De un lado, Emílio D’Ângelo: un mafioso frío, calculador, con cicatrices en el rostro y en el alma. En su pasado, una niña le salvó la vida… y él jamás olvidó aquella mirada.
Del otro lado, Paola, la gemela buena: dulce, amable, ignorada por su padre y por su hermana, Pérla, su gemela egoísta y arrogante. Pérla había sido prometida al Don, pero al ver sus cicatrices huyó sin mirar atrás. Ahora, Paola deberá ocupar su lugar para salvar la vida de su familia.
¿Podrá soportar la frialdad y la crueldad del Don?
Descúbrelo en esta nueva historia, un romance dulce, sin escenas explícitas ni violencia extrema.
NovelToon tiene autorización de Edina Gonçalves para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capítulo 8
La habitación del hotel estaba sumida en una suave penumbra, iluminada solo por las luces amarillas de la lámpara de noche. El olor a sábanas limpias y el silencio amortiguado de las paredes acogían a la familia en formación. Paola se sentó en el borde de la cama, con sus hijos al lado: Vitória agarrada a su brazo, Víctor con la mirada curiosa y atenta. Emílio permanecía de pie por unos instantes, como si no estuviera seguro de dónde colocar el cuerpo, hasta que Paola, con un gesto discreto, lo invitó a acercarse.
Respirando hondo, comenzó con calma:
—Mis amores... necesito contarles algo muy importante. —Hizo una pausa, con los ojos llorosos—. Este hombre aquí... Emílio... no es solo un amigo. Él es el padre de ustedes.
Los niños se miraron entre sí, primero confundidos, luego con los ojos brillantes de sorpresa. Víctor fue el primero en hablar, casi tropezando con las palabras:
—Mamá... entonces... ¿él es el chico?
Paola frunció el ceño, sin entender.
—¿Qué chico, mi amor?
El niño se acercó a Emílio, con los ojos fijos en él como si hubiera reencontrado a alguien perdido en el tiempo.
—El chico de mis sueños. Siempre veía a un hombre con tus ojos... que me llamaba "mi hijo". No sabía quién era... pero ahora lo sé. —Sonrió con inocencia, una alegría pura escapando por la comisura de la boca.
Vitória, animada, levantó las manos, como si no pudiera guardar el secreto solo para sí misma:
—¡Yo también! —exclamó—. Soñaba con un hombre que me acariciaba, me contaba historias y me llamaba "mi princesa". Siempre parecía tan real... y me despertaba feliz, como si hubiera recibido un abrazo de verdad. Eras tú, ¿verdad?
La voz de ella tembló de emoción, y Emílio, incapaz de contenerse, se arrodilló frente a los dos. Lágrimas brotaron en sus ojos, escurriendo sin vergüenza. Su corazón latía fuerte, casi doliendo.
—Sí... —respondió, con la voz embargada—. Los conocí en mis sueños. Cada noche en que cerré los ojos, ustedes estaban allí... llamándome, dándome fuerzas para continuar. Pensé que eran solo sueños... pero eran más que eso. Era el corazón de ustedes hablando con el mío.
Paola observaba la escena, con el pecho oprimido, sin saber si lloraba o reía. Los niños, encantados, se acercaron a Emílio y lo abrazaron de una vez —dos pequeños cuerpos calientes, llenos de vida, pegados al pecho de un hombre que nunca pensó que tendría la oportunidad de sentir aquello.
Emílio cerró los ojos, apretándolos contra sí como si temiera que se deshicieran en humo.
—Ustedes son el mayor regalo de mi vida... —susurró—. Y les prometo que nunca más voy a dejar que sientan mi falta.
Paola limpió discretamente las lágrimas que escapaban. Había dolor, sí, pero también esperanza. Y, por un instante, se permitió creer que tal vez, solo tal vez, la familia que tanto temió perder pudiera, finalmente, existir de verdad.
La noche avanzaba silenciosa en la habitación del hotel. Los niños, exhaustos por la emoción, se habían dormido acurrucados uno al otro, respiraciones leves embalando el ambiente como música suave. Paola acomodó una manta sobre ellos y quedó algunos instantes contemplando los pequeños rostros serenos, hasta que, al girarse, encontró a Emílio sentado en el sillón, observándolos en silencio.
La expresión de él era una mezcla de paz y melancolía. Paola respiró hondo y, con pasos vacilantes, se acercó. Se sentó en el borde de la cama, frente a él, y dejó escapar la pregunta que hacía tanto cargaba:
—Emílio... ¿y la máscara? —su voz era baja, casi un susurro para no despertar a los niños—. ¿Por qué ahora ya no la usas? No vi nada en tu rostro... nada de lo que siempre hablaron sobre ti.
Él demoró un instante, como si buscara coraje para abrir aquella herida. Después se inclinó hacia adelante, los codos apoyados en las rodillas, y habló con honestidad cruda:
—Me hice muchas cirugías, Paola. Pasé años intentando reconstruir el rostro que perdí... intentando volver a ser aquel muchacho que un día salvaste en el campo de flores. —Su voz se quebró—. Quería ser guapo... quería ser digno de mi niña.
Paola sintió el corazón oprimirse. Se acercó más y, con un gesto suave, tocó la mano de él. Había tanto dolor escondido en aquel hombre, tanto intento de reparar con la propia piel aquello que el tiempo había llevado.
Ella sonrió, y esta vez no había ironía, solo sinceridad:
—Emílio... aunque hubieras permanecido con el rostro desfigurado, eso jamás importaría para mí. —Sus ojos se humedecieron—. Porque el recuerdo que tengo de ti no está en tu apariencia... está en aquel muchacho que me sonrió en el campo de flores. El niño que yo salvé, y que, de alguna forma, también me salvó a mí.
Emílio levantó los ojos hacia ella, sorprendido con la ternura en sus palabras. Por primera vez en mucho tiempo, la sonrisa que escapó en sus labios no tenía máscara, ni dolor escondido: era simple, sincera, casi infantil.
—¿Aún me ves así? —preguntó, incrédulo.
Paola asintió, con los ojos fijos en él, como si la respuesta no necesitara palabras.
—Siempre te vi.
El silencio que se siguió fue intenso, pero no pesado. Era como si ambos finalmente hubieran despojado sus armaduras. Las cicatrices estaban allí, visibles e invisibles, pero había también algo mayor: la memoria del amor perdido, aún vivo, aún pulsante.
Emílio extendió la mano y, por un instante, solo la dejó reposar sobre la de ella. No necesitaban nada más allá de aquel gesto: dos almas quebradas intentando, poco a poco, reconocerse de nuevo...