Cuando Seraphine se muda buscando paz, jamás imagina que su nuevo vecino es Gabriel Méndez, el arquitecto que le rompió el corazón hace tres años… y que nunca le explicó por qué.
Ahora él vive con un niño de seis años que lo llama “papá”.
Un niño dulce, risueño… e imposible de ignorar.
A veces, el amor necesita romperse para volver a construirse más fuerte.
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¿Que pasó anoche? Parte dos
...CAPÍTULO 9...
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...GABRIEL MÉNDEZ...
Justo cuando Sera estaba a un segundo de saltar encima de Adelina, la agarré por la cintura y la jalé hacia atrás.
—¡SUÉLTAME, SUÉLTAME, TENGO QUE HABLAR CON ESTE CLON DE PLÁSTICO!
—¡TÚ ESTÁS PERDIENDO LA CABEZA!
—¡MÁS LA PERDISTE TÚ CUANDO ME CAMBIASTE!
La gente alrededor grababa, gritaba “PELEA, PELEA”, y los meseros parecían listos para llamar a seguridad.
Yo tenía a Sera levantada por la cintura, pataleando y gritando cosas sin sentido:
—¡SUELTAMEE, GAVIOTA MISERABLE!
—¡CÁLMATE, SERA! ¡¿QUÉ TE PASA?!
Ella me lanzó una mirada triste.
—Que me duele… —dijo de repente, y su voz se quebró.
Ahí se quedó quieta por primera vez.
Sus piernas dejaron de patear y se desmoronó. Literalmente se hundió contra mi pecho como si le hubieran cortado las cuerdas.
—Me duele… todo me duele…—susurró
Yo la tomé, la sostuve fuerte, sin dejar que se cayera.
Ella ya no gritaba.
Sólo sollozaba.
Después de que Sera se derritió emocionalmente contra mi pecho como un helado a 40 grados, todos entendieron que la fiesta se había muerto ahí mismo.
Fernando, Sebastián, Luciana, todos agarraron sus cosas. El gerente de la discoteca vino con un papel que parecía una sentencia de muerte, porque:
—Señor… esto es la multa por daños a la propiedad.
Daños a la propiedad.
Qué belleza.
Luciana preguntó:
—¿Qué rompió Sera?
El tipo respondió:
—Pues… empujó una de las columnas de luz LED, pateó una corneta, tiró una mesa y… bueno… también cayó encima de un decorado de neón.
Mi alma salió de mi cuerpo.
—¿Cuánto es? —pregunté como quien espera que lo apuñalen.
Él me entregó el recibo.
Todos chiflaron al ver el número.
Yo solo pensé: ¿Y si me escapo a otro país?
Mientras tanto, Sera estaba en modo “tragame tierra” pero sin darse cuenta.
Tenía los ojos rojos, la respiración irregular y parecía que iba a desmayarse en cualquier momento.
Cuando pedimos un Uber para poder meter a este desastre humano, dije:
—Fernando… sujétala un segundo.
—Sí, claro—respondió de inmediato.
Pero cuando intenté pasarle a Sera…
—NOOOO —sollozó ella abrazándose de mi cuello como si yo fuera un flotador en el Titanic— NO ME SUELTES… NO TE VAYAS… NO ME DEJES OTRA VEZ…
Fernando puso las manos arriba tipo “yo no quiero problemas”.
—Gabo… creo que no puedo ayudar con esto —susurró.
Finalmente logré zafarla un poco y me acerqué a Adelina, que estaba hecha una furia, con un chichón en la frente cortesía de Seraphine A.K.A. El Diablo.
—Adi… —empecé.
Ella entrecerró los ojos.
—¿Me vas a explicar por qué tu vecina loca me golpeó mientras gritaba que yo era “la perfecta que sí puede tener hijos”?
Me limpié el sudor de la frente.
—Ejem… mira… Sera es mi ex.
—¿Ah, sí? ¿En serio? JAMÁS LO HUBIERA ADIVINADO —dijo señalando el caos— ¡PORQUE SOLO GRITÓ TU NOMBRE COMO 70 VECES!
