Catia Martinez, una joven inocente y amable con sueños por cumplir y un futuro brillante. Alejandro Carrero empresario imponente acostumbrado a ordenar y que los demás obedecieran. Sus caminos se cruzarán haciendo que sus vidas cambiarán de rumbo y obligandolos a permanecer entre el amor y el odio.
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Capitulo XVIII Una anfitriona inesperada
Dos semanas después de su matrimonio fugaz, la vida de Catia se había convertido en un riguroso calendario de eventos sociales. La Sra. Carrero era la nueva sensación de la ciudad: la "panadera misteriosa" que había conquistado al soltero más inalcanzable.
La noticia había llegado a los oídos de Amaranta y su madre quienes vieron una oportunidad de salir adelante acercándose a Catia, sin embargo, se encontraron con una realidad diferente, ahora Catia era inalcanzable y casi imposible llegar a ella. La frustración se apoderó de ambas mujeres quienes seguirían intentando hablar con la señora Carrero.
Mientras tanto, la prensa y la sociedad esperaban un signo de fisura, pero Catia era una actriz impecable. Alejandro, viéndola desenvolverse con la misma disciplina que usaba para organizar sus archivos, se sentía cada vez más inquieto. Ella era su esposa perfecta. Una esposa que poco a poco se estaba metiendo en su corazón sin que el se diera cuenta.
El ultimátum de Don Rafael y el acecho de Sebastián exigieron una movida más dramática: una luna de miel de negocios en Milán, Italia, donde Alejandro debía cerrar un acuerdo de tecnología.
—Necesitamos que la prensa europea nos vea como una pareja apasionada, Catia —dijo Alejandro en el avión privado, entregándole un itinerario—. Compartiremos suite. Y te advierto: no habrá fila de almohadas. El riesgo es demasiado alto.
Catia sintió un escalofrío. Ella había evitado la intimidad en la torre con el pretexto del trabajo, pero en el extranjero, bajo el escrutinio internacional, estaba atrapada.
—Entendido, señor Carrero. Intimidad es eficiencia. — ella respondía como un robot, perdiendo un poco su humanidad.
La suite en el hotel de Milán era espectacular. No era solo grande; estaba diseñada para la intimidad, con una sola cama king size que dominaba la habitación.
Catia se dirigió directamente al baño para desempacar. Cuando salió, Alejandro estaba terminando una llamada, el ceño fruncido. La tensión física entre ellos, ahora sin la barrera de las puertas ni las excusas, era casi insoportable.
—La prensa nos espera en el lobby en media hora. Necesitas ponerte el collar que te compré.
Catia abrió la caja de terciopelo. La joya era de un diseño intrincado, pero frío. Alejandro se acercó, y antes de que ella pudiera protestar, la giró, sus dedos rozando su cuello mientras abrochaba el collar. El contacto, tan necesario para la farsa, encendió una chispa innegable.
—Asegúrate de actuar como si este fuera el mejor viaje de tu vida —susurró Alejandro cerca de su oído haciéndola estremecer.
—Lo haré. Pero recuerde, no olvide el guion. Somos socios.— recordó Catia mas para ella que para él.
El evento social fue un éxito. Catia, deslumbrante y sonriente, se presentó como la esposa dedicada, riendo de los chistes de Alejandro y entrelazando sus dedos con los de él. Alejandro, por su parte, se vio obligado a mostrar una ternura pública que nunca había practicado, tocándola suavemente, inclinándose para compartir secretos al oído.
La farsa funcionaba. Pero bajo la mesa, cuando Catia sentía la presión firme de la mano de Alejandro sobre su pierna, la intimidad forzada se sentía peligrosamente real.
De vuelta en la suite, exhaustos, Catia se dirigió al vestidor mientras Alejandro se quitaba el saco.
—Tienes que dormir en el sofá —dijo Catia, señalando un elegante diván.
Alejandro se detuvo. Su mirada era una mezcla de irritación y deseo contenido. —No, Catia. El abuelo nos está rastreando. Si nos separamos, Sebastián lo sabrá en una hora. No podemos arriesgar la empresa por tu comodidad.
Se acercó a la cama, quitándose la camisa. Sus músculos tensos se revelaron, un recordatorio de la fuerza que la había traído hasta allí.
—Compartiremos la cama. Y pondremos la almohada en el medio —dijo él, volviendo a establecer la frontera física—. Pero no me obligues a cuestionar tu lealtad.
Catia no pudo decir nada. Ella entendía la lógica brutal de su necesidad. Se acostó en el lado de la ventana, sintiendo el peso de la única almohada que los separaba del hombre que la veía como su activo más necesario, pero cuyo toque y cuya necesidad estaban transformando lentamente su odio en algo más confuso y peligroso. La luna de miel acababa de empezar.
