🌆 Cuando el orden choca con el caos, todo puede pasar.
Lucía, 23 años, llega a la ciudad buscando independencia y estabilidad. Su vida es una agenda perfectamente organizada… hasta que se muda a un piso compartido con tres compañeros que pondrán su paciencia —y sus planes— a prueba.
Diego, 25, su opuesto absoluto: creativo, relajado, sin un rumbo claro, pero con un encanto desordenado que desconcierta a Lucía más de lo que quisiera admitir.
Carla, la amiga que la convenció de mudarse, intenta mediar entre ellos… aunque muchas veces termina enredándolo todo aún más.
Y Javi, gamer y streamer a tiempo completo, aporta risas, caos y discusiones nocturnas por el WiFi.
Entre rutinas rotas, guitarras desafinadas, sarcasmo y atracciones inesperadas, esta convivencia se convierte en algo mucho más que un simple reparto de gastos.
✨ Una historia fresca, divertida y cercana sobre lo difícil —y emocionante— que puede ser compartir techo, espacio… y un pedacito de vida.
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Capítulo 24 – Juego peligroso
El plan inicial había sido sencillo: disimular, actuar como siempre. Pero después de aquella noche fuera, tanto Diego como Lucía parecían incapaces de mantener la fachada.
En el desayuno, mientras Carla hablaba de sus planes para el fin de semana, Diego se inclinó