy en camino.
Colgué.
Guardé el móvil.
Me alisé la camisa.
Y salí del pasillo sin apuro.
Jessica seguía ahí.
Jugando con la copa vacía.
Piernas cruzadas. Cara de querer más.
Me acerqué.
Le tomé la barbilla con dos dedos.
—Leaving already?
("¿Ya te vas?")
Me acerqué. Le tomé el rostro con una mano, suave.
Le sostuve la mirada.
—Another time, babe.
("Otro momento, nena.")
—Somebody just asked to die tonight.
("Alguien acaba de pedir morir esta noche.")
Me di la vuelta. Y salí.
...----------------...
La lluvia caía con fuerza sobre el techo del hangar, como si alguien estuviera golpeando con puños el metal.
Era un sonido constante, pesado, que se mezclaba con el eco de mis pasos al bajar del auto. No llevaba abrigo. No me importaba mojarme. El frío no existía cuando la sangre ya empezaba a hervirme.
Había algo en mí que se encendía en estas situaciones.
Algo que no todos entendían.
Dos hombres me esperaban en la entrada. Inmóviles, con la mirada clavada en el suelo como si les costara mirarme directo. No dije nada. Solo asentí con el mentón, y ellos abrieron paso.
Mis botas pisaban el concreto húmedo con un ritmo lento, firme. Como si cada paso midiera la vida de alguien.
El hangar olía a aceite rancio, a hierro oxidado, a esa humedad que se pega en los huesos.
Pero debajo de todo eso… estaba el miedo. Ese olor agrio y espeso que solo se siente cuando alguien sabe que va a morir.
Alexei me esperaba en la escalera que bajaba al sótano.
—Está adentro, jefe. Atado, como pidió. No hemos hablado con él. Nadie se ha acercado desde que lo metimos ahí.
Levanté la ceja apenas.
No por sospecha.
Solo para marcarle que no necesitaba detalles innecesarios.
—¿Estás seguro de que él fue el único que tocó el sistema?
—El sensor fue desactivado desde dentro, sin ningún corte externo. Y el protocolo de acceso fue alterado. Solo él tenía esa clave.
Asentí.
—Quédate arriba.
Descendí por las escaleras de concreto, sintiendo cómo el ambiente se volvía más denso con cada peldaño.
La luz en el sótano no era clara. Un solo tubo fluorescente parpadeaba en el techo, lanzando destellos intermitentes que hacían que el espacio se viera peor de lo que era.
Pero eso me gustaba.
La incertidumbre es una aliada poderosa..
Cuando abrí la puerta, lo primero que sentí fue el olor.
Ese sudor mezclado con miedo. Denso. Animal.
Oleg estaba amarrado a la silla. Las muñecas atadas con alambres, los tobillos con correas industriales. El tipo estaba empapado. No por el calor, sino por el terror.
Sonreí.
No porque me hiciera gracia.
Sino porque me parecía… familiar.
Cerré la puerta con el pie. Caminé con calma hasta la mesa del fondo, donde ya me habían dejado lo que pedí.
La luz parpadeante del tubo fluorescente hacía que todo se viera sucio, más oscuro de lo que realmente era.
Perfecto.
Extendí la tela negra sobre la mesa, como quien se prepara para cocinar.
Puse en orden: cuchillo de caza, alicate, martillo pequeño, pinzas largas, aguja de acero, cinta, soplete portátil.
Y una navaja que no cortaba mucho… pero dolía más que cualquier otra.
Me remangué la camisa.
Doblé los puños con elegancia, sin apuro.
Me giré hacia Oleg.
—¿Sabes? Cuando era niño, mi padre me decía que la gente se conoce mejor… cuando sangra.
Hice una pausa, mirándolo.
—Y hasta ahora, no se ha equivocado.
Me senté frente a él, con una pierna cruzada sobre la otra, como si estuviéramos por tener una charla de negocios.
Oleg me miraba con los ojos abiertos como platos. La boca entreabierta. El labio inferior temblándole como si fuera a colapsar.
—Jefe… por favor… yo no sabía… solo seguí instrucciones…
Levanté una mano, cortando el aire.
—Shhh. No hables todavía. No quiero que me arruines el momento.
Me acerqué con calma. Levanté una de sus manos con cuidado, casi con cariño.
—Tus manos son grandes, ¿eh? ¿Trabajas con herramientas, Oleg?
—Sí, jefe… en mantenimiento… por favor…
—Perfecto. Entonces sabrás que cuando una pieza no sirve…
La agarré fuerte.
—…no se arregla con palabras.
Sin previo aviso, le inserté la aguja bajo la uña del pulgar. Despacio. Milímetro a milímetro.
No grité. Él sí.
El chillido que soltó rebotó contra las paredes del sótano como si alguien estuviera siendo degollado.
Yo ni me inmuté.
—Relájate —le dije, con voz tranquila—. No te preocupes. Gritar también es una forma de hablar.
Me puse de pie y tomé el martillo pequeño. Lo pesé en la mano, girándolo.
Oleg jadeaba. Sudaba. Se meaba encima.
—Qué lástima —murmuré—. La gente siempre quiere hablar después del primer dolor.
Volví a sentarme.
—Ahora sí. Empecemos de nuevo.
Le toqué el rostro, limpiándole una lágrima con el dedo pulgar.
—¿Quién te pagó?
—¡No lo sé! ¡Me dejaron el dinero en un sobre! ¡Solo me dijeron que desactivara el sensor!
—¿Y no preguntaste para qué?
—¡Pensé que era una prueba interna! ¡Una jodida prueba de confianza!
Le di un golpe seco en la rodilla con el martillo.
Ni tan fuerte como para romperla… pero sí lo suficiente para hacerle gritar con fuerza.
—Una prueba es lo que estás pasando ahora, Oleg.
Lo dejé gritar. No me molestaba.
Me paré de nuevo, tomé el alicate, me acerqué a su mano izquierda.
—¿Sabes qué tienen en común los traidores y los mentirosos? —le dije, inclinándome hacia él—. Que ninguno tiene los huevos para asumir lo que hacen.
Con un movimiento seco, le arranqué la uña del dedo medio.
El grito fue gutural. De esos que no parecen humanos.
Yo lo miré.
Y me reí.
—Te estás expresando mejor.
Guardé el alicate y volví a la mesa.
—Tienes tres opciones, Oleg. Me dices quién te contactó. Me das un nombre. O me das el número.
Porque si no… voy a seguir sacándote piezas. Como un maldito rompecabezas.
Él se sacudía. Gritaba cosas que ya no entendía.
Estaba entrando en shock. Pero aún no del todo.
—Jefe… jefe por favor… había una palabra clave… “Maranta”. Eso fue lo que pusieron en el mensaje. Nada más. No hay nombre… ¡se lo juro!
Me detuve.
Lo miré. En serio.
Maranta.
Eso no era cualquier cosa.
Volví a acercarme.
Le hablé muy bajo, muy cerca, casi con afecto.
—Gracias, Oleg.
Le acaricié el cabello empapado por el sudor.
Él empezó a sollozar.
—Lo hiciste bien…
Y en ese instante, con la misma calma con la que uno apaga una vela…
le enterré la navaja en el muslo.
—…pero eso no significa que te vas a ir caminando.