Violeta Meil siempre tuvo todo: belleza, dinero y una vida perfecta.
Hija de una de las familias más ricas del país M, jamás imaginó que su destino cambiaría tan rápido.
Recién graduada, consigue un puesto en la poderosa empresa de los Sen, una dinastía de magnates tecnológicos. Allí conoce a Damien Sen, el frío y arrogante heredero que parece disfrutar haciéndole la vida imposible.
Pero cuando la familia Meil enfrenta una crisis económica, su padre decide sellar un compromiso arreglado con Damien.
Ella no lo ama.
Él tiene a otra.
Y sin embargo… el destino no entiende de contratos.
Entre lujo, secretos y corazones rotos, Violeta descubrirá que el verdadero poder no está en el dinero, sino en saber quién controla el juego del amor.
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Un mes con la señorita Meil
**Capítulo 7: **Un mes con la señorita Meil
(Desde la perspectiva de Damien Sen)
Han pasado exactamente treinta y dos días desde que Violeta Meil cruzó por primera vez las puertas de Vlader Sen Corporations, y todavía no decido si su presencia es un castigo o una prueba de resistencia impuesta por el destino.
Desde el primer día me propuse dejarle claro que en mi empresa no había espacio para niñas mimadas ni caprichos de princesas.
Le di trabajo, demasiado trabajo, y esperé verla rendirse como todos los demás que solo vienen buscando un título bonito en su currículum.
Pero no lo hizo.
Sigue viniendo todas las mañanas, con ese perfume dulce que inunda el pasillo antes de que aparezca, con ese aire de no pienso dejar que me quiebres, y esa sonrisa obstinada que usa cada vez que la mando por un café o le duplico los informes.
Me acomodo en mi silla de cuero, mirando por el enorme ventanal que domina la ciudad.
La luz del mediodía se refleja en los edificios y se cuela hasta mi escritorio, bañando los papeles en un brillo dorado que me obliga a entornar los ojos.
—¿Sabías que llevas diez minutos mirando el mismo punto del horizonte? —interrumpe Caleb Dil, mi asistente, mientras deja una carpeta sobre la mesa y se sienta sin permiso.
Lo miro de reojo.
—Es meditación laboral.
—Sí, claro —dice, riendo—. O estás pensando en la señorita Meil.
Frunzo el ceño.
—No tengo nada que pensar sobre ella.
—Por favor, Damien. —Caleb se reclina en la silla con una sonrisa de zorro—. Has estado más insoportable que nunca desde que llegó. Casi parece que disfrutas hacerle la vida imposible.
—No la disfruto. Es un método de evaluación —respondo con calma, tomando un sorbo de café.
—Ah, claro. Un método de evaluación que incluye triplicarle el trabajo, hacerla quedarse hasta tarde y ponerle pruebas imposibles. Muy científico de tu parte.
—No estoy para bromas, Caleb —le advierto, aunque su expresión divertida solo me irrita más—. Esa chica necesita entender que aquí no todo se consigue con un apellido ni una sonrisa.
Caleb me observa unos segundos antes de cruzarse de brazos.
—Lleva un mes demostrando que no es solo una cara bonita. No la has visto quejarse, ni una vez. Hace todo lo que le pides, aunque la trates como si fuera una becaria sin cerebro.
Guardo silencio. Lo sé. Lo he visto.
He pasado un mes observándola desde mi oficina, sin admitirlo, claro.
Violeta trabaja con dedicación, incluso cuando la cargo de tareas que cualquiera mandaría al diablo.
Se queda hasta tarde, revisa los informes con precisión, y aunque a veces tropieza, lo intenta de nuevo.
Y eso, maldita sea, me desconcierta.
—Tal vez solo está fingiendo —murmuro.
Caleb ríe por lo bajo.
—¿Fingiendo qué, Damien? ¿Ser buena en su trabajo?
—Fingiendo que no es como los demás de su familia —respondo con frialdad—. Sé perfectamente quién es Violeta Meil.
—¿Ah, sí? —pregunta, intrigado—. ¿Y cómo podrías saberlo?
Dejo la taza en el escritorio y entrelazo los dedos.
—Porque ya la conocía.
El silencio se instala entre nosotros por un instante.
Caleb me mira con curiosidad mientras yo fijo la vista en la ventana, recordando algo que preferiría olvidar.
—¿La conocías? ¿De dónde?
Suspiro, resignado.
—Cuando era niño. Yo tenía nueve años, y ella apenas cinco. Nuestras abuelas eran… son muy amigas. La mía, Rosa Sen, la adoraba. Decía que era una muñequita encantadora. Pero a mí me parecía todo menos encantadora.
Caleb sonríe divertido.
—Déjame adivinar… una pequeña pesadilla.
—Exactamente. —No puedo evitar que una ligera sonrisa se dibuje en mis labios al recordarlo—. Era la niña más mimada y ruidosa que he conocido. Si no conseguía lo que quería, lloraba hasta que todos cedían. Siempre vestida de rosa, con lazos y moños. Me sacaba de quicio.
Caleb suelta una carcajada.
—Y desde entonces le guardas rencor a una niña de cinco años. Qué maduro, Sen.
Lo fulmino con la mirada.
—No le guardo rencor. Solo sé cómo son los Meil. Gente acostumbrada a que todo les caiga del cielo. Si ella está aquí, es por conveniencia o por capricho. No confío en ese tipo de personas.
—Ya… —dice Caleb, sin perder la sonrisa—. Pero llevas un mes intentando que se rinda, y no lo ha hecho. Quizá te equivocas esta vez.
Me quedo en silencio.
Equivocarme no es algo que me guste admitir.
Pero tengo que reconocer que hay algo distinto en ella.
No es la misma niña llorona que recordaba.
