En una pequeña sala oscura, un joven se encuentra cara a cara con Madame Mey, una narradora enigmática cuyas historias parecen más reales de lo que deberían ser. Con cada palabra, Madame Mey teje relatos llenos de misterio y venganza, llevando al joven por un sendero donde el pasado y el presente se entrelazan de formas inquietantes.
Obsesionado por la primera historia que escucha, el joven se ve atraído una y otra vez hacia esa sala, buscando respuestas a las preguntas que lo atormentan. Pero mientras Madame Mey continúa relatando vidas marcadas por traiciones, cambios de identidad, y venganzas sangrientas, el joven comienza a preguntarse si está descubriendo secretos ajenos... o si está atrapado en un relato del que no podrá escapar.
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La sala 12
Se acostó en la cama, Robert le dio un beso en la frente.
—Hasta mañana, que duermas bien. -Le paso la mano por el rostro.
—Gracias, tu igual que tengas un muy bonito sueño.
Al llegar la media noche, Ancipiti abrió los ojos, saco un pequeño cuchillo que tenía debajo de la almohada y se subió encima de él.
—Jamás he olvidado lo que me hiciste y jamás lo olvidare, vengare a cada uno de mis seres queridos, aunque no se todo y aún tengo muchas dudas, como el ¿Por qué tenías la carta de mi madre, que era para ti tío? Pero las dudas siempre se resuelven mientras más pase el tiempo, así que ten un dulce sueño eterno.
Haciendo sonar una pequeña campana, que se escuchó en el cuarto en el que se encontraba Lía, ella emitió un grito desgarrador, haciendo que los guardias y los trabajadores fueran a ver qué pasaba, he incluso haciendo que el cuerpo de Ancipiti sintiera escalofríos.
Ancipiti se quedó inmóvil por un instante, sintiendo el frío metal del cuchillo en su mano. El sonido de la respiración de Robert, ajeno al peligro inminente, llenaba la habitación. Sin embargo, en su mente, todo estaba decidido. Sin dudarlo, levantó el cuchillo y lo hundió con fuerza en el pecho de Robert. La reacción fue inmediata; Robert despertó sobresaltado, con sus ojos llenos de una confusión dolorosa que rápidamente se transformó en un miedo agónico. La sangre comenzó a manar de la herida, empapando la cama y las manos de Ancipiti, que permanecía imperturbable, observando cómo la vida se escapaba de él.
Justo cuando el cuchillo perforó la carne de Robert, un intenso mareo la envolvió. Ancipiti parpadeó, y de repente, el cuarto oscuro y la figura de Robert comenzaron a disolverse en la nada. Su mente luchaba por aferrarse a la realidad, pero todo a su alrededor se desmoronaba, como un sueño desvaneciéndose al amanecer. Cuando volvió a abrir los ojos, el olor metálico de la sangre había sido reemplazado por el antiséptico del hospital.
Un sudor frío corriendo por su frente. Ya no estaba sobre Robert, sino que yacía en una cama de hospital, sujeta por correas de cuero que le inmovilizaban las muñecas. El cuchillo había desaparecido, y en su lugar, sus manos estaban vacías y temblorosas.
De repente, la puerta de la habitación se abrió de golpe y varias enfermeras entraron apresuradamente. La expresión de Ancipiti pasó de la confusión al horror mientras intentaba comprender lo que estaba ocurriendo.
—¡Está despierta! —exclamó una de las enfermeras, llamando rápidamente al doctor.
Antes de que pudiera decir algo, sintió la fría presión de una aguja en su brazo. Una de las enfermeras estaba inyectándole un sedante, su rostro reflejaba una mezcla de profesionalismo y lástima.
—Tranquila, todo va a estar bien —murmuró la enfermera, su voz distante mientras Ancipiti sentía el mundo desvanecerse nuevamente—. Estamos aquí para ayudarte.
Ancipiti intentó hablar, pero las palabras se ahogaron en su garganta. La fuerza de la droga la invadió rápidamente, y sus ojos comenzaron a cerrarse, volviendo a caer en la oscuridad, justo cuando la sala 12 se llenaba de murmullos y el doctor entraba con paso apresurado.
Ancipiti apenas sintió cómo el sedante la arrastraba hacia la oscuridad una vez más. Sus ojos se cerraban pesadamente, pero su mente, siempre inquieta, seguía viva con imágenes fugaces. Vio a su madre, a su tío, a Robert… todos desvaneciéndose como sombras en la niebla.
En su delirio, una sonrisa débil cruzó su rostro. "No… no puede ser verdad", murmuró, susurrando apenas.
—¿Qué fue eso? —preguntó una de las enfermeras, acercándose para comprobar sus signos vitales.
—Parece que aún está consciente —respondió el doctor, mirando a Ancipiti con un gesto serio—. Sabe que estamos aquí, pero está atrapada en su propia mente.
Ancipiti intentó moverse, pero las correas la mantenían inmóvil. Sentía las voces a su alrededor, pero para ella, aún estaba en esa casa, aún enfrentaba a Robert. “¡No es una mentira!”, gritó en su cabeza, pero las palabras no salieron de su boca. Sus pensamientos se desvanecían mientras su mente luchaba por aferrarse a la fantasía que había creado.
—¿Cuándo fue la última vez que ocurrió esto? —preguntó el doctor mientras revisaba sus signos vitales, su rostro mostraba preocupación.
—No fue hace mucho, doctor —respondió la enfermera, todavía vigilando a Ancipiti, cuyos ojos comenzaban a cerrarse lentamente por el efecto del sedante.
—Es increíble cómo una persona puede vivir en su propia versión de la realidad, ¿no? —murmuró el doctor mientras anotaba en su tabla—. Esta chica... no queda mucho que podamos hacer por ella.
El doctor observó a la joven en la cama con una mezcla de lástima y profesionalismo.
—Pobre chica, desde pequeña ha sido una psicópata —dijo mientras ajustaba la dosis de sedante en el monitor—. Es increíble cómo su mente ha creado este mundo ficticio para justificar sus acciones.
—Es cierto, doctor, pero me sorprende la facilidad con la que habla de ello, como si realmente hubiera vivido esas cosas —comentó la enfermera con una expresión de tristeza.
—A una de las enfermeras le estuvo lavando el cerebro con su historia, pero cambiando todo —explicó otra enfermera que había estado escuchando, acercándose al doctor.
—¿Qué dijo exactamente? —preguntó el doctor, interesado.
—Bueno, para empezar, le dijo que su madre le pidió que la matara, que su tío murió salvándola, y que Robert la tenía capturada y que tuvo que matarlo para poder ser libre... entre muchas otras cosas, solo para que la enfermera se pusiera de su lado.
—Qué locura... Me sorprende que sea capaz de decir semejante barbaridad —el doctor suspiró, moviendo la cabeza con incredulidad—. Mató a su madre y a su pequeña hermana, quemó la casa sin remordimientos. Su tío, el único familiar que se ofreció a cuidarla, lo asesinó sin piedad. Y Robert... el pobre chico que realmente la cuidaba y la amaba, murió por sus propias manos.
La enfermera asintió, compartiendo la mirada de tristeza del doctor.