Isabella es la hija del Duque Lennox, educada por la realeza desde su niñez. Al cumplir la edad para casarse, es comprometida con el Duque Erik de Cork, un hombre que desconoce los sentimientos y el amor verdadero.
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CAPÍTULO 10 LA BODA
Mientras los carruajes se dirigían al gran salón, el escenario de la ceremonia, el Duque de Lennox tomó las manos de su hija, sintiendo su temblor.
Isabella fijó su mirada en su padre que con una sutil sonrisa, una máscara para la tormenta que sentía por dentro.
El duque, en su corazón, sentía un gran remordimiento. Amaba a su hija más que a su propia vida.
En un principio, no había comprendido la petición de Su Majestad, pensando que el Rey solo deseaba una buena esposa para su hijo, el Príncipe Miler. Pero finalmente, y sin demora, conoció el verdadero corazón del Rey: Isabella no estaba destinada para la realeza. El mismo día en que había hallado gracia en los ojos de su pequeña, el Rey ya había elegido su camino, uno que la uniría al destino del Duque de Cork.
Isabella, tan perceptiva como siempre, comprendía la agonía de su padre. Deseaba hacerle entender que la decisión final, la de seguir el camino trazado para ella, había sido completamente suya. Quería devolverle todo el amor que había recibido, y aceptar la petición del Rey era la única forma que tenía de dar un poco de lo que le habían dado por años. Amaba a su padre, pero sabía que sus razones no podían llegar a su corazón, tan atormentado por la culpa.
El duque abrazó a su hija y besó su frente, con su mano acarició su rostro delicadamente y le dijo: "Mi amada hija, cuando naciste y te tuve por primera vez en mis brazos, sentí que la felicidad había llegado a mi vida. Y aunque después llegaron tus hermanas, fuiste tú quien me dio a conocer una felicidad que desconocía. Desde entonces, ha sido mi deseo que mis hijas pudiesen elegir a su esposo por amor, y no por la imposición de las normas de nuestra nobleza.
Nunca lamenté que en mi linaje no hubiese un varón, hasta que comprendí cuál sería tu destino... Isabella... si en vuestro corazón no deseáis seguir este camino, si no queréis casaros con un hombre al que no conocéis, yo, el Duque de Lennox, asumiré las represalias del Rey y del Duque Cork por vuestra libertad."
El carruaje se detuvo en la entrada del gran salón del palacio principal, y el Duque de Lennox esperó por la respuesta de su hija, un momento que pareció una eternidad.
Isabella, con una calma que desarmó a su padre, le respondió: "Padre, ¿cómo podría permitir que la familia Lennox fuese juzgada? No penséis que me he sentido obligada. A causa vuestra, los cielos han elegido mi destino porque ese era mi camino, a quien con orgullo decido seguir. Os prometo que buscaré la felicidad cada día de mi vida. Por favor, cuidad de mis hermanas y otorgadles que busquen su propio camino hacia la felicidad. Mamá no lo comprenderá, pero vos estaréis allí para ellas. Es una promesa."
El duque, con el corazón encogido por la nobleza de su hija, la abrazó y le dio su bendición. "Os prometo, hija, que vuestras hermanas tendrán un corazón libre de ataduras. Vuestro sacrificio no será en vano."
El duque de Lennox bajó del carruaje y extendió su mano hacia su hija, quien fue recibida por los aplausos y la música del reino.
Su padre colocó su brazo para que ella se aferrara a él, y con una timidez que la hacía parecer aún más frágil, tomó su brazo.
Al sonar la música marcial, continuaron su camino hacia el gran salón. A cada paso, los plebeyos se inclinaban como símbolo de respeto.
Aunque la gente del pueblo sentía un desapego natural hacia los nobles, la unión entre Isabella, una noble educada con los más altos beneficios por primera vez en la historia del reino, y el Duque de Cork, admirado por el pueblo por ser uno de ellos que no se había olvidado de sus orígenes, representaba para el reino de Deira el respeto del Rey hacia su pueblo, una brecha abierta entre dos mundos totalmente diferentes.