—No lo vi relevante —murmuré.
Ella abrió la boca.
—¿No lo viste relevante? ¿Y el hecho de que yo estaba aquí contigo qué? ¡Quedé como una estúpida!
—Adi, nosotros… tú sabes que solo nos divertimos. No es serio.
—¡Eso ya lo sé! —se cruzó de brazos— ¡Pero quiero que me digas una cosa! ¿Lo que dijo Sera es verdad? ¿Fui la otra?
—¡No! —respondí rápido— Las cosas no fueron así. Tú lo sabes, tú llegaste cuando yo estaba destruido… cuando lo de Sera terminó.
Fuiste… un consuelo.
Un buen consuelo.
Ella suspiró… y el enojo bajó un poco.
—No me gusta quedar como la mala, Gabriel.
—No lo eres —le dije, sincero—. Nunca lo fuiste.
Se acercó, más tranquila, y dijo:
—Deberías hablar con ella. Se ve que sufrió mucho.
—Lo sé.
Adelina me dio un beso corto, suave.
—Nos vemos el lunes —susurró.
Y se fue con el resto del grupo.
Volví hacia Sera.
Seguía pegada a una pared, con la mirada perdida como si estuviera viendo unicornios invisibles.
—Sera… el Uber está aquí. Vamos.
Ella avanzó dando pasos de borracho hasta el carro. Yo la sujeté por la cintura porque parecía una gelatina.
El conductor nos miró como si le estuviera pagando con piedras.
Entramos y ahí vino el infierno cómico:
—Sera… ¿dónde están tus llaves? —pregunté mientras el Uber arrancaba.
Ella hizo una pausa de un minuto completo.
—Tuuuu… ¿hablas? —me respondió muy seria.
—Sera… mis preguntas no son opcionales. Tus llaves.
—Yo… yo… las… tengo… en… —miró algo en su mano— ¡UN DINOSAURIO! —gritó viendo un estampado del asiento.
—Sera, concéntrate —respiré hondo— ¿dónde están tus llaves?
Ella puso la mano en mi cara.
—Gabo… —susurró con voz de novela— no te lo dijes… pero te… te amo.
Me sentia el triple de incómodo, estaba más incómodo que cuando conocí a sus padres por primera vez.
—Sí, claro, perfecto, pero ¿las llaves?
Ella me señaló su bolso, lo revisé.
Nada.
—Sera, aquí no hay nada. ¿Dónde las dejaste?
—Mmmm… —arrugó la cara— creo que… creo que las… dejé… en la… ofici—
Y se vomitó.
Encima de mí, encima de ella y un poco encima del asiento.
—¡AH NO! —gritó el conductor.
Yo cerré los ojos.
Acepté mi destino.
Sera terminó recostando la cabeza en mi brazo, medio dormida, medio muriéndose.
—Te odio —le murmuré irritado.
Cuando llegamos al edificio yo traté de bajarla.
—Vamos, Sera.
—NOOOO —dijo abrazándose a mi cintura como un koala— no me dijes… no me vuelvas a dejar…
Y así, con vómito, llanto, olor a tequila, una borracha que no se sostenía, y mi vida hecha añicos, tomé la decisión más lógica:
Llevármela a mi departamento.
Por suerte Oliver estaba donde mi mamá todo el fin de semana.
La llevé cargada por el ascensor, abriendo la puerta con la rodilla.
La dejé en el baño para quitarle la ropa sucia.
Claro, ella protestó:
—¡NO ME VAS A TOCAR, MALDITO! —gritó, mientras me empujaba.
Yo solo suspiré.
Finalmente la convencí de quitarse esa ropa y le puse una camiseta, la primera que encontré en el armario, la arropé en la cama, le puse una cubeta al lado por si vomitaba otra vez, y abrí las ventanas.
Cuando por fin se quedó dormida, me duché, me cambié de ropa y me senté en el sillón cansado.
Y pensé:
¿Por qué diablos todavía me importa tanto?