—Deberías reconsiderar su puesto —continúa Caleb, apoyando los codos sobre la mesa—. Tiene talento, Damien. No lo digo por decirlo, lo he visto. Podría estar en el área de administración perfectamente, pero la tienes atrapada haciendo de secretaria.
—Ese era el puesto que se ganó —respondo, aunque mi voz suena más débil de lo que quisiera.
Caleb me mira con una mezcla de fastidio y diversión.
—No, ese fue el castigo que tú decidiste imponerle por un video en un antro. Ya supéralo, hombre. Ni que te hubiera hecho algo personal.
Muerdo el interior de mi mejilla.
Si supiera lo mucho que me irrita su sola presencia, entendería.
No es solo que me caiga mal.
Es que me confunde.
Cuando entra en mi oficina, con esa expresión decidida, con su cabello perfectamente arreglado y ese perfume dulce que huele a provocación, siento que algo se desordena dentro de mí.
Y no me gusta.
Caleb se levanta, soltando un suspiro exagerado.
—En fin, haz lo que quieras. Solo te digo que no reconozco al tipo que conocí hace años. El Damien Sen que yo conocía no se obsesionaba con una empleada solo para demostrar que tenía razón.
—No estoy obsesionado —replico, mirándolo con frialdad.
—No, claro que no. —Su tono es claramente burlón—. Solo pasas más tiempo hablando de ella que revisando contratos.
—Sal de mi oficina, Caleb.
—Como digas, jefe. Pero admítelo, la señorita Meil te está moviendo el piso —dice, guiñándome un ojo antes de salir.
Cierro los ojos un instante, exhalando lentamente.
No.
No puede ser.
No es posible que una mujer así me afecte.
Me levanto y camino hacia el ventanal.
Desde aquí puedo ver parte de la ciudad y, a lo lejos, la cafetería donde suele ir Violeta en sus ratos libres.
Lo sé porque la he visto salir más de una vez por esa puerta, riendo con su amiga, la chef Olivia Meg.
¿Por qué demonios sé eso?
Apoyo una mano en el cristal frío y cierro los ojos por un momento.
No entiendo por qué me irrita tanto verla sonreír.
O por qué, cuando llega con los informes perfectamente revisados, siento una punzada de orgullo estúpido.
Quizá porque no soporto que alguien me desmienta.
Y Violeta Meil lo hace todos los días, sin decir una palabra.
Más tarde, Caleb vuelve a entrar sin tocar.
Trae un par de carpetas y su sonrisa de siempre.
—Antes de que me eches, solo vengo a dejarte los informes del área de logística. Y, de paso, comentarte algo que seguro no te interesa.
—Habla —digo, sin levantar la vista.
—Hoy es viernes, y algunos empleados planean salir a celebrar que terminamos el proyecto del mes. Entre ellos, la señorita Meil.
Mi mirada se levanta sin querer.
—¿Celebrar? ¿Con quién?
—Con algunos compañeros del área administrativa. Parece que se llevan bien con ella —responde Caleb, encogiéndose de hombros—. Supongo que la invitaron porque siempre está ayudándolos.
No sé por qué me molesta tanto imaginarla riendo con otros hombres.
Es ridículo.
Pero la idea me irrita de una manera que no quiero analizar.
—Mientras no llegue tarde el lunes, puede hacer lo que quiera —digo finalmente, intentando sonar indiferente.
Caleb sonríe con malicia.
—Claro. No te importa, pero tu cara dice otra cosa.
—Caleb.
—Ya, ya me voy. Pero te juro que un día vas a darte cuenta de que esa chica no es lo que crees. —Hace una pausa antes de salir—. O quizá te das cuenta de que te gusta demasiado que lo sea.
La puerta se cierra tras él y la oficina vuelve a quedar en silencio.
Respiro hondo, masajeándome las sienes.
Quizá Caleb tenga razón.
O quizá solo estoy perdiendo la paciencia.
Enciendo mi computadora y trato de concentrarme en los reportes.
Pero inevitablemente, mi mente regresa a ella.
A la forma en que frunce el ceño cuando revisa un documento.
A cómo muerde el labio cuando está nerviosa.
A su voz, dulce pero firme, cuando intenta responderme sin parecer afectada.
La odio.
La odio porque no puedo ignorarla.
Y porque, por primera vez en mucho tiempo, alguien ha logrado salirse de los límites perfectamente ordenados de mi vida.
Horas después, cuando salgo del edificio, la noche ha caído sobre la ciudad.
El aire es fresco, y el tráfico ilumina las calles como un río de luces.
Mi chofer me abre la puerta del auto, pero antes de entrar, algo llama mi atención.
En la esquina, frente a la cafetería, está Violeta.
Ríe con un grupo de compañeros, con una expresión relajada que nunca muestra en la oficina.
Su cabello cae en suaves ondas, y lleva un vestido azul que resalta su piel clara bajo las luces de la calle.
Por un momento, me quedo mirándola sin moverme.
Tan distinta a la niña de mis recuerdos.
Tan distinta a la mujer que intento detestar.
Ella levanta la vista, como si sintiera mi mirada, y por un segundo nuestros ojos se cruzan.
No sonríe.
Tampoco yo.
Pero algo en el aire cambia, como si ambos supiéramos que lo que sea que estamos fingiendo empieza a resquebrajarse.
Subo al auto sin decir nada.
—¿A casa, señor? —pregunta el chofer.
—Sí —respondo, aunque mi mente sigue atrapada en esa imagen—. A casa.
Mientras el auto se aleja, miro una última vez por la ventana.
Y allí sigue ella, riendo.
Despreocupada.
Libre.
No sé por qué, pero en ese instante, me prometo que no la dejaré tan tranquila por mucho tiempo.