Isabella comprendía los pensamientos del pueblo y se sintió agradecida por el gesto de su gente.
Al ingresar en el gran salón, su llegada fue anunciada.
El duque se volteó, y por primera vez, Isabella tuvo su atención. Sus ojos se fijaron en ella, pero no existía ninguna expresión en su rostro, como si estar en medio de toda la nobleza y los plebeyos fuera algo trivial para él. Isabella bajó su mirada tímidamente, sintiéndose observada por la nobleza. Aunque sus expresiones denotaban empatía, el reflejo de sus almas despreciaba la unión entre la nobleza y un plebeyo.
El duque extendió su mano para recibirla. Isabella, con un gesto delicado, colocó la suya sobre la de él.
Su padre, antes de retirarse, bendijo a la pareja y se unió a su familia. Erik guio a Isabella hasta el púlpito del gran salón, donde se hallaba la realeza.
El Rey, con una sonrisa de satisfacción, recibió a la pareja, presentando un discurso agradable a los oídos del pueblo y sutil al dar a conocer la unanimidad entre el reino y su gente.
Al terminar, el discurso fue aplaudido con gran entusiasmo, y el pueblo confirmó, a través de su Rey, que no se había olvidado de ellos.
Isabella no podía dejar de ver al Duque Erik. Aunque era un hombre temido por su rudeza y su espada fría, no dejaba de ser atractivo a la vista de las mujeres que, aunque sentían interés por él, el miedo no les permitía acercarse. Y ahora, ella tendría que compartir toda su vida con él.
El Rey Evan dio su bendición y preguntó: "Duque de Cork, ¿aceptáis a Isabella de Lennox Aragón como vuestra legítima esposa, y procuráis acompañarla en la felicidad y en la enfermedad?" El duque respondió sin dudar: "Así lo haré."
"Isabella de Lennox, ¿aceptáis al Duque Erik de Cork como vuestro legítimo esposo, y procuráis acompañarlo en la felicidad y en la enfermedad?" preguntó el Rey, dirigiendo su mirada a Isabella.
"... Así lo haré," respondió Isabella, su voz apenas un susurro.
El Rey, sintiéndose gozoso por la nueva pareja, manifestó a todos: "Por el poder que se me confiere como Rey de Deira, declaro esta unión oficial como los nuevos Duques de Cork. Isabella, ahora llevaréis el apellido Cork para recordar la nueva unión." Y mirando hacia Erik, pronunció las últimas palabras: "Podéis besar a la novia."
Las últimas palabras del Rey revolvieron las emociones de Isabella. Se había hecho oficial; ya no era una Lennox, ahora era la señora Cork. Sus rostros se encontraron de frente. Erik levantó el velo y puso al descubierto su hermoso rostro, que parecía el de un ángel tallado por los cielos. Se inclinó y besó sus labios momentáneamente. El beso, aunque fue corto, le permitió a Isabella percibir la calidez de sus labios, pero también el frío de su corazón. Era la primera vez que sentía extraños hormigueos en su pecho. Nunca había tenido tanta cercanía con un hombre, y este, en poco tiempo, había visto un poco de su desnudez y besado sus labios. Pensar en ello agotaba la mente de Isabella.
Al salir, ingresaron al carruaje real que los dirigiría al banquete de bodas. El silencio se convirtió en un muro entre la nueva pareja. Para no sentir tanta incomodidad, Isabella fijó su vista hacia afuera. En ese momento, notó que el carruaje había cambiado de curso.
"Mi Lord, ¿acaso nos hemos desviado del camino?" cuestionó Isabella, su voz reflejando su intranquilidad.
No hubo una respuesta inmediata. El duque fijó su mirada en la joven y, con una voz que no denotaba ninguna emoción, respondió: "¿Qué creéis?"
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