Rachely Villalobos es una mujer brillante y exitosa, pero también la reina indiscutible del drama y la arrogancia. Consentida desde niña, se ha convertido en una mujer que nadie se atreve a desafiar... excepto Daniel Montenegro. Él, un empresario frío y calculador, regresa a su vida tras años de ausencia, trayendo consigo un pasado compartido y rencores sin resolver.
Lo que comienza como una guerra de egos, constantes discusiones y desencuentros absurdos, poco a poco revela una conexión que ninguno de los dos esperaba. Entre peleas interminables, besos apasionados y recuerdos de una promesa infantil, ambos descubrirán que el amor puede surgir incluso entre las llamas del desprecio.
En esta historia de personalidades explosivas y emociones intensas, Rachely y Daniel aprenderán que el límite entre el odio y el amor es tan delgado como el filo de un cuchillo. ¿Podrán derribar sus muros y aceptar lo que sienten? ¿O permitirán que su orgullo
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capitulo 10
El beso inesperado
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Narra Rachely Villalobos.
Todo comenzó en el maldito ascensor de la empresa, como casi todas las cosas con él. Estaba cansada, mi humor estaba por los suelos después de una mañana llena de reuniones interminables, cuando las puertas se abrieron y ahí estaba, él, el hombre más insoportable del mundo. Daniel.
No lo soportaba. Ya no tenía ganas de pelear, pero él no ayudaba en absoluto no se esforzaba en lo mas minimo en hacerme enojar porque su mera existencia ya era problematica. Cuando me vio entrar, no pude evitar notar esa mirada tan despectiva, como si me estuviera juzgando por cada centímetro de mi ser.
—Vaya, qué sorpresa verte aquí —dijo, su voz cargada de sarcasmo.
—No me hagas perder el tiempo —le respondí sin ganas de seguir con su juego.
Las puertas se cerraron y el ascensor empezó a subir. El aire estaba pesado, y ambos sabíamos que esto no acabaría bien.
—¿Qué pasa, Rachely? ¿No tienes nada mejor que hacer que seguir con tu vida superficial? —dijo, buscando provocarme.
—¿Ah, sí? Pues si hablamos de superficialidad, tú eres el rey de eso —le solté sin pensarlo. No iba a dejar que me pisoteara, ni de broma.
—Yo no soy el que pasa horas en el salón de belleza para que me llamen “perfecta” —replicó con una sonrisa burlona.
La furia comenzaba a crecer en mi pecho. ¿Qué se creía? Lo miré de reojo, mi mandíbula apretada.
—Por lo menos, a mí no me hace falta ser un plástico con aire de superioridad para que los demás me miren, Daniel —le dije, casi sin respirar.
El ascensor subía lentamente, y sentía como si el espacio se encogiera. Mis ojos lo fulminaban mientras él no dejaba de lanzar dardos. Y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, el ambiente cambió. Ya no podía controlar lo que sentía. Estábamos tan cerca, apenas separados por unos centímetros, y las palabras seguían saliendo con facilidad, pero la tensión entre nosotros era palpable.
De repente, la ira que ambos compartíamos explotó en algo completamente diferente. El silencio se hizo pesado, y sin decir una palabra más, él se acercó hasta estar a solo unos centímetros de mí. El calor de su cuerpo me envolvió, y cuando traté de decir algo más, él no lo soportó más.
Sin previo aviso, me apretó contra las paredes del ascensor. La puerta cerrada, el espacio reducido, y sus manos, firmes, que me atrapaban. Mi respiración se detuvo un segundo.
—¿Qué te pasa, Daniel? —pregunté, apenas reconociendo mi propia voz, tensa y temblorosa.
Y, antes de que pudiera seguir, me besó. Un beso que no fue suave, ni delicado, ni romántico. Fue fuerte, impulsivo, como si todo lo que habíamos acumulado entre nosotros estuviera estallando en ese momento. Mi cuerpo quedó completamente contra el suyo, y sus manos comenzaron a recorrer mi cintura, aprisionándome aún más cerca de él.
Mis manos no sabían si empujarlo o mantenerme cerca, pero algo en su toque me detenía. Sin pensarlo, acaricié su cuello, mis dedos se enredaron en su cabello, sintiendo la calidez de su piel. Pero cuando nuestras bocas se separaron, no podía hacer otra cosa más que respirar profundamente, tratando de procesar lo que acababa de suceder.
Estábamos allí, los dos, con las respiraciones agitadas, y de repente, como si nada hubiera pasado, Daniel apartó su mano del botón del ascensor y lo presionó. El ascensor volvió a moverse, y con la misma rapidez con la que había estallado el beso, la tensión se disipó en el aire.
Nos miramos un momento, y lo único que salió de mi boca, sin pensar, fue:
—Buena forma de callarme.
Él, con una leve sonrisa que no lograba ocultar, dijo:
—Concuerdo.
En silencio, nos miramos por un segundo más antes de que las puertas del ascensor se abrieran en nuestro piso. Sin perder el tiempo, nos dirigimos a nuestras respectivas oficinas, cada uno por su lado. Pero, por alguna extraña razón, algo en mi pecho seguía latiendo más fuerte de lo normal.
Lo último que escuché de él antes de que se alejara fue una breve carcajada, como si todo esto fuera un juego.