Issabelle Mancini, heredera de una poderosa familia italiana, muere sola y traicionada por el hombre que amó. Pero el destino le da una segunda oportunidad: despierta en el pasado, justo después de su boda. Esta vez, no será la esposa sumisa y olvidada. Convertida en una estratega implacable, Issabelle se propone cambiar su historia, construir su propio imperio y vengar cada lágrima derramada. Sin embargo, mientras conquista el mundo que antes la aplastó, descubrirá que su mayor batalla no será contra su esposo… sino contra la mujer que una vez fue.
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CAPÍTULO 4. Encuentro en la oscuridad.
Capítulo 4
Encuentro en la oscuridad.
El repiqueteo de los últimos acordes de la orquesta resonaba lejano. La gran sala donde horas antes brillaban hermosas lámparas de cristal y rostros engalanados se vaciaba ya de invitados que, satisfechos con la recaudación de fondos de la gala, emprendían su regreso a casa en coches y helicópteros.
Sólo quedaban grupos dispersos junto a las mesas de postres y copas de licor, hablando en voz baja, envueltos en el suave resplandor de los candelabros.
Issabelle avanzaba por el pasillo principal con un paso mesurado, su corazón latía demasiado lento aunque su mente giraba con vertiginosa rapidez. Sostenía una copa de vino tinto a medio beber: el color granate del líquido contrastaba con el blanco impoluto de su vestido.
Cada sorbo le parecía un desafío: apenas había probado el vino, pero su mano temblaba ligeramente bajo la tensión de una migraña incipiente.
El tumor, aquel enemigo silencioso que latía en su interior, le recordaba con un punzante pitido que su tiempo aún no había terminado.
Un dolor punzante le atravesó la sien derecha, y por un instante perdió el sentido de la orientación: las columnas se inclinaron, el tapiz renacentista giró sobre sí mismo, y la alfombra bajo sus pies pareció deslizarse como una cinta.
Issabelle se detuvo, apoyándose contra la pared forrada de boiserie dorada. Sus dedos se hundieron en la seda de su vestido, como si buscara anclaje.
Sintió la desesperación al no recordar donde se encontraba.
Cerró los ojos con fuerza, respiró hondo, y se reprendió en silencio:
—No aquí. No ahora. ¡Esto no va a poder conmigo!
Quiso acomodarse el cabello para recuperar la compostura, pero un destello de náusea la obligó a llevarse la mano a la frente. La copa tembló en su otra mano, y una gota de vino escapó, desertando su contorno hacia el vestido blanco.
Desde el otro extremo del corredor, Giordanno Lombardi la vio vacilar. Sus sentidos, ya alerta tras aquella conversación en el pasillo, captaron la súbita rigidez de su postura y el leve temblor de su mano. Sin pensarlo, se deslizó entre los últimos asistentes como un depredador silencioso, acercándose a ella con paso elegante que ocultaba la prisa.
Cuando Issabelle recuperó ligeramente el equilibrio, apoyó la espalda contra la pared y abrió los ojos, lo vio: la figura de Giordanno recortada contra la luz de los ventanales. Su porte seguía impecable, la camisa de seda ahora manchada de un borroso tono granate donde el vino de su copa se había derramado.
Él mantenía las manos levemente alzadas, un gesto de disculpa contenido.
Ella nunca sintió el momento en que su cuerpo chocó contra el de ese hombre, solo pudo percibir el delicioso olor de su perfume.
—Señora Mancini —dijo con voz grave, apenas un susurro—. ¿Está bien?
El color subió a las mejillas de Issabelle.
El doctor Moretti le había advertido que el tumor podía provocar mareos y vértigos, pero ella no permitiría que un ardid de la mente revelara su fragilidad. Enderezó la espalda, tomó aire y sonrió con ligereza:
—Solo un tropiezo con mi propia torpeza —respondió, apoyándose en uno de los pilares venecianos—. El vino… nada más.
Giordanno se inclinó y, con un movimiento suave, deslizó un pañuelo de lino blanco para ofrecerlo.
