En Valmont, el poder y el deseo se entrelazan en un juego tan seductor como peligroso. Mi nombre es un susurro en los círculos más exclusivos; mi presencia, un anhelo inalcanzable. Pero en un mundo donde la libertad tiene un precio, cada decisión puede llevarme a la cumbre… o arrastrarme a la perdición.
Soy Isabella Rivas, mejor conocida como Sienna, y esta es mi historia.
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Jaula de oro
El silencio en la habitación era sofocante. Solo se escuchaba mi respiración agitada y el maldito tic-tac de un reloj en la pared. El tipo frente a mí seguía sonriendo, como si mi miedo fuera su entretenimiento de la noche. Asqueroso.
—Te ves confundida —dijo, con esa voz grave y pausada que ya me ponía de los nervios.
—¿Esperabas otra cosa?
Mi cuerpo entero temblaba, pero no de frío. No, era pura rabia.
—¿Quién mierda eres? —espeté, obligándome a mantener la voz firme.
El tipo inclinó la cabeza, analizándome como si fuera una puta obra de arte en exhibición.
—Puedes llamarme Vincent.
No tenía ni idea de quién demonios era Vincent, pero por la manera en que lo dijo, como si su nombre significara algo, supe que debía recordarlo. Tragué saliva con dificultad.
—¿Qué quieres de mí?
Vincent chasqueó la lengua, girándose lentamente hacia Rosa. Ella estaba encogida en un rincón, los hombros tensos, evitando mirarme.
Hija de puta…
—Hicieron un buen trabajo trayéndola de regreso —dijo Vincent, con esa voz relajada que me hervía la sangre.
Rosa no respondió. Solo apretó los labios y asintió, con los ojos clavados en el suelo. Mi pecho se contrajo con una mezcla de horror y traición.
—¿De vuelta? —susurré, sintiendo que el estómago se me iba al suelo—. ¿De vuelta a dónde?
Vincent sonrió, y su mirada recorrió mi cuerpo con descaro, evaluándome como si fuera un objeto.
Un puto objeto. El asco me subió por la garganta.
—De vuelta al mercado.
Mi corazón se detuvo. ¡No! Intenté moverme, pero las malditas cuerdas mordieron mi piel.
—No…
Mi respiración se volvió errática, mis latidos golpeaban con fuerza en mis oídos. ¡Joder, no! ¡Por Dios, no! Vincent se inclinó hacia mí, su cara a centímetros de la mía.
—Tranquila —susurró, como si estuviera calmando a un animal asustado.
—No soy como los imbéciles con los que estabas antes. Yo sí sé cómo manejar mercancía de tu calidad.
Esa palabra. "Mercancía". El asco se convirtió en fuego.
—¡No soy una maldita mercancía!
Vincent soltó una carcajada, sincera, burlona, como si mi rabia le pareciera tierna.
—Claro que lo eres —dijo, divertido—. Solo que aún no lo has aceptado. Pero pronto lo harás.
Le lancé la mirada más asesina que pude.
—Voy a matarte.
Su sonrisa se amplió, como si acabara de decirle algo adorable.
—Eso es lo que me gusta. Fuego. Hará que seas mucho más cara.
Mi estómago se revolvió. Vincent chasqueó los dedos y dos hombres entraron en la habitación. Dos malditos armarios con cara de pocos amigos, sus ojos eran fríos. Vacíos.
—Llévenla a su nueva habitación —ordenó Vincent con un tono casi aburrido.
—Asegúrense de que esté limpia y bien cuidada. No queremos que nadie la arruine antes de tiempo.
Los hombres se acercaron, pero no me rendí y forcejeé con todas mis fuerzas, pataleando como una loca.
—¡No me toquen!
Uno de ellos me agarró los brazos y el otro me sujetó las piernas. Me levantaron como si no pesara nada.
—¡Suéltenme, hijos de puta!
Uno de ellos sacó un trapo de quién sabe dónde y me tapó la boca.Mi grito se ahogó contra la tela áspera. Mientras me sacaban de la habitación, alcancé a ver a Rosa una última vez, sus ojos estaban llenos de lágrimas pero no hizo nada.
