Una Flor En Un Mundo De Espinas

Los años pasaron, y Elena estaba por cumplir ocho. Su vida continuaba siendo un ciclo constante de lecciones severas con la señora Susan, la indiferencia de los empleados y las cada vez menos frecuentes visitas de Devon, quien estaba sumamente ocupado con sus responsabilidades. A pesar de todo, esperaba con ilusión las pocas veces que su hermano lograba visitarla.

Hasta ese momento, Elena no había conocido a su padre, pero su octavo cumpleaños marcaría un cambio en esa dinámica. La señora Susan, tras un escrutinio implacable de sus modales y comportamiento, decidió que Elena finalmente estaba preparada para presentarse ante el Duque.

Aunque sentía temor por todo lo que la señora Susan le había inculcado, Elena no podía evitar una mezcla de emoción y nervios al saber que, finalmente, conocería a su padre. Para ella, este era un momento largamente esperado, con la esperanza de que, tal vez, su vida cambiaría al recibir la atención de él.

Con uno de sus mejores vestidos, un atuendo sencillo pero elegante, Elena se preparó para la ocasión. La señora Susan la acompañó por los pasillos de la mansión principal, un lugar casi completamente desconocido para Elena, que no dejaba de asombrarse con cada detalle. Los lujosos tapices y las imponentes columnas de mármol capturaban su atención mientras avanzaban hacia la oficina del Duque.

Finalmente, llegaron a una gran puerta de madera oscura. La señora Susan se detuvo y lanzó una mirada severa a Elena, recordándole que debía comportarse con la máxima corrección. Después de golpear la puerta y recibir una respuesta desde el interior, la abrió, permitiendo a Elena entrar.

La joven dio unos pasos cuidadosos hacia dentro, sintiendo el peso de la mirada de la señora Susan en su espalda. Al alzar la vista, vio por primera vez a su padre. El Duque de Cortés, un hombre de aspecto imponente, con cabello plateado y los mismos ojos rojos que su hermano Devon, estaba sentado detrás de un enorme escritorio. Su presencia emanaba una autoridad y elegancia intimidantes.

—Buenas tardes, padre —dijo Elena, con una voz que había practicado cientos de veces, firme aunque apenas un susurro.

El Duque no levantó la vista de los documentos frente a él.

—Es tu octavo cumpleaños, ¿cierto? —preguntó sin emoción.

Elena asintió instintivamente, pero al ver que su padre no la miraba, respondió en voz alta:

—Sí, padre.

El Duque no dijo nada más. Tras un silencio incómodo, la señora Susan tocó el hombro de Elena, indicándole que la audiencia había terminado. Con el mismo cuidado con el que había entrado, Elena se retiró, sintiendo una profunda decepción en el pecho.

De vuelta por los pasillos, luchaba por contener las lágrimas. Había esperado tanto tiempo ese momento, solo para descubrir que su padre no tenía ningún interés en conocerla. La realidad de su situación se hizo más evidente cuando regresó a su pequeña sala de estudio, su refugio y prisión al mismo tiempo.

Los días pasaron y Elena volvió a su rutina habitual. La severidad de la señora Susan no disminuyó, y los empleados continuaban manteniendo su distancia. Las visitas de Devon, aunque cada vez más esporádicas, eran los únicos momentos de consuelo en su vida.

Un año después, cuando cumplió nueve, fue llamada de nuevo para presentarse ante su padre. El proceso fue igual de frío y distante. El Duque le preguntó si era su cumpleaños, y ella respondió afirmativamente. No hubo más palabras entre ellos. Lo mismo ocurrió en su décimo cumpleaños. Todo se reducía a esa pregunta repetida, vacía.

Con cada año que pasaba, la creciente madurez de Elena no lograba disipar su soledad y aislamiento. Sabía que su hermano se preocupaba por ella, pero sus responsabilidades lo mantenían lejos. La figura imponente y distante de su padre se convirtió en un símbolo de la vida que debía soportar: llena de expectativas y carente de afecto.

Con el tiempo, Elena aprendió a encontrar pequeñas alegrías en su cotidianidad. Se aferraba a los recuerdos de las visitas de Devon y a los breves momentos de consuelo que compartían. Sin embargo, la sombra de la distancia emocional con su padre siempre estuvo presente, una barrera invisible que jamás lograba superar.

Preguntandose cada día, cuando sería que el cambiaría, cuando sería que su padre la miraría a los ojos y le diría al menos algunas palabras con sentido.

En el opulento salón del trono del palacio real, los ecos de una discusión acalorada resonaban entre las columnas de mármol y las cortinas de terciopelo.

—Es momento de comprometer a Arturo —declaró el rey Dante, con el ceño fruncido—. Ya tiene diecisiete años y necesita una prometida que asegure alianzas beneficiosas para mantener el poder de la familia real.

La reina Leticia, manteniendo la misma determinación que había mostrado durante toda la conversación, replicó una vez más.

—Debería ser la princesa de Cortés. Es la opción más lógica y beneficiosa. Su linaje es impecable, y unir nuestras casas fortalecería ambas posiciones.

El rey la miró con escepticismo.

—No estoy convencido. Empiezo a creer en los rumores sobre esa niña. ¿Por qué el Duque no la ha presentado en sociedad? Ya tiene diez años y debería estar socializando con otros niños de su edad, pero no se sabe nada de ella, más allá de rumores.

La reina respiró hondo, intentando mantener la calma.

—Son solo chismes sin fundamento. La falta de presentación pública no significa que haya algo mal con la niña. Podrían existir muchas razones para que el Duque haya decidido mantenerla al margen por ahora.

—¿Y si los rumores son ciertos? —replicó el rey, cruzándose de brazos—. ¿Y si está enferma o hay algo que no sabemos?

Leticia avanzó un paso hacia él, bajando la voz en un tono persuasivo.

—Entonces, ¿por qué no dejar de lado tu orgullo y hablar directamente con el Duque? Podemos discutir el compromiso y, al mismo tiempo, conocer a la niña. No podemos basar nuestras decisiones en suposiciones.

El rey permaneció en silencio, reflexionando. Aunque reticente, sabía que su esposa tenía razón. No podían permitirse decisiones fundadas solo en rumores.

—Lo pensaré —dijo finalmente—. Pero si vamos a seguir adelante, quiero certezas. No permitiré que Arturo se comprometa con alguien cuya salud y condición sean una incógnita.

La reina asintió, consciente de que había ganado una pequeña victoria. Sabía que no podía presionar más en ese momento, pero también comprendía que este era un primer paso hacia una alianza significativa.

—Estoy de acuerdo —concedió—. Hablaremos con el Duque y aclararemos nuestras dudas antes de tomar una decisión.

El rey se volvió hacia una de las ventanas del salón, observando los jardines reales mientras meditaba las implicaciones de este posible compromiso. Leticia, satisfecha de haber logrado abrir la puerta a una conversación más profunda, dejó que el tema descansara por ahora.