El vínculo los unió, pero el orgullo podría matarlos...
Damián es un Alfa poderoso y frío, criado para despreciar la debilidad. Su vida gira en torno a apariencias: fiestas lujosas, amigos influyentes y el control absoluto sobre su Omega, Elián, a quien trata como un mueble más en su casa perfecta.
Elián es un artista sensible que alguna vez soñó con el amor. Ahora solo sobrevive, cocinando, limpiando y ocultando la tos que deja manchas de sangre en su pañuelo. Sabe que está muriendo, pero se niega a rogar por atención.
Cuando ambos colapsan al mismo tiempo, descubren la verdad brutal de su vínculo: si Elián muere, Damián también lo hará.
Ahora, Damián debe enfrentar su mayor miedo —ser humano— para salvarlos a los dos. Pero Elián ya no cree en promesas... ¿Podrá un Alfa egoísta aprender a amar antes de que sea demasiado tarde?
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9. Elian
El zumbido de las luces fluorescentes se mezclaba con el murmullo de voces a mi espalda. No necesitaba girarme para saber que era el médico hablando con mi madre. Podía imaginarlo perfectamente: el doctor con su bata impecable, señalando gráficos con un dedo impersonal, mi madre apretando su rosario como si las cuentas pudieran protegerla de la verdad.
Abrí los ojos lo justo para ver el reflejo en la ventana. Mi madre se llevó una mano a la boca. El médico hizo ese gesto de falsa pena que todos los médicos aprenden en la facultad.
—Desnutrición severa. Úlceras gástricas. Estrés crónico.
Las palabras flotaban hasta mí, aunque hablaran en voz baja. Y luego, la que más esperaba:
—Su pareja destinada también colapsó. En un club. Misma hora, mismos síntomas.
Mi madre gimió. Yo casi me reí.
El médico continuó, ignorando mi sonrisa torcida:
—El vínculo está atrofiado. Si uno muere... el otro podría seguirlo.
Ahí sí, la risa me salió como un eructo ácido.
—Qué conveniente —dije, aunque nadie me escuchó—. Ahora su muerte sería mi culpa también.
Recordé las noches que pasé vomitando sangre en silencio para no molestarlo. Las veces que fingí no ver los mensajes de otras personas en su teléfono. El modo en que su marca en mi nuca dejó de arder hace tanto tiempo que ya ni recordaba cómo se sentía.
Mi madre giró hacia mí, sus ojos oscuros llenos de lágrimas. El médico me miró con esa mezcla de curiosidad y pena que siempre me dan los betas.
—Elian, esto es serio —dijo el doctor— Necesitan reconciliarse. Por su salud.
Apreté los dientes hasta sentir el sabor a metal en la boca.
—Prefiero morir.
El monitor cardíaco aceleró sus pitidos. En algún lugar del hospital, supuse que el de Damien haría lo mismo.
Mi madre sollozó. El médico suspiró.
El aire se espesó cuando John Vásquez, mi suegro, el mismo alfa que una vez me dijo que mi único propósito era darle nietos a su familia; entró, su presencia llenando la habitación como una nube tóxica. El doctor Mijares, que aún revisaba mis análisis, se tensó visiblemente. Sus dedos apretaron el tablero de plástico hasta blanquear los nudillos.
John Vásquez emergió en el umbral como una aparición de otro siglo. Su cabello blanco, peinado con una precisión militar que no admitía un solo pelo fuera de lugar, brillaba bajo la luz fluorescente como una corona de hielo. El traje negro de tres piezas - tan impecable como si acabara de salir de la sastrería - caía sobre su figura alta y poderosa sin una sola arruga, el chaleco ajustado sobre un torso que, a sus 60 años, seguía siendo una amenaza física.
Su rostro parecia cincelado en mármol - nariz aquilina, mandíbula cuadrada, labios tan delgados que casi desaparecian cuando apretaba la boca. Pero eran sus ojos lo que helaba la sangre: de un azul glacial, tan pálidos que casi parecían transparentes, sin pestañas visibles que suavizaran su mirada penetrante.
Mi madre no se movió de mi lado. Sus manos, ásperas de años trabajando en la lavandería del barrio, se aferraron a la mía con una fuerza que me sorprendió.
—Señor Vásquez—dijo el doctor, interponiéndose levemente—, su hijo está en la ala norte. Este no es el momento.
—Este es exactamente el momento—interrumpió John, su voz un latigazo que hizo que hasta las máquinas parecieran callarse.
Su mirada, fría como el acero quirúrgico, se posó en mí. En mi delgadez. En mi palidez. En todo lo que su dinero no podía comprar.
—Mi hijo está inconsciente por culpa de este omega disfuncional—declaró, como si el doctor no supiera ya la verdad.
—Vine a recordarte tu obligación" —continuó, ajustándose el gemelo de la camisa—. Eres su omega destinado. Lo que sea que signifique eso. Tu lugar está a su lado, no aquí haciendo berrinche.
La risa me salió antes de que pudiera detenerla.
—¿Berrinche? ¿A esto le llamas berrinche? —levanté la bata del hospital, mostrando los moretones en mis costillas, la piel pegada a los huesos.
John ni parpadeó.
—Los médicos dicen que si uno muere, el otro podría seguirlo —dijo, como si estuviera comentando el pronóstico del clima—. Así que te darás de alta mañana. Irás a su habitación. Y fingirás que te importa.
Se inclinó hasta que su aliento a whisky me golpeó la cara.
—Porque si mi hijo muere por tu culpa, aseguraré que todos a tu alrededor sufra.
El doctor Mijares respiró hondo.
—Con todo respeto, señor Vásquez, estamos hablando de un vínculo destinado. Las responsabilidades son... mutuas.
John se acercó a la cama, ignorando al médico. Su sombra me cubrió por completo.
—Usted no manda aquí — dijo, su voz temblorosa pero clara.
John sonrió. Fue la expresión más aterradora que había visto en mi vida.
— Ahí se equivoca, señora — respondió mientras señalaba el gotero que alimentaba mi vena — Su hijo solo está vivo por el matrimonio de mi familia, por los beneficios que recibe este hospital y por ese ridículo vínculo con mi hijo, pero créame que buscaré la forma de romper esa unión así sea lo último que haga en esta vida.
—Mañana a las 9 AM—dijo, cada palabra una losa sobre mi pecho—, vendrán por ti. Irás a la habitación de Damien. Le darás lo que necesita para recuperarse.
Mi madre se levantó entonces, su cuerpo menudo temblando de rabia.
—Mi hijo no es un objeto.
—Es su esposo—rugió John, volviéndose hacia ella—. Su alfa. Su responsabilidad.
El doctor Mijares se interpuso, sus manos levantadas en un gesto de paz que nadie en la habitación sentía.
—Señor Vásquez, Elian no está en condiciones de...
—¿Sabe cuánto paga mi familia a este hospital cada año, doctor?—preguntó John, sonriendo como un tiburón—. ¿Sabe cuántos de sus equipos llevan nuestro nombre?
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier amenaza.
Cuando John finalmente salió, dejando tras de sí el olor a puro y poder, el doctor Mijares se quedó mirando la puerta cerrada, sus hombros caídos.
—No puede obligarte...— comenzó a decir.
Pero todos sabíamos la verdad.
En este mundo, los alfas como John Vásquez siempre conseguían lo que querían.