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Me arrojaron dentro de la habitación sin el menor cuidado. El impacto contra el suelo me arrancó el aliento, y por un instante, el dolor nubló mi mente. Antes de que pudiera reaccionar, la puerta se cerró de golpe tras de mí, dejando tras de sí un silencio sepulcral.
Mi respiración era errática, mi corazón latía con tanta fuerza que podía escucharlo retumbar en mis oídos. Me incorporé lentamente, sintiendo el ardor en mis muñecas por las ataduras.
Esperaba encontrarme en un sitio oscuro, húmedo y sucio. Algo acorde a la pesadilla que estaba viviendo. Pero me equivoqué. La habitación era… lujosa.
A mi alrededor se extendía un espacio decorado con el más opulento de los gustos. Una enorme cama de dosel con sábanas de seda, una alfombra tan suave que mis dedos apenas sentían su textura, un tocador con espejo dorado y un vestidor que parecía estar lleno de ropa cara.
Esto no es una celda. Era una maldita jaula de oro.
Tragué saliva y mis manos temblaron cuando intenté desatarme. Mis uñas arañaban la cuerda con desesperación, ignorando el ardor de mi piel lastimada.
No voy a quedarme aquí. No seré parte de este juego enfermo.
La perilla de la puerta giró, y mi cuerpo se tensó de inmediato. Vincent entró con su misma sonrisa tranquila, como si nada de esto fuera extraño, como si estuviera recibiendo a una invitada en su hogar.
—¿Qué te parece tu nueva casa? —preguntó con una voz suave, casi melódica.
Mis dientes rechinaron de pura rabia.
—Vete al infierno.
Vincent rió. No con burla, sino con genuina diversión.
—Tienes agallas. Me gusta eso.
Se acercó con calma y se inclinó para desatarme las muñecas. Mis dedos se crisparon. Podría arañarle la cara, desgarrarle la piel… Pero me contuve, no por miedo, sino porque sabía que si lo hacía, probablemente lo pagaría muy caro.
Cuando la cuerda cayó al suelo, llevé mis muñecas a mi pecho y las froté, tratando de ignorar la sensación de ardor.
—¿Qué quieres de mí? —espeté, con toda la furia acumulada en mi voz.
Vincent se enderezó y metió las manos en los bolsillos de su traje.
—Quiero que entiendas algo, preciosa. —Su tono era relajado, casi afable, pero sus ojos… sus ojos eran fríos, vacíos de toda humanidad.
—No eres una prisionera aquí.
Se inclinó un poco más hacia mí, su sombra cubriéndome por completo.
—Eres una inversión.
Un escalofrío recorrió mi espalda. Mis labios se entreabrieron, sintiendo una mezcla de miedo, rabia y asco que me ahogaba.
—No voy a ser parte de esto.
Vincent ladeó la cabeza, como si considerara mis palabras con una fingida curiosidad.
—¿Sabes? Todas dicen eso al principio.
Mi estómago se revolvió.
—Pero al final… —continuó con una sonrisa leve.
—Cuando ven lo que pueden tener, cuando prueban el poder que pueden obtener, dejan de luchar.
Mis manos se cerraron en puños.
—Nunca seré como ellas.
Vincent sonrió con calma y volvió a inclinarse, su rostro a centímetros del mío.
—Eso ya lo veremos.
Mantuvo su mirada fija en la mía por unos segundos antes de enderezarse y girarse hacia la puerta.
—Ah, y una última cosa… —dijo antes de salir—. Esta vez no hay escapatoria.
El sonido de la cerradura al girar resonó en el silencio, el pánico estalló en mi pecho y corrí hacia la puerta y la golpeé con todas mis fuerzas.
—¡Déjame salir, maldito enfermo!
No hubo respuesta, pero lo intenté una y otra vez, hasta cansarme y apoyé mi frente contra la madera, tratando de controlar el temblor en mis manos.
Finalmente, me giré y volví a mirar la habitación. El lujo, la comodidad, la suavidad de cada objeto en este lugar... Todo era una trampa, una jaula disfrazada de paraíso, pero no iba a caer en ella.
¡Voy a luchar, incluso si debo salir de aquí muerta!