Perteneces a Mí
Una novela de Deanis Arias
No todos los ricos quieren ser vistos.
No todos los que parecen frágiles lo son.
Y no todos los encuentros son casualidad…
Eiden oculta su fortuna tras una apariencia descuidada y un carácter sumiso. Enamorado de una chica que solo lo utiliza y lo humilla, gasta su dinero en regalos… que ella entrega a otro. Hasta que el olvido de un cumpleaños lo rompe por dentro y lo obliga a dejar atrás al chico débil que fingía ser.
Pero en la misma noche que decide cambiar su vida, Eiden salva —sin saberlo— a Ayleen, la hija de uno de los mafiosos más poderosos del país, justo cuando ella intentaba saltar al vacío. Fuerte, peligrosa y marcada por la pérdida, Ayleen no cree en el amor… pero desde ese momento, lo decide sin dudar: ese chico le pertenece.
Ahora, en un mundo de poder oculto, heridas abiertas, deseo posesivo y una pasión incontrolable, Eiden y Ayleen iniciarán un camino sin marcha atrás.
Porque a veces el amor no se elige…
Se toma.
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Capítulo 7 – La Sangre del Silencio
El sol se colaba tímidamente por los ventanales oscuros del salón de estrategia, pero su luz parecía no tocar nada. Como si supiera que en ese lugar no reinaba el día, sino las decisiones que se tomaban bajo la sombra.
Eiden estaba allí, solo. Frente al mismo tablero que horas antes había visto con Ayleen. Imágenes proyectadas flotaban en el aire: nombres, rutas, códigos. Todo era información viva, peligrosa. Por primera vez, no lo veía como un simple juego de poder. Era un lenguaje. Uno que debía aprender si quería estar a su altura.
El aire olía a cuero, metal y algo más… algo más antiguo. Miedo, tal vez.
Se sentó frente al panel central. Sus dedos tocaron la pantalla, dudosos. No estaba allí para tomar decisiones, pero había algo en su interior que exigía moverse, actuar, entender. Porque si iba a caminar junto a Ayleen, tenía que aprender a navegar entre las sombras sin perder su luz.
Ayleen lo observaba desde la puerta, sin que él lo notara. Estaba de pie, en silencio, con los brazos cruzados y los ojos más serios de lo habitual. Había algo en su expresión que no pertenecía a su máscara habitual de control. Era una mezcla de orgullo, duda… y una chispa de miedo.
—Estás empezando a entender —dijo por fin.
Eiden giró, un poco sobresaltado.
—No sabía que me vigilabas.
—No te vigilaba. Te observaba. Es distinto.
—¿Y cuál es la diferencia?
Ella entró lentamente.
—Vigilar es desconfiar. Observar es cuidar.
Se acercó al panel y apagó la proyección con un solo movimiento. Eiden notó que lo hacía sin esfuerzo, como quien conoce cada secreto de esa habitación.
—¿Qué escondes aquí que no debería ver aún? —preguntó él, con voz baja.
Ayleen lo miró, pero no respondió. En lugar de eso, caminó hacia un estante en la pared. Presionó un compartimiento oculto y reveló una pequeña caja metálica. Era antigua, con grabados apenas visibles.
—Esta caja contiene uno de los secretos más importantes de mi familia. Y no está en ningún registro digital. Porque lo que vive aquí… no puede ser borrado ni reescrito.
Eiden tragó saliva.
—¿Puedo saber qué es?
Ella sostuvo la caja un momento. Luego, sin abrirla, la volvió a cerrar en su escondite.
—Aún no. Pero si te quedas… si sigues creciendo… llegará el momento.
Él no insistió. Pero en sus ojos ya brillaba la curiosidad.
Horas después, Eiden caminaba por el ala norte de la propiedad. Nunca había estado allí. Era una parte más antigua, con jardines olvidados y ventanas tapiadas. Allí se encontró con una de las pocas personas que realmente lo intimidaban: Helena, la mano derecha del padre de Ayleen.
—Así que tú eres el nuevo —dijo ella, sin saludar.
Tenía el rostro duro, cabello gris recogido con precisión militar, y unos ojos que parecían ver más de lo que mostraba.
—Depende de lo que entienda por "nuevo" —respondió Eiden, tratando de sonar seguro.
Helena lo miró de arriba abajo.
—El último chico que intentó acercarse a Ayleen… terminó pidiendo protección para salir del país. Espero que estés preparado para lo que implica tener su atención.
—No la tengo. Me la dio —corrigió él.
Helena sonrió, apenas.
—Esa es la frase correcta. Pero no te confíes. Ayleen es fuego. Y el fuego… purifica o destruye.
Eiden asintió.
—Estoy dispuesto a arder.
Esa noche, Ayleen lo llevó a un lugar especial.
Subieron a la azotea más alta del complejo. Desde allí, la ciudad parecía una maqueta dorada. La brisa era fría, pero ella estaba sin abrigo.
—Aquí venía mi madre —dijo de repente—. Cuando mi padre cerraba tratos, cuando todo parecía volverse demasiado… ella venía aquí. Decía que las luces le recordaban que la oscuridad no lo controlaba todo.
Eiden la miró en silencio.
—¿Qué pasó con ella, Ayleen?
Ella guardó silencio por largos segundos. Luego habló, sin mirarlo.
—Mi madre fue asesinada. Por alguien que quiso enseñarle a mi padre una lección. Solo que ella no era la lección. Ella era el castigo.
Eiden sintió que el corazón se le comprimía.
—¿Tú lo viste?
Ella asintió.
—Era pequeña. Pero lo recuerdo todo. La sangre. El grito. El rostro de quien lo hizo. Está tatuado en mi memoria. Y desde ese día… decidí que nadie más me quitaría lo que amo.
Se giró hacia él.
—Por eso te advierto una última vez: si vas a quedarte, no puedes ser débil. Porque si algún día alguien te toca… yo voy a arder hasta convertirlo todo en cenizas.
—Entonces déjame ser fuerte —dijo Eiden, sin vacilar—. Enséñame a arder contigo. Pero no me alejes.
Ella lo abrazó. No con pasión. Con fuerza.
—No me dejes tú.
—No lo haré.
Pero mientras la ciudad dormía, un mensaje encriptado entraba por una red que nadie había usado en años. No era para Ayleen. Ni para Eiden. Era para Helena.
Solo tenía tres palabras:
“El Silencio Vuelve.”
Helena lo leyó. Y por primera vez en años… tembló.
Porque “el Silencio” no era una amenaza.
Era una persona.
Y si él regresaba… ni el amor, ni la furia, ni la promesa de fuego bastarían para detener lo que estaba por comenzar.