Mucho antes de que los hombres escribieran historia, cuando los orcos aún no habían nacido y los dioses caminaban entre las estrellas, los Altos Elfos libraron una guerra que cambiaría el destino del mundo. Con su magia ancestral y su sabiduría sin límites, enfrentaron a los Señores Demoníacos, entidades que ni la muerte podía detener. La victoria fue suya... o eso creyeron. Sellaron el mal en el Abismo y partieron hacia lo desconocido, dejando atrás ruinas, artefactos prohibidos y un silencio que duró mil años. Ahora, en una era que olvidó los mitos, las sombras vuelven a moverse. Porque el mal nunca muere. Solo espera...
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El Principio del Fin
En los silenciosos claustros del monasterio de la Luz, el eco de los pasos de los paladines resonaba como un tambor sagrado. Samael, ahora con 16 años, ya no era el niño tembloroso que una vez empuñó un martillo de campesino, sino un joven de mirada firme y corazón templado en la fe. Bajo la mirada atenta del Gran Maestro, se enfrentaba a tres hermanos de armas. El combate no era brutal, sino fluido, como una danza entre la luz y la determinación. El joven bloqueaba y respondía con gracia, cada golpe era medido, cada paso una lección aprendida.
Pero un comentario entre los adversarios rompió la armonía. “Aún hueles a establo, campesino.” La sangre de Samael hirvió. Los recuerdos de la noche en que perdió a su padre regresaron como relámpagos. Rompió la formación, y con furia desatada, golpeó con violencia. El Gran Maestro levantó su voz como un trueno:
—¡BASTA!
Todos se detuvieron. El maestro caminó con gravedad hacia él y le dijo:
—Nosotros no somos animales. No somos ellos. Fuiste recogido del fuego y el barro, no vuelvas allí, hijo mío.
Samael, con la mirada baja, respiró hondo. —Sí, maestro. No volveré a sucumbir a la ira.
El mentor asintió y, sin más palabras, lo condujo a una cámara sagrada. Allí, sobre un pedestal de piedra tallada, reposaban la armadura dorada como la aurora, una capa del color del oro líquido y un martillo forjado en los fuegos de la fe.
—Te he entrenado bien estos años. Ha llegado el momento de portar lo que mereces.
Samael, con respeto y emoción contenida, se ciñó la armadura. Era más que un equipo: era su promesa hecha carne.
—¿Cuál es mi deber ahora, maestro?
—Tu deber es servir a la Luz, fiel a nuestras creencias y a los inocentes. Desde los altos mandos se te ha asignado una misión delicada: infiltrarte en un asentamiento orco. Se sospecha que practican magia oscura... algo que no es común entre su raza. Recupera cualquier información o artefacto que encuentres. Esto podría marcar el inicio de una guerra mucho más grande.
Samael asintió con solemnidad. Esa misma noche, montó su corcel blanco y partió rumbo a las Tierras Rojas, donde el destino comenzaría a tejer un nudo imposible de desatar.
Mientras tanto, en la oscuridad de la capital, en lo más profundo de la Ciudadela de las Sombras, el joven Vorn se movía como una sombra entre las columnas. Ya no era el niño hambriento, sino el prodigio del silencio. Alastor, el Rey de los Asesinos, lo observaba con orgullo.
—Mírate... seis años atrás eras solo un perro flaco. Hoy eres la daga más afilada de mi arsenal.
—Sobreviví... y aprendí —dijo Vorn mientras limpiaba el filo de su daga.
—Te haré probarlo, ven. La Jaula espera.
En el coliseo subterráneo, la multitud de asesinos rugía. Vorn entró sin miedo. Tres rivales lo rodeaban, seguros de su victoria. En segundos, dos cayeron, dormidos por el veneno silencioso. El tercero, el favorito del público, lo enfrentó con arrogancia.
—No ganarás solo por ser protegido del Rey. Cuando caigas, reclamaré tu lugar... volverás a ser basura.
Vorn ni parpadeó.
—Mientras hablabas, te inyecté algo. Ya no puedes mover la pierna.
El joven rival cayó de rodillas, paralizado.
—No vales la pena de matar. Vive con la vergüenza.
El coliseo estalló. Todos coreaban su nombre:
—¡Vorn! ¡Vorn! ¡Hijo de la Dama de la Noche!
Alastor, levantándose de su trono, alzó la voz:
—¿Alguien más duda de mi obra maestra?
Esa misma noche, durante un banquete privado, Alastor entregó la misión que marcaría el destino:
—Un gran señor nos ha pagado con oro puro. Quiero que vayas a las tierras de los orcos y robes un artefacto. Pero hay un problema... los paladines mandaron a uno de los suyos. Samael. Tiene tu edad. Si lo ves... elimínalo.
Vorn solo asintió.
—Partiré esta noche.
Montando un hipogrifo oscuro, desapareció en el cielo nocturno, rumbo al mismo destino que Samael. Las dos caras de la misma moneda ya estaban lanzadas al viento. El encuentro era inevitable.
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