Enfrentando una enfermedad que amenaza con arrebatarle todo, un joven busca encontrar sentido en cada instante que le queda. Entre días llenos de lucha y momentos de frágil esperanza, aprenderá a aceptar lo inevitable mientras deja una huella imborrable en quienes lo aman
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Capitulo 8
Era una tarde lluviosa, y Daniel y yo estábamos sentados en uno de los bancos de la pequeña terraza del hospital. El sonido de la lluvia golpeando el techo metálico nos envolvía en una especie de burbuja aislada, un refugio del mundo exterior. Me costaba respirar con normalidad; el último tratamiento había sido más duro de lo que esperaba, y el dolor se hacía constante, como un recordatorio de lo que estaba enfrentando. Daniel me miraba con calma, pero su mirada estaba cargada de preocupación.
—Dani… —susurré finalmente, rompiendo el silencio.
Él giró hacia mí, con esa paciencia infinita que había desarrollado en estos meses.
—¿Sí? —preguntó, sin apartar sus ojos de los míos, atento, como si supiera que lo que estaba por decir era importante.
Me tomé unos segundos, intentando encontrar las palabras adecuadas, aunque en realidad dudaba que existieran palabras correctas para lo que quería confesar. La sensación de temor me oprimía el pecho.
—Tengo miedo de no llegar a cumplir 18 años —dije, con la voz temblorosa, casi como si las palabras fueran demasiado frágiles para pronunciarse.
Un silencio pesado cayó entre nosotros. Daniel me miró sin hablar, y por un momento temí haberlo incomodado. Pero luego tomó mi mano y la apretó con fuerza, un gesto que me ancló a la realidad, que me hizo sentir menos solo.
—Aliert… —comenzó, su voz era firme, aunque sus ojos brillaban con un dolor contenido—, no tienes idea de cuánto me duele oír eso. Pero tienes que saber algo… Yo voy a estar aquí. Pase lo que pase, ¿me oyes? No importa lo difícil que sea, no pienso dejarte solo en esto.
Asentí, y sentí que una lágrima se deslizaba por mi mejilla. Daniel la limpió suavemente, y me quedé en silencio, agradecido de que entendiera mi miedo sin que yo tuviera que explicarlo todo. Había encontrado un amigo que no me juzgaba, alguien que sabía lo que estaba en juego y estaba dispuesto a acompañarme hasta el final.
Mis padres y Karla también intentaban mantener la esperanza. Cada día se esmeraban en hacer que la casa se sintiera cálida, llena de vida. Mi madre me traía flores frescas, y mi padre intentaba distraerme con charlas sobre los planes que teníamos para cuando terminara el tratamiento. Me hablaban de viajes, de celebraciones, de metas futuras… de todo lo que vendría cuando todo esto acabara.
—Recuerda, hijo, que una vez salgamos de esto vamos a hacer ese viaje en auto que siempre quisiste —decía mi papá, con una sonrisa forzada pero sincera.
—Claro, papá… Será genial —respondía, intentando corresponder su entusiasmo.
Pero la verdad era que cada recaída, cada vez que me debilitaba más, hacía que esa esperanza pareciera más lejana. Había noches en que podía escuchar a mi madre llorando a escondidas en el pasillo, cuando creía que yo estaba dormido. Mi padre la consolaba en silencio, pero ambos sabíamos que estaban al borde de un abismo. Y aunque intentaba ser fuerte por ellos, también había algo en mí que se sentía roto, algo que no se podía reparar con palabras.
Karla, mi hermana, también hacía todo lo posible por verme sonreír. Se quedaba sentada junto a mí, hablándome sobre sus amigos de la escuela, los chismes de clase y sus sueños para el futuro. Pero incluso en esos momentos podía notar su tristeza, esa tristeza que intentaba ocultarme detrás de una sonrisa.
—Cuando estés mejor, te llevaré a esa cafetería nueva —decía con una sonrisa—. ¡Dicen que sus pasteles son los mejores de la ciudad!
Yo asentía y sonreía, aunque en el fondo sentía una mezcla de amor y culpa. No quería ser la razón de su dolor. No quería que mi enfermedad fuera la carga que mis padres y mi hermana llevaban en silencio, mientras yo apenas lograba mantenerme en pie.
Después de aquel día en la terraza, Daniel comenzó a acompañarme al hospital con más frecuencia. Se había convertido en una presencia constante en mi vida, alguien que estaba dispuesto a enfrentar mis miedos junto a mí. En una de nuestras visitas, mientras me encontraba recostado en la cama del hospital, le miré con seriedad y susurré:
—Dani, ¿alguna vez te has preguntado cómo sería tu vida si no estuvieras aquí… conmigo?
