Mi nombre era Rosana, pero morí en un motel de mala muerte con olor a humedad y fracaso. Lo último que recuerdo antes de desmayarme fue un tipo que pensaba que pagarme le daba derecho a todo. Spoiler: casi lo logra.
Desperté en una cabaña en medio del bosque, con siete hombres mirándome como si hubiera caído del cielo... o del catálogo de fantasías medievales. Y yo, sin entender nada, tuve la brillante idea de decirles que me llamaba Blancanieves. Porque, total, ¿qué más daba? Ya había vendido hasta mi orgullo… ¿por qué no mi identidad?
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capítulo 7
Mientras tanto, en las montañas sombrías que rodeaban el castillo de la Reina Ravenna, una pequeña cabaña tallada en piedra y madera escondía a la joven que todos creían muerta. Blancanieves. O al menos, eso decía la versión oficial. Porque la verdad, era más complicada.
Y más peligrosa.
Desde que los siete bandidos la rescataron, la vida de Blancanieves había sido todo menos tranquila. Ya no era la princesa asustada que había huido del castillo. Ahora entrenaba cada amanecer con Gael —el gruñón con más cicatrices que camisas—, quien apenas abría la boca salvo para corregir posturas o gruñir algo sobre “no morir estúpidamente”.
—Gira las caderas, niña —murmuró, mientras ella sostenía una daga oxidada—. Y deja de cerrar los ojos al atacar. Si haces eso en una pelea real, el siguiente bostezo será el último que des.
—Gracias por tu dulzura, maestro —replicó ella con sorna, empapada en sudor—. Casi me haces llorar.
—Llora cuando vivas lo suficiente para tener arrugas.
Mientras tanto, Nikolai —el callado y misterioso arquero con rostro de juez y el humor de una lápida— la instruía en el control de su magia. Una habilidad latente que Blancanieves apenas comenzaba a comprender.
—Tu poder es como el río —dijo con su voz baja, sin apartar la vista de ella—. No puedes empujarlo. Solo aprender a dejar que fluya a través de ti.
—¿Y si me ahoga? —preguntó ella, frustrada.
Nikolai no respondió de inmediato. Solo la miró con esos ojos grises de juicio eterno y luego murmuró:
—Entonces aprende a nadar más rápido.
El entrenamiento era duro. Físico. Mental. Doloroso. Pero cada día, Blancanieves se sentía más viva.
Ese mediodía, tras finalizar sus prácticas, decidió alejarse un poco. Quería respirar, dejar de oler sudor, madera y pan recién hecho —porque, sinceramente, Rurik, el fornido cocinero que siempre olía a pecado, estaba horneando desde antes del amanecer y sus tortas podían tentar a un santo.
Así que Blancanieves caminó hasta la cantera… aunque, honestamente, acabó desviándose hacia el río cercano. Allí el agua corría fría, y el sol brillaba entre los árboles.
Sin pensarlo dos veces, se despojó de su ropa, la dejó doblada junto a su daga sobre una roca, y se adentró en el agua con un suspiro.
Durante unos minutos, todo fue paz.
Hasta que el crujido de una rama la hizo girar.
—¿Quién está ahí?
Nada.
Salió del agua de inmediato, empapada, el cabello pegado al rostro. Se cubrió como pudo con el camisón de lino —delgado como la paciencia de Gael— y se abalanzó hacia la daga. Pero una figura enorme emergió de los árboles antes de que pudiera alcanzarla.
—Mira lo que encontré —gruñó una voz áspera. El cazador.
La misma cara. El mismo olor a hierro y bosque. Pero algo en él había cambiado. Ya no parecía confundido, ni arrepentido.
—Pensé que estabas muerta —dijo, sin sorpresa.
—Yo también pensé que eras decente —replicó ella, retrocediendo—. Pero se ve que ambos estábamos equivocados.
El hombre sonrió. Pero no era una sonrisa amable. Era la de un depredador que creía haber ganado.
—Te dejé al borde de la muerte —confesó con orgullo—. No entiendo cómo sobreviviste, pero no volveré a cometer el mismo error.
—Intenta otra vez —dijo ella, lanzándose a por la daga.