La noche en Milán transcurrió con una tensión asfixiante. Catia apenas durmió, consciente del aliento regular de Alejandro al otro lado de la almohada. La vulnerabilidad de compartir la cama con el hombre que la veía como solo un negocio era un recordatorio constante de su destino.
La mañana siguiente, el acuerdo tecnológico se firmó con éxito. Para celebrarlo, Alejandro había programado una cena de gala en el exclusivo Palazzo de un socio italiano. Catia sabía que era la prueba final para el público europeo.
Mientras Catia se preparaba, Alejandro recibió una llamada que lo hizo tensarse. Su rostro, normalmente impenetrable, mostró una fracción de pánico antes de que recuperara su compostura de acero.
—Cambio de planes, Catia —dijo Alejandro, con la voz inusualmente baja—. Nuestra anfitriona en la cena será Miranda Valdés.
Catia, que había estudiado la biografía de su esposo, recordó el nombre de inmediato. Miranda Valdés: socialité, ejecutiva financiera y, durante un año, la única prometida formal que Alejandro Carrero había tenido. Su relación terminó abruptamente hace tres años, justo antes de que se anunciara su boda.
—La mujer que casi se casa con usted —murmuró Catia.
—Sí. La mujer que conoce todas mis debilidades, reales y fabricadas. Y quien sabe que yo jamás haría una boda relámpago por amor.
La cena fue un desfile de seda y diamantes, pero todo el ambiente se centró en la mesa principal. Miranda Valdés era deslumbrante: alta, elegante y con una confianza que igualaba la de Alejandro. Su sonrisa era gélida cuando se acercó a la mesa.
—Tesoro —dijo Miranda, usando un antiguo apodo con la intención de desestabilizar a Alejandro—. No sabía que habías traído a... una empleada.
—Miranda, te presento a mi esposa, Catia Martínez de Carrero —dijo Alejandro, poniéndose de pie. Su mano se posó en la cintura de Catia, una posesividad que era pura advertencia.
Miranda ignoró a Catia, clavando sus ojos en Alejandro. —Una boda tan rápida, Alejandro. ¿Estabas tan desesperado por la bendición de Don Rafael que tuviste que comprarte una esposa? Ella no parece tu tipo.
Catia sabía que no podía perder el control. Recordó la regla de la farsa: la honestidad es su arma.
—Es un placer, Miranda —dijo Catia, con calma—. Y tiene razón, no soy su "tipo". No soy una socia de negocios ni una ejecutiva. Soy la primera persona que lo echó de su panadería. Y supongo que, para un hombre que odia el desorden, yo era el caos que no pudo resistir.
La respuesta fue tan sincera que sonó a amor verdadero. Alejandro, por primera vez, miró a Catia con una mezcla de sorpresa y profundo agradecimiento.
Miranda se recuperó rápidamente, dirigiendo su ataque a la vulnerabilidad emocional.
—¿Y qué sabes tú de su vida, Catia? ¿Sabes por qué Alejandro nunca quiso casarse antes? Él es un hombre que huye de la permanencia tanto como de la debilidad.
Alejandro se tensó, su pasado expuesto. Catia sintió que la crisis se acercaba.
—Lo sé —dijo Catia, tomando la mano de Alejandro sobre la mesa. Su tacto fue un ancla—. Conozco sus miedos. Y sé que el mayor de ellos es la posibilidad de confiar en alguien que no huya. Yo no huyo.
El incidente alcanzó su clímax cuando Miranda, buscando el golpe de gracia, intentó sacar a relucible la deuda de la panadería.
—Te diré algo, Catia. No te dejes engañar. Si esto es un contrato, él lo romperá. Alejandro nunca elige el afecto sobre el beneficio.
En ese momento, Alejandro no pudo soportar más la exposición. Se puso de pie, jalando a Catia con él.
—La cena terminó. Mi esposa y yo tenemos un vuelo a la mañana.
Al salir, Catia sintió el temblor en el brazo de Alejandro. Estaba más afectado por el encuentro con Miranda de lo que había estado por el ultimátum de su abuelo.
De vuelta en la suite, Alejandro estaba furioso, pero su ira no era contra Miranda.
—Miranda tiene razón. Yo huyo de la permanencia. Y ella sabe el porqué. Ella sabe que mi madre... —Alejandro se detuvo, incapaz de continuar.
Catia se acercó a él, dejando a un lado la farsa. —Yo no sé tu secreto, Alejandro. Pero sé que la farsa terminó esta noche. Si quieres que sigamos, tienes que confiar en mí. Tu pasado me necesita tanto como tu empresa.
La tensión no era de deseo, sino de la necesidad de una confesión. Catia acababa de exigir la verdad a su esposo, el hombre que huía del afecto, en su noche más vulnerable.