Él me miró, claramente sorprendido por la pregunta.
—Nunca lo he pensado, Aliert, porque no quiero imaginar una vida sin ti en ella. No me importa cuánto tiempo sea, no importa si los días son buenos o malos… tú eres mi amigo, y siempre voy a estar aquí para ti.
Su voz temblaba ligeramente, pero sus ojos reflejaban una sinceridad tan profunda que me sentí más acompañado que nunca. Daniel y yo habíamos desarrollado una conexión que iba más allá de las palabras, algo que nos sostenía mutuamente en el dolor y en la alegría. En ese instante, supe que no estaba solo, que había encontrado un amigo que, de verdad, estaría a mi lado hasta el final.
Con el paso de los días, las recaídas se volvieron más frecuentes. Había días en los que apenas podía levantarme de la cama, y cada vez me resultaba más difícil fingir que todo estaba bien. Mi madre empezó a pasar las noches en vela, y a veces entraba a mi habitación solo para asegurarse de que seguía respirando. Su mirada reflejaba una mezcla de amor y desesperación, y yo me sentía impotente, incapaz de hacer nada para aliviar su dolor.
Mi padre también había cambiado. Su semblante se veía agotado, sus ojos siempre parecían perdidos en pensamientos lejanos. Intentaba ser fuerte, intentaba mantenerse firme por mi madre y por Karla, pero yo sabía que él también estaba sufriendo, y eso me desgarraba por dentro.
Una noche, mientras cenábamos en silencio, Karla rompió en llanto de repente.
—¡No es justo! —gritó, levantándose de la mesa y saliendo corriendo hacia su habitación.
Mis padres y yo nos miramos, sin saber qué decir. Mi madre se levantó y fue tras ella, mientras yo me quedaba con mi padre en la mesa. Él me miró, y en sus ojos vi todo el dolor y la impotencia que sentía. Quise decirle algo, cualquier cosa para consolarlo, pero las palabras no salieron.
Todo parecía un sueño, como si la vida que conocía estuviera desvaneciéndose lentamente y yo no pudiera hacer nada para detenerlo. Cada vez que miraba a Daniel, a mis padres o a Karla, me preguntaba si este sería el último recuerdo que compartiríamos juntos. Me aferraba a esos momentos, a las sonrisas sinceras y a las palabras de aliento, pero la sombra de la enfermedad estaba siempre presente, oscureciendo incluso los instantes más felices.
Sabía que la promesa de Daniel y el amor de mi familia eran las cosas que me sostenían, pero el miedo seguía ahí, acechando en silencio, recordándome que el tiempo era una moneda valiosa, y que quizás ya no tenía tanto de él como todos esperaban. Aun así, mientras tuviera a mi lado a aquellos que amaba, seguiría luchando cada día, sabiendo que no estaba solo en este camino tan incierto.
—DANIEL—
El hospital siempre me había parecido un lugar sombrío, pero desde que Aliert estaba allí, ese ambiente me resultaba casi intolerable. No había día en que no sintiera esa mezcla de tristeza y desesperanza al ver cómo cada tratamiento, cada recaída, le robaba un poco más de vida, de esa energía que lo hacía tan él, tan Aliert. Pero al mismo tiempo, cada vez que me miraba con esa sonrisa que intentaba disimular el dolor, algo en mí se quebraba y, sin embargo, me daba la fuerza para seguir acompañándolo.
Hoy, como tantas otras veces, me encontraba en esa fría sala de hospital, observándolo mientras descansaba. Su respiración era lenta, y aunque sus ojos estaban cerrados, su rostro reflejaba un cansancio que parecía no tener fin. Aún así, había algo en él, una chispa de lucha que no terminaba de apagarse.
Mientras lo miraba, me perdí en mis propios pensamientos. Recordé las primeras veces que lo vi en el colegio después de que empezó su tratamiento. Lo vi llegar con el rostro pálido y la sonrisa más forzada que jamás había visto, y sentí ese instinto de protección que hasta entonces no sabía que podía tener. Algo en él había despertado en mí la necesidad de estar cerca, de cuidarlo… aunque ni él ni yo supiéramos realmente qué significaba eso.
No sé cuándo empezó, ni cómo llegamos hasta aquí, pero en algún momento dejé de ver a Aliert solo como un amigo. Él era más que eso, era… alguien que me importaba tanto que el solo pensar en perderlo me hacía sentir un dolor inexplicable. Pero nunca se lo había dicho, ni siquiera a mí mismo. No podía. Este no era el momento para hablar de sentimientos, no cuando él estaba enfrentando algo tan enorme, tan devastador.
