Lo llamaban la flor del imperio. Tan perfecto, tan puro, tan irremediablemente suyo.
No era libre. No lo había sido desde que sus ojos cruzaron con los del emperador. Él lo llamo "La Flor del Imperio" y desde entonces no volvió a caminar solo.
Rodeado de lujos, pero encadenado al deseo de un hombre que confundía amor con poder, belleza con pertenencia.
—Eres mío— susurró —. Mi flor. Mi único tesoro y nadie roba lo que es del Emperador.
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Un Acto de Rebeldía
Eirian
—No necesito tu altar —dije con frialdad, clavando la mirada en sus ojos dorados—. Ni tus raíces. Ni tus pétalos dorados. No soy tu flor. No soy nada tuyo.
El emperador entrecerró los ojos. Por un instante, el rostro que mostraba al mundo —sereno, calculador, casi divino— se agrietó. Algo brilló detrás de esa máscara, algo más oscuro. Más humano.
—¿Sabes lo que estás diciendo?
—Lo sé mejor que nunca —respondí sin titubear—. Anoche no fue amor. Fue un espectáculo para ti. Me usaste como un actor que no pidió subir al escenario.
—¿Eso crees que fue? —dijo, dando un paso hacia mí—. ¿Un acto? Eirian, yo no soy un hombre que reparta su cama por capricho. Pude haber elegido a cualquiera. Pero te elegí a ti.
—No me elegiste. Me arrancaste. Como quien corta una flor para encerrarla en una vitrina.
—Porque el mundo no merece mirarte como yo lo hago —gruñó, tomándome por los brazos—. No entienden tu belleza. No sabrían cómo cuidarte. Yo sí.
Me solté de su agarre, con fuerza.
—¿Y si no quiero ser cuidado?
—Entonces serás protegido a la fuerza —su voz era baja, pero afilada como una daga—. ¿Sabes cuántos morirían por estar en tu lugar?
—Y yo daría lo que fuera por estar en el suyo.
Un silencio pesado cayó entre nosotros. Un cuervo graznó desde una rama cercana, como si el propio jardín se hubiera incomodado con mis palabras.
—Eres como una flor silvestre —dijo al final, más para sí mismo que para mí—. Hermosa, pero rebelde. Inquieta. Tendré que enseñarte a quedarte quieto.
—Tendrás que arrancarme las raíces primero.
El emperador alzó una ceja. Luego sonrió. No como un hombre herido, sino como alguien que disfrutaba el reto.
—Te dije que eras especial, Eirian. La más exquisita flor del imperio. ¿Sabes por qué me atraes tanto? Porque aún no te has quebrado.
—Y no lo haré.
—Todos se quiebran.
—No yo.
Él me estudió por largos segundos. Luego se giró lentamente, alejándose entre los árboles de cristal.
—Esta noche —dijo sin mirarme—. Habrá una cena con la corte. Tú te sentarás a mi derecha.
—No pienso asistir.
—Oh, mi flor rebelde… —su voz era suave, casi melancólica—. Eso fue lo que dijiste la última vez.
Y con eso, desapareció entre los setos, dejándome solo entre pétalos frágiles y raíces transparentes… y con una decisión latiendo en mi pecho.
No quería volver al palacio.
Pero las raíces ya estaban demasiado profundas.
Mientras vagaba entre corredores de mármol y tapices dorados, una sombra se acercó a mí con pasos sigilosos. Era un joven sirviente, de cabello castaño claro y mirada asustada.
—Mi señor… —susurró—. Necesita saber la verdad antes de que sea demasiado tarde.
—¿Quién eres?
—Alguien que ha visto lo que ocurre con las flores marchitas —tragó saliva—. No eres el primero que él trae aquí.
Mi estómago se encogió.
—¿Qué quieres decir?
—Antes que usted, hubo otro. Un músico. Una voz hermosa. Cuando dejó de cantar… desapareció.
—¿Y nadie hizo nada?
—Todos tienen miedo. Todos sirven. O desaparecen.
Sus ojos me imploraban silencio, pero su voz temblaba por el peso de la verdad.
—Esta noche… en la cena con la corte, el emperador anunciará que elegirá una nueva emperatriz. Oficial. Una mujer. Dice que el imperio necesita estabilidad. Pero todos saben que es una forma de... de empezar a dejarlo atrás.
—¿Y yo?
—Usted ya no encaja en el cuento que quiere contar.
Mi pecho se apretó. No sabía si sentía miedo o furia. Tal vez ambas.
La conversación fue interrumpida por un grupo de nobles que venía del salón principal. Risas fingidas, vestiduras opulentas, máscaras de seda. Y él, al frente.
El emperador.
—¡Mi flor! —sonrió abiertamente, como si todo fuera un juego—. Qué bueno que decidiste unirte a nosotros.
No me moví.
—No vine por ti. Vine a escuchar con mis propios oídos cómo planeas reemplazarme.
La sala entera se congeló. Los nobles se miraban entre sí, tensos. El emperador se quedó en silencio unos segundos... hasta que soltó una carcajada.
—¡Ah, qué adorable rebeldía! —rió—. Tan bella incluso cuando muerde.
Se acercó. Su rostro estaba a escasos centímetros del mío. El calor de su presencia era sofocante.
—¿Crees que puedes herirme con tus palabras, Eirian? Yo soy el imperio. Yo decido qué flores florecen… y cuáles se marchitan en la oscuridad.
Levantó la mano, y dos guardias se colocaron a mis espaldas.
—Llévenlo al calabozo de la torre este —ordenó con voz fría, sin mirarme—. Tal vez a solas, sin sol ni luz… mi flor aprenda a crecer como debe.
—¡Eres un monstruo! —grité, forcejeando mientras me arrastraban—. No soy tuyo. Nunca lo fui.
—¿No? —preguntó sin volverse—. Entonces... ¿por qué duele tanto, Eirian?
La última imagen que vi antes de que las puertas se cerraran tras mí fue el círculo de nobles fingiendo no ver, fingiendo no oír.
Y su voz, resonando como un eco venenoso:
—Las flores más bellas crecen en la oscuridad… cuando aprenden a obedecer.