La lucha fue rápida y caótica. Blancanieves era ágil, pero él era un muro de músculos y brutalidad. Logró defenderse con cortes superficiales, esquivando por pura adrenalina… hasta que una sombra cruzó entre los árboles.
—¡Atrás, bastardo! —gritó Gael, lanzando una piedra del tamaño de un cráneo que impactó directo en la cabeza del cazador.
El hombre cayó pesadamente, como un árbol talado.
—¡Blancanieves! —la voz de Tobías se alzó entre el caos.
Y de pronto, todos estaban allí. Zev, el coqueto serial de guiños (que por una vez se le olvidó coquetear), Elías con sus lentes torcidos y voz temblorosa; Luciel, el enfermero con alma de monje y cara de tentación, que ya traía vendas por si acaso; Rurik, listo para convertir al cazador en filete; y Nikolai, que levantó una ceja como diciendo: ¿En serio saliste sola sin vigilancia?
Pero Blancanieves solo corrió.
A los brazos de Tobías.
Él la atrapó sin pensarlo. Su piel era cálida, su mirada tan asustada como la de ella. Y fue entonces cuando todos, absolutamente todos, notaron que Blancanieves estaba prácticamente desnuda. El camisón blanco, empapado, se había vuelto translúcido. Y Gael fue el primero en fruncir el ceño.
—¡Por el amor de los dioses…! —masculló, dándose la vuelta de inmediato.
Elías se ajustó los lentes con torpeza.
—Técnicamente, esto es una escena bastante común en literatura de tensión romántica…
—¡Cierra el pico, Elías! —bramó Zev, que también se giró aunque con dificultad.
Rurik tosió. Luciel murmuró una oración.
Solo Tobías parecía congelado, con las mejillas más rojas que los manzanos del bosque. Lentamente, se quitó su chaqueta y, con manos temblorosas, la colocó sobre los hombros de Blancanieves.
—Te… te encuentras bien? —preguntó, casi tartamudeando.
Ella lo miró, jadeante, los ojos húmedos por la emoción, el miedo y el alivio.
—Ahora sí.
Y se aferró a él como si fuera el último refugio en el mundo.
—¿Alguien puede decirme por qué la princesa está sola, desarmada y en camisón, en medio del bosque? —masculló Gael, mientras ataba al cazador inconsciente.
—Porque a veces necesito un maldito baño, Gael —replicó Blancanieves desde la chaqueta de Tobías—. No todo es entrenamiento y gritarme.
—Bueno, si quieres seguir viva, deberías bañarte con compañía. Rurik puede hacerte de niñera.
—¿Por qué yo? —protestó el cocinero.
—Porque todos saben que eres el mas fuerte —dijo Zev con sarcasmo—. Y el que mejor amasa pan.
Mientras todos volvían hacia la cabaña arrastrando al cazador atado y refunfuñando, Tobías se quedó un poco atrás, caminando junto a Blancanieves. Ella aún temblaba ligeramente, y él sostenía la chaqueta para cubrirla mejor.
—Pensé que te había perdido —murmuró él, sin mirarla.
—Yo también. Pero sobreviví… porque quiero vivir. Porque tengo razones ahora.
—¿Y esas razones… tienen nombre?
Ella lo miró de reojo, y sus labios se curvaron apenas.
—Siete nombres. Aunque uno en particular me hace sonreír un poco más que los otros.
Tobías se puso rojo otra vez.
—Espero que sea Elías. El tipo es tan sabio que da miedo.
—No, no es Elías —dijo ella, divertida—. Es el rubio adorable con neuronas en huelga… pero un corazón gigante.
Tobías se detuvo en seco. Ella también.
Sus ojos se encontraron. Y aunque no hubo besos, ni promesas grandilocuentes, el silencio entre ellos lo dijo todo.
Blancanieves tomo su mano con delicadeza y agregó.
– Vamos, se preocuparán si no nos ven...
Sin decir nada Tobías solo asintió con una sonrisa en los labios y se dejó llevar, por esa jovencita que tiraba de su mano.
Definitivamente. Déjà Vu
déjà Vu! cuando Abigail se enteró que estaba embarazada