Aliert se movió un poco, como si sintiera que lo estaba observando, y abrió los ojos lentamente. Su mirada era suave, pero había en ella una especie de resignación que me resultaba difícil de aceptar.
—¿Estás bien? —le pregunté en voz baja, como si temiera romper el silencio.
Aliert asintió, esbozando una sonrisa tenue.
—Podría estar peor —respondió, con ese toque de humor negro que había desarrollado últimamente.
—Eso no es consuelo —le respondí, forzando una sonrisa—. Pero… gracias por intentar hacerlo parecer menos grave.
Nos quedamos en silencio unos segundos. A veces, las palabras sobraban; otras, simplemente no había nada que pudiera expresar lo que sentíamos. Finalmente, rompí el silencio.
—Sabes que estoy aquí, ¿verdad? —le dije, sintiendo cómo la voz me temblaba un poco. No quería que me viera débil, pero necesitaba que entendiera que no estaba solo en esto.
Aliert me miró, y algo en su expresión cambió. Vi una mezcla de gratitud y tristeza, como si entendiera todo lo que no me atrevía a decir en voz alta.
—Lo sé, Dani. —Su voz era suave, y su mirada, aunque cansada, era profunda—. No tengo palabras para decirte lo mucho que eso significa para mí.
Lo miré, y por un momento sentí que el tiempo se detenía. En ese instante, supe que, sin importar lo que pasara, había encontrado a alguien que siempre tendría un lugar especial en mi vida. Quizás él nunca lo entendería del todo, o tal vez sí, pero no importaba. Sabía que mientras él me necesitara, yo estaría allí, dispuesto a enfrentar junto a él cada sombra, cada batalla.
Mientras caminábamos por los pasillos después de una de sus sesiones de tratamiento, supe que los efectos secundarios le estaban pesando. Él intentaba mantenerse firme, pero a cada paso notaba cómo sus piernas flaqueaban y cómo su respiración se hacía más difícil. Lo detuve, sujetando su brazo con delicadeza.
—¿Quieres que nos sentemos un rato? —le pregunté, buscando cualquier pretexto para evitar que se exigiera más de lo necesario.
—Estoy bien, Dani —respondió, tratando de sonreír—. Solo un poco mareado.
Insistí, llevándolo a uno de los sillones de la sala de espera. Nos sentamos, y me di cuenta de lo pálido que estaba, de cómo el cansancio se le había clavado en cada poro de la piel. Mi mente se llenó de pensamientos oscuros, de miedos que no lograba ahuyentar. Quería protegerlo, pero la verdad era que me sentía completamente impotente ante lo que estaba enfrentando.
—A veces me pregunto si esto vale la pena —dijo de pronto, en un susurro casi inaudible.
Lo miré sorprendido, tratando de procesar sus palabras.
—Aliert, no hables así… Claro que vale la pena. Tú vales la pena. Cada segundo que pasas luchando vale la pena.
Él desvió la mirada, como si tuviera miedo de enfrentar la intensidad de mis palabras. Pero yo quería que las escuchara, quería que entendiera cuánto significaba para mí.
—A veces siento que… estoy dejando de ser yo, que cada vez queda menos de quien era antes —confesó, su voz cargada de tristeza y melancolía.
—Quizás cambies en algunos aspectos —respondí suavemente—, pero lo que eres… lo que eres aquí —dije, señalando su corazón—, eso no puede quitártelo nada, ni siquiera esto.
Nos quedamos en silencio, ambos procesando la crudeza de nuestras palabras. Sabía que lo que estaba enfrentando era desgarrador, pero yo estaba decidido a estar allí, a sostenerlo en cada paso, a ayudarle a encontrar un motivo para seguir adelante.
Al final del día, cuando regresaba a casa después de acompañarlo, no podía evitar sentirme agotado emocionalmente. Verlo así, tan frágil y vulnerable, me desgarraba por dentro, pero al mismo tiempo, me daba fuerzas para seguir siendo su apoyo. Había prometido estar allí para él, y aunque yo también tenía miedo, aunque el futuro era incierto, no había nada que deseara más que cumplir esa promesa.
Me recosté en mi cama, mirando el techo, y por un momento imaginé cómo sería mi vida sin él. Pero el solo pensamiento me parecía inaceptable. Así que decidí no pensarlo más. Solo había un camino a seguir, y ese era estar a su lado, pase lo que pase.