La vida de Lucía era perfecta… hasta que invadieron el reino. Sus padres murieron, su hermano desapareció, y todo fue orquestado por su tío, quien organizó una revuelta para quedarse con el trono.
> Lo peor: lo hizo desde las sombras. Después del ataque al palacio, él supuestamente llegó para salvarlos, haciendo retroceder al enemigo y rescatando a la pequeña princesa, quedando así como un héroe ante todos.
> ¿Podrá Lucía descubrir la verdad y vengar a su familia?
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El Funeral del Reino
Saúl tomó en brazos a la pequeña princesa y la llevó apresuradamente ante Carlos.
—Mi señor… la princesa se desmayó. Estaba en el jardín cuando maté a la reina, —informó con voz temblorosa.
Carlos se detuvo en seco. Su mirada se volvió oscura.
—Eres un inútil, Saúl. No haces nada bien, —escupió con rabia—. Dime… ¿te vio?
—Sí, mi señor. Al oír su grito volteé… y me miró.
Carlos entrecerró los ojos, y sin más advertencia, lo golpeó con violencia en el rostro. Saúl trastabilló hacia atrás, sujetándose la mejilla ensangrentada. Carlos le arrebató a Lucía de los brazos con brusquedad contenida.
—Espero que al menos una vez hagas algo bien, —le dijo con voz gélida—. Que no quede ningún testigo. No dejes a ningún sirviente con vida en este palacio.
—Sí, mi señor, —murmuró Saúl, aún aturdido, antes de girarse para cumplir su orden.
Carlos montó su caballo con la niña aún inconsciente en brazos. Cubrió su rostro con su capa, y sin decir una palabra más, abandonó los terrenos del palacio.
Al cruzar el pueblo, los habitantes salieron al paso, murmurando con ojos llenos de temor y esperanza.
—¡Es el príncipe Carlos!
—Estábamos muy preocupados… decían que el palacio había sido atacado.
—Pero parece que llegó para salvarnos.
—Aunque… ¿por qué lleva a la princesa?
Carlos con su porte decidido, su semblante grave y la imagen de la niña en sus brazos eran todo lo que necesitaba para que el rumor comenzara a crecer: todos creerían que él había regresado como un salvador.
Al llegar a la mansión, Carlos cruzó el portón principal a caballo, con Lucía aún desmayada entre sus brazos. Los criados corrieron a abrir las puertas al verlo, temblorosos ante su imponente presencia. Él no les dirigió palabra. Solo pidió una habitación privada, cálida y con las cortinas cerradas.
—Que nadie la despierte sin mi permiso —ordenó con voz firme.
Mientras los sirvientes obedecían, Carlos se encerró en su despacho. Extendió un mapa sobre la mesa y marcó los nombres de los lores que le eran leales... y aquellos que aún debía “convencer”.
Horas después, hizo publicar una declaración oficial:
> “Ante el vil ataque de los soldados del rey Rolan contra el palacio, el rey Arturo ha caído luchando como un héroe. La reina fue capturada y ejecutada por los enemigos. La princesa Lucía fue rescatada por su tío, quien llegó a tiempo para hacer retroceder al enemigo. El reino está a salvo.”
Por su parte, se dice que el joven príncipe está desaparecido tras una emboscada. La búsqueda comenzará de inmediato.
Desde el silencio profundo del sueño, Lucía flotaba entre la niebla de un lugar que parecía sacado de la memoria. A su alrededor no había muros ni cielo, solo una claridad suave que acariciaba como el sol al amanecer. Sentía calor, pero no físico; era un calor que nacía dentro del pecho, como si alguien la estuviera abrazando desde muy lejos.
Allí estaba él. Su padre: fuerte, sonriente, con los ojos llenos de ternura. Lucía sintió cómo su corazón palpitaba con fuerza, como si fuera a correr hacia él, pero sus pies no se movían.
—Papá... —quiso decir, pero la voz no salía. Solo lágrimas.
El rey se acercó un paso, sereno, inmenso. Su voz no fue un sonido, sino una certeza que se clavó directamente en su mente:
—Debes ser fuerte, mi estrella... Tu madre y yo cuidamos de ti, pero ten cuidado: nada es lo que parece.
Lucía sintió un nudo en el estómago. ¿Qué quería decir? ¿A quién debía temer? Miró a su alrededor, buscando a su padre, pero solo vio sombras que se movían como si algo las agitara desde el fondo. El rostro de su padre empezó a desvanecerse como si se lo llevara el viento… y ella, entre el temblor y el llanto, gritó con la fuerza de su alma:
—¡No te vayas! ¡Papá!
Pero la niebla lo cubrió todo. Solo quedó flotando aquella frase: “Debes ser fuerte.”
Y entonces, Lucía abrió los ojos.
—Despertaste —dijo Carlos al ver a la niña abrir los ojos.
—¿Tío...? —murmuró ella con voz quebrada—. ¿Mi mamá? Quiero verla.
—Lo siento, pequeña… tu madre ya no está —respondió Carlos con suavidad.
Los ojos de Lucía comenzaron a llenarse de lágrimas.
—¿Y papá? ¿Dónde está mi papá, tío?
Carlos se acercó a la cama y la abrazó con fuerza.
—Tus padres ya no están, Lucía. Pero tu tío te cuidará.
La niña comenzó a llorar con más fuerza, hundida en su dolor.
—¡Papá... mamá...! No, no es cierto... ¡No lo acepto! ¿Y mi hermano? ¿Cuándo regresará de la frontera? ¡Él dijo que cuidara a mamá y no lo hice... no lo hice...! —sollozaba, temblando.
—Tu hermano está desaparecido —dijo Carlos con tono sombrío—. Dicen que sufrió una emboscada y no han encontrado su cuerpo. Según las investigaciones, cayó por un acantilado.