Issabelle lo tomó con un leve temblor en los dedos. El pañuelo absorbió parte de la mancha de la camisa mientras Issabelle con cuidado limpiaba en vino derramado.
—Permítame compensar esto —murmuró ella—. Le debo una camisa nueva y...
—Quizás ese baile —interrumpió Giordanno con diversión contenida.
—No estoy tan convencida —comentó con una ligera sonrisa.
La forma en que su voz vibraba contra su cuerpo, el eco sutil de cada palabra, lo hizo estremecer. Había algo en su presencia —un calor discreto, una promesa— que lo alejaba de la rigidez que mantenía en su pecho.
—Un baile… —repitió él, sosteniendo el pañuelo que Issabelle le entregaba en su mano—. Me parece un trato justo.
—Tendrá que ganárselo —respondió Issabelle.
Él correspondió con una sonrisa mesurada, un pacto tácito que brilló en sus ojos. En ese instante, el murmullo lejano de la gala pareció desvanecerse, y solo existían ellos dos en aquel corredor.
El aire olía a gardenias y a vino de sidra.
Gabrielle, el asistente de Giordanno, apareció tras una columna, observando la escena con curiosidad. Se acercó con paso cauteloso y, al llegar junto a él, inclinó la cabeza hacia su jefe y preguntó en un murmullo:
—Señor Lombardi… ¿qué acaba de suceder? ¿Por qué se acercó a la señora Mancini tan… abruptamente?
Giordanno lo escuchó sin apartar los ojos de Issabelle, y apoyó el pulgar contra el pañuelo manchado que aún sostenía.
—Gabrielle —respondió en voz baja—, ¿ves esa él determinación en su mirada? Esa mujer no solo está casada con mi socio: irradia una fuerza que desafía cualquier barrera.
Gabrielle alzó una ceja, intrigado.
—¿Fuerza? ¿O es acaso… lástima?
Giordanno esbozó una media sonrisa.
—No es lástima. Es fascinación. Su implacable control de la situación… su audacia para manipular alianzas durante la gala… Ella sabe exactamente lo que hace. Y yo… quiero ver hasta dónde llega.
Gabrielle dudó un instante, luego asintió con respeto.
—Como desee, señor.
Mientras tanto, Issabelle recuperaba el aliento. Se frotó las sienes con un dedo, conteniendo el dolor que amenazaba con volver. Giordanno, con gesto impecable, guardó el pañuelo en el bolsillo interior de la chaqueta.
—¿Le duele? —inquirió, atento—. Puedo llamar a los médicos del hotel.
Ella negó con la cabeza, presionándose la mandíbula para ocultar el estremecimiento.
—No… solo un mareo. Estoy bien.
Él asintió, apoyándose contra la pared opuesta. La luz de los candelabros iluminaba su perfil: la curva de la mandíbula, la línea de su cuello, el reflejo en sus ojos.
Issabelle sintió un tirón en el estómago, como si una corriente eléctrica la uniera a él.
—Debo confesar —dijo Giordanno con suavidad— que lo primero que noté fue su autoridad. No la de esposa de un empresario, sino la de alguien que forja su propio camino.
Issabelle sintió un escalofrío recorrer su cuerpo entero. Aquello era más que un halago: era una lectura profunda de su alma.
—He tenido que aprender rápido —respondió ella—. La vida me enseñó que si no tomas las riendas de tu propio destino, te arrastran.
Giordanno dio un paso hacia ella. Una sonrisa cautelosa se dibujó en su rostro.
—Y ahora… ¿qué desea?
La pregunta vibró en el aire. Issabelle lo miró, evaluando el matiz de sus palabras. No era una propuesta de negocios, sino algo más íntimo, más arriesgado.
—Deseo… sobrevivir —contestó con sinceridad—. Y, si es posible, florecer.
Él sonrió, un destello de complicidad.
—Entonces estamos alineados. Porque eso es exactamente lo que pretendo hacer… contigo.