Matrimonio de conveniencia: Engañarme durante tres meses
Aitana Reyes creyó que el amor de su vida sería su refugio, pero terminó siendo su tormenta. Casada con Ezra Montiel, un empresario millonario y emocionalmente ausente, su matrimonio no fue más que un contrato frío, sellado por intereses familiares y promesas rotas. Durante tres largos meses, Aitana vivió entre desprecios, infidelidades y silencios que gritaban más que cualquier palabra.
Ahora, el juego ha cambiado. Aitana no está dispuesta a seguir siendo la víctima. Con un vestido rojo, una mirada desafiante y una nueva fuerza en el corazón, se enfrenta a su esposo, a su amante, y a todo aquel que se atreva a subestimarla. Entre la humillación, el deseo, la venganza y un pasado que regresa con nombre propio —Elías—, comienza una guerra emocional donde cada movimiento puede destruir... o liberar.
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Capítulo 2 – Parte 2: "Quedarse también puede ser una forma de rendirse"
Capítulo 2 – Parte 2: "Quedarse también puede ser una forma de rendirse"
El vapor comenzaba a llenar el baño, empañando los espejos, cubriendo las paredes como una neblina espesa que no dejaba ver con claridad. Pero era solo una réplica del torbellino emocional que sacudía el alma de Aitana Reyes.
Sentada en el suelo, con el vestido empapado y el cabello pegado al rostro, lloraba en silencio. Ya no con gritos. No con furia. Lloraba con esa tristeza callada que quiebra por dentro.
Su cuerpo temblaba, no por el frío, sino por el agotamiento de tantas emociones contenidas.
“¿Qué hice mal?”
“¿Por qué no fui suficiente?”
“¿Por qué no me eligió, si le di todo de mí?”
Las preguntas se repetían una y otra vez, como cuchillos girando en su mente. Se abrazó las piernas, encogiéndose sobre sí misma. No parecía una mujer adulta en ese momento. Parecía una niña herida, abandonada en medio de una tormenta.
Recordó la primera vez que vio a Ezra Montiel. Su porte imponente, su seguridad al hablar, ese aire de superioridad que no todos podían sostener sin parecer arrogantes. Él sí. Y ella… ella lo idealizó.
“Creí que me estaba enamorando. Pero solo me estaba perdiendo.”
La tristeza era tan densa que podía respirarse.
Aitana sintió una punzada en el pecho al recordar los pocos momentos de ternura que él le ofreció al principio del matrimonio. Una caricia en la espalda cuando creía que dormía. Una taza de café caliente esperándola una mañana. Un abrazo fugaz cuando perdió a su madre.
Pequeños gestos. Migajas. Y aun así, ella construyó un banquete emocional sobre eso. Como si de verdad pudiera amarlo por los momentos breves y no por la verdad constante.
La verdad: nunca la amó. Nunca la eligió.
El agua seguía cayendo, tibia, como si intentara aliviarle las heridas. Pero no lo lograba. El dolor era demasiado profundo.
—¿Qué hago con este amor que me está matando? —susurró Aitana, su voz apenas audible entre el eco del agua.
Miró hacia arriba, como si esperara una respuesta divina.
En ese momento, golpearon la puerta.
—Aitana… —la voz de Ezra sonó más baja, casi insegura—. Abre, por favor. Hablemos.
Ella no respondió.
No quería hablar. No quería que él la viera así: rota, derrotada, vulnerable.
—Sé que estás llorando. Lo escucho… —agregó él, más suave—. No quise herirte así. Solo… solo me siento atrapado.
¿Atrapado?
Esa palabra encendió una chispa dentro de ella. ¿Era él la víctima ahora?
Aitana se levantó lentamente, apagó la regadera y se miró al espejo empañado. Deslizó la palma sobre el cristal hasta ver su reflejo. O al menos lo que quedaba de él. Sus ojos estaban hinchados, su cara pálida, sus labios temblorosos. No era la mujer alegre que solía ser. Era un fantasma en carne viva.
Y sin embargo… ahí seguía. En pie.
Se quitó el vestido con dificultad. El peso del agua lo había vuelto una armadura pesada. Lo dejó caer al suelo y se envolvió en una bata de toalla. Salió del baño con pasos lentos, con el corazón aún golpeado.
Abrió la puerta.
Ezra estaba allí, de pie, con el ceño fruncido. Iba a decir algo, pero ella levantó una mano.
—No digas nada —dijo, con una voz tranquila que escondía un volcán—. No quiero explicaciones. No las necesito.
Él la miró, confundido. Por primera vez, no sabía qué decir.
—No quiero pelear. No ahora. No más —continuó ella—. Puedes dormir en la habitación de invitados. Y no te preocupes, Ezra… no voy a firmar el divorcio solo porque te conviene.
Él frunció el ceño.
—¿Sigues con eso?
—Sí. Porque aunque me duela, tengo derecho a quedarme. Así como tú tenías derecho a irte… y no lo hiciste.
Se giró y caminó hacia el vestidor sin mirarlo.
Ezra permaneció unos segundos inmóvil. Luego, sin decir nada más, bajó las escaleras. La puerta de la habitación de invitados se cerró con un suave clic.
Y en la suite principal, Aitana soltó el aire que venía conteniendo.
Estaba herida. Pero no destruida.
Ya no lloraba con desesperación. Ahora lloraba con rabia.
Y esa rabia… era el inicio de algo nuevo.