—¿Lucas también...? —gimió Lucía, retorciéndose de dolor en los brazos de su tío.
—Debes descansar —le susurró Carlos mientras la acomodaba con cuidado—. El funeral será mañana. Estuviste inconsciente dos días. El médico vendrá a revisarte... descansa.
Carlos salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí. Lucía quedó sola, abrazada a su almohada, con las lágrimas escurriéndole por el rostro. El silencio era tan hondo que solo se oía el eco de su llanto.
Un par de horas después, cuando el sol se deslizaba tímido detrás de las cortinas cerradas, un golpecito suave en la puerta interrumpió el silencio.
—¿Puedo pasar, alteza? —preguntó una voz amable del otro lado. Era el médico real.
Al no recibir respuesta, abrió con cuidado. Lucía yacía aún en la cama, con los ojos hinchados y la mirada perdida en el techo. No dijo nada, pero asintió débilmente cuando lo vio acercarse.
El médico, un hombre de edad avanzada con manos firmes y expresión cálida, se sentó junto a ella con un cuenco de agua tibia y un paño limpio. Con gestos delicados, le humedeció la frente y tomó su pulso con cuidado.
—Tu cuerpo está débil, pero se recuperará —dijo en tono suave, casi como una promesa—. Tu corazón... necesitará más tiempo.
Lucía no respondió. Solo una lágrima resbaló sin ruido por su mejilla.
El médico revisó sus reflejos, le hizo algunas preguntas cortas que ella apenas contestó con monosílabos, y terminó por cubrirla con una manta más gruesa.
—El dolor te va a doler, princesa... pero no te va a detener, dijo al levantarse, en voz baja, como si se lo dijera más a su alma que a su cuerpo.
Antes de irse, apagó una lámpara encendida para dejar la habitación sumida en un crepúsculo suave. Lucía cerró los ojos de nuevo, y el peso del silencio volvió a posarse, más ligero, más tibio…
Al día siguiente: El día amaneció cubierto por un velo gris. Las nubes se cernían bajas sobre la capital, como si el cielo mismo compartiera el duelo del pueblo.
En la explanada frente al templo mayor, dos féretros de ébano tallado reposaban sobre un altar elevado, cubiertos por los estandartes reales del rey Arturo y la reina Olivia.
Lucía, vestida de blanco como dictaba la tradición para los miembros de la realeza en luto profundo, caminó junto a su tío hasta el altar. Su rostro estaba pálido, y aunque sus ojos aún mostraban huellas del llanto, mantenía la barbilla alta. Sabía que todos la observaban.
Carlos, a su lado, vestía de negro y dorado. Con una expresión solemne, colocó una mano en el féretro del rey y bajó la cabeza brevemente. Un gesto calculado, pero efectivo. Varios lo imitaron sin pensar.
El sacerdote real alzó la voz para entonar la antigua plegaria de la despedida. Era una letanía que hablaba del regreso de las almas al viento, de la vigilia eterna, y del deber de los vivos de honrar los sacrificios.
Cuando la plegaria llegó a su fin, el murmullo del viento pareció tomar el relevo del sacerdote. Los asistentes guardaron un largo silencio, como si esperaran una señal antes de seguir adelante.
Dos soldados reales, se acercaron a los féretros y los cubrieron con un último velo blanco. Acto seguido, los bajaron del altar con delicadeza, mientras los presentes inclinaban la cabeza. La procesión reanudó su marcha, lenta y respetuosa,
El cortejo atravesó la ciudad hasta llegar al Bosque de la Corona, el lugar sagrado reservado a los miembros de la realeza. Allí, bajo dos enormes robles, los féretros fueron colocados en sus nichos de mármol, uno junto al otro. El sacerdote pronunció las palabras finales:
—Que sus almas encuentren descanso en la raíz del reino, y que sus nombres nunca sean olvidados.
Lucía, aún frágil pero decidida, llevaba en las manos una rosa blanca y el medallón de su madre.
Primero depositó el medallón en la sepultura de su padre. Luego, con un gesto delicado, dejó la rosa sobre la de su madre.
por otro lado, los ciudadanos llenaron las plazas con velas encendidas, improvisando altares para honrar a Arturo y a la reina. Algunos lloraban abiertamente, cubriéndose el rostro con los pañuelos ennegrecidos por el polvo del día; otros simplemente miraban al cielo, en silencio, como si esperaran una señal.
Entre los murmullos de duelo, comenzó a surgir un nuevo tema: Carlos.
—¡Fue él quien salvó a la princesa! —gritaba una mujer desde un balcón, agitando un pañuelo blanco.
—Lo vi, lo juro por mi alma. Cruzó la colina con la muchacha en brazos. Venía herido, pero no soltaba las riendas —aseguraba un anciano entre un corro de vecinos que lo escuchaban con atención.
Muchos comenzaron a repetir: “Nos ha salvado”, como si esa frase les devolviera la esperanza. Para algunos, Carlos ya era un héroe. Para otros… un misterio envuelto en valentía y oportunidad.
En los barrios bajos, los niños jugaban a ser él, montando caballos imaginarios con palos de escoba, mientras gritaban: “¡Por Lucia!” como si el acto de rescatarla hubiera borrado cualquier sombra de duda.
Y sin embargo, en las esquinas más silenciosas, surgían preguntas en voz baja:
—¿Por qué Carlos y no el joven príncipe?
—¿Cómo llegó tan rápido?
—¿Y si él sabía más de lo que dice?
Pero por ahora, la mayoría eligió creer. En medio del luto, necesitaban un salvador. Y Carlos, en ese momento, lucía exactamente como uno.