En las áridas tierras de Wadi Al-Rimal, donde el honor vale más que la vida y las mujeres son piezas de un destino pactado, Nasser Al-Sabah llega con una misión: investigar un campamento aislado y proteger a su nación de una guerra.
Lo que no esperaba era encontrar allí a Sámira Al-Jabari, una joven de apenas veinte años, condenada a convertirse en la segunda esposa de un hombre mucho mayor. Entre ellos surge una conexión tan intensa como prohibida, un amor que desafía las reglas del desierto y las cadenas de la tradición.
Mientras la arena cubre secretos y el peligro acecha en cada rincón, Nasser y Sámira deberán elegir entre la obediencia y la libertad, entre la renuncia y un amor capaz de desafiar al destino.
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El ángel del desierto
Los más ancianos bajaron la vista en señal de respeto. Otros hicieron una reverencia. No entendían que estaba pasando.
El comandante del convoy se acercó, inclinando la cabeza.
—Alteza… el camino estaba bloqueado por los hombres del campamento.
Mariana avanzó unos pasos, su mirada recorrió a los presentes con calma contenida.
—Despejen el paso —ordenó.
Nadie se movió al principio. El viento agitaba su velo oscuro mientras ella los observaba, inmóvil, imponente.
Entonces, un hombre joven —de rostro curtido por el sol y mirada firme— dio un paso al frente.
—Perdón, alteza… no sabíamos quién venía. Solo vimos los vehículos y temimos que fueran extraños.
Mariana lo sostuvo la mirada un segundo, luego asintió.
—El miedo no es pecado cuando protege al pueblo.
Sus palabras fueron un golpe de realidad. Los hombres bajaron las armas improvisadas y despejaron el camino.
El viento sopló más fuerte, arrastrando la arena a su alrededor. Mariana volvió a mirar el horizonte, donde las dunas aún guardaban el rastro de la tormenta.
El convoy retomó el movimiento. Minutos después se detenía junto al oasis, en minutos los soldados levantaron el campamento.
Mariana comenzó a caminar, Faisal Al—Bashad , fue el primero en acercarse a Mariana.
Faisal avanzó entre los hombres con paso lento, apoyado en su bastón de madera oscura. Su túnica blanca contrastaba con la sombra dorada del atardecer, y su rostro, surcado por los años, emanaba una calma que imponía más que cualquier grito.
Se detuvo a pocos pasos de Mariana y, sin levantar demasiado la vista, inclinó la cabeza.
—Alteza… —dijo con voz grave pero amable—, es un honor para este humilde servidor recibirla en tierra del desierto. No imaginábamos que su visita sería tan pronto.
Mariana lo observó con respeto. Sabía quién era. Había oído su nombre, un hombre justo, venerado por los suyos, un hombre de fe.
—Faisal Al–Bashad —dijo ella, pronunciando su nombre con corrección—. He oído sobre su sabiduría. Me alegra verlo con mis propios ojos.
El anciano asintió levemente.
—Los ojos del desierto ven con humildad, Alteza. Pero a veces, lo que vemos nos duele.
Mariana se detuvo frente a él. Lo observó unos instantes antes de responder.
—Toda tormenta trae consigo una lección, jeque Faisal. —Su voz fue firme, pero templada—. El Corán dice: “Y con la dificultad viene la facilidad.” No venimos con armas, sino con alivio. Hemos traído medicinas, agua y provisiones. Estaba en la Base Real de Al–Nujum, los paramédicos comentaron que hay heridos y grandes pérdidas, solo vine aquí para aliviar el dolor de mi pueblo.
Los ojos del anciano se iluminaron con respeto.
—Que Alá recompense su compasión, hija del desierto —murmuró, inclinando la cabeza.
Mariana sonrió apenas.
—El desierto no pertenece a ningún hombre, jeque. Solo a quienes lo cuidan. —Luego añadió, bajando la mirada hacia las tiendas destrozadas del campamento—. Hay heridos, ¿verdad? Muéstrenme dónde puedo ayudar.
Faisal asintió, haciendo un gesto a los suyos para que se apartaran del paso.
Mientras ella avanzaba, los hombres la observaban en silencio. Algunos murmuraban oraciones; otros seguían con la mirada a aquella mujer que había llegado como un presagio entre la arena.
No venía con el ejército, pensaron… sino con la voluntad de restaurar el orden y la misericordia.
Mientras tanto Nasser estacionaba su camioneta frente al pequeño hospital de Al-Qasr, decidió bajar junto a ellos pero mantuvo distancia.
Farid caminaba y detras de él, Laila caminaba apretando su velo entre rezos. Una enfermera les informo que el médico se encontraba con la paciente, que tomarán asiento.
El médico salió de la sala con el rostro cansado y las manos manchadas de yodo. Farid se irguio al verlo, mientras Laila seguía sentada.
—Sheij Farid —comenzó el médico con respeto—, su hija está estable, pero la infección avanza con rapidez. El corte fue profundo, y el polvo del desierto contaminó la herida. Si no logramos detener la infección en las próximas horas, podría perder la pierna.
Laila ahogó un gemido.
—¡No… por favor! —murmuró, aferrándose a los pliegues de su vestido.
Farid apretó los labios.
—¿Qué necesitan? —preguntó, sin levantar la voz.
—Trasladarla a un centro mayor. Aquí no tenemos el equipo para una cirugía de emergencia. Ya informamos al hospital de la capital, pueden recibirla esta noche si damos aviso inmediato.
El silencio que siguió fue denso. El médico respiró hondo antes de continuar.
—Debo decirle algo, sheij que si no la hubiensen auxiliadora como lo hicieron, su hija no estaría viva. La pérdida de sangre fue considerable… los torniquetes, y la decisión de traerla hasta aquí, todo eso marcó la diferencia.
Farid no respondió de inmediato. Su mirada se deslizó hacia la entrada, donde la figura de Nasser se recortaba en la penumbra del pasillo. De pie, con el rostro cubierto de polvo y los ojos cansado.
El médico se retiró con una leve inclinación. Laila levantó la vista hacia su esposo.
—Las mujeres te dijeron la verdad, Farid. Él no la tocó más que para salvarla —susurró—. Fue la voluntad de Dios que estuviera allí.
Farid se acercó despacio a la puerta. Nasser bajó la cabeza en señal de respeto, sin atreverse a hablar. Por un instante, solo el sonido de los pasos del anciano llenó el pasillo.
Entonces, Farid extendió una mano. Su gesto fue breve, pero suficiente para quebrar el aire entre ambos.
—Ala lo puso en su camino —dijo, con voz grave—. Mi hija vive por usted.
Nasser asintió sin levantar la vista.
—Y por su voluntad —respondió.
La tensión se disolvió. El hombre volvió sobre sus pasos. Dentro de la habitación, Samira respiraba débilmente.
Mientras Farid y su esposa se dirigieron a conversar con el médico para el traslado de Sámira, Nasser se escabullo adentro de la sala para ver a Sámira.
No lo comprendía le afectaba verla tan débil, definitivamente la prefería peleando con él.
— Vamos Sámira abre los ojos, exclamó él.
Sámira abrió los ojos y una sonrisa débil apareció en su rostro. —Malak ar–Rahman,¿viniste por mí?, murmuró ella.
Nasser se inclinó.— Si vine por ti, pero no para llevarte, aun tienes mucho que hacer aqui Sámira, Nasser se acercó mas a ella y la beso fue un beso suave en sus labios...