Todos los años, en otoño, un alma humana desaparece del internado. Este año, ella llegó para quedarse.
Annabelle Drayton es enviada a estudiar al Instituto St. Elric tras una tragedia familiar. Ubicado en una antigua abadía sobre un acantilado, rodeado de bosques y niebla perpetua, el lugar parece congelado en el tiempo.
Lo que no sabe es que algunos de los alumnos no envejecen. No respiran. No sueñan. Y cada uno de ellos guarda un pacto sellado hace siglos: nunca acercarse demasiado a los humanos.
Théodore Ravencourt, el más enigmático entre ellos, ha seguido esa regla por más de cien años. Hasta ahora.
Annabelle no es como las demás. Hay algo en su sangre, en sus sueños, en su presencia, que lo arrastra hacia la vida… y hacia el peligro.
Pero cuando ella comienza a desenterrar verdades prohibidas, descubre que ser amada por un inmortal no es un privilegio… sino una sentencia.
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🩸 Capítulo 4 – De mármol y sombra
Théodore Velharrow
Nací bajo un eclipse, cuando el cielo ardía y los cuervos callaban.
Mi madre me envolvió en lino negro, no porque faltaran mantas, sino porque sabía que el blanco no duraría. En Velharrow, la pureza no es un don: es una amenaza. Y ninguna criatura pura sobrevive a la mirada del patriarca.
Crecí en habitaciones donde las cortinas siempre estaban cerradas.
Donde los retratos colgaban como jueces, y las chimeneas nunca daban calor.
Mi primer recuerdo no fue un juguete, ni una risa.
Fue una puerta que no debía abrir. Y una promesa que nunca entendí.
—Nunca mires a los ojos del altar —me dijo mi madre una noche, acariciándome el cabello con dedos temblorosos—. Si lo haces, sabrá tu nombre.
La llamaban Lysandra de la Niebla. No porque fuera etérea, sino porque nadie sabía de dónde había venido. Una extranjera entre sombras antiguas. Una madre que amaba en secreto, como si cada caricia fuera un delito.
Y quizás lo era.
Porque en Velharrow, el amor era lo único prohibido.
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Mi padre hablaba poco, pero su voz era hierro.
A los seis años, me obligó a memorizar los nombres de los fundadores. A los siete, debía repetir las genealogías mientras sangraba en silencio en la Sala de los Juramentos.
Las paredes allí tenían oídos.
Y los espejos… ojos.
Había una figura que siempre observaba desde lo alto. No era un tutor, ni un sirviente. Era un velo oscuro con manos huesudas. Nadie le hablaba. Nadie osaba mirarlo directamente. Pero yo lo sentía. En cada error. En cada pensamiento que no debía pensar.
A veces, cuando el castillo dormía, me sentaba frente a la ventana más alta. No para ver las estrellas —no las veía desde hacía años— sino para recordar el sonido del mundo más allá del hierro. A veces soñaba con un campo de lirios azules. Y una niña que reía.
Despertaba con las mejillas húmedas.
Sin saber si lloraba… por ella.
O por lo que yo sería.
Tenía quince años cuando vi a Élise por primera vez.
No llegó en carruaje, sino en una barca de madera que cruzó el lago que rodeaba la escuela nocturna. Llevaba un vestido gris, el cabello como fuego caído, y una sonrisa que no entendía las reglas.
Era humana.
Y eso la condenaba.
El consejo decía que solo estaba allí para “servir a la sangre”. Pero ella no servía a nadie. Caminaba con la cabeza en alto, miraba a los ojos. Incluso a mí. Y eso fue suficiente para despertar algo que no sabía que aún tenía.
Cada vez que hablaba, el castillo se sentía menos frío.
Cada vez que reía, una grieta se abría en mis paredes internas.
Y cuando me rozó la mano, supe que ya no podía salvarme.
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La condena llegó una noche de niebla espesa.
Mi padre encontró nuestros nombres escritos juntos en una página de mi cuaderno.
Y en Velharrow, el amor escrito es una profecía. Y las profecías no se perdonan.
No me permitieron verla antes del castigo. Solo supe que la llevaron al altar.
Aquél que no debía mirar.
Y yo lo hice.
Miré.
Y el altar me devolvió la mirada.
Y supe mi nombre verdadero.
El que estaba sellado en la sangre de Lysandra.
El que abría las puertas del pacto eterno.
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Desde entonces, los sueños cambiaron.
El campo de lirios se convirtió en un lago oscuro.
Y la niña… lloraba.
No por miedo, sino por lo que yo me había convertido.
Mi madre desapareció. Dijeron que huyó.
Pero encontré su anillo dentro de un libro cerrado con cera negra.
Y una nota escrita en su caligrafía:
“Cuando la veas otra vez, no preguntes cómo. Pregúntate si esta vez sabrás elegir.”
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Ahora, desde la sombra del salón este, la veo.
No lleva fuego en el cabello, pero en su mirada arde algo que me consume.
No sabe quién fue.
No sabe quién soy.
Pero su alma me llama con la misma voz.
La historia que una vez me destruyó está repitiéndose.
Y esta vez, juro que no miraré hacia otro lado.
Aunque me cueste el juramento.
Aunque me cueste la noche.
Aunque me cueste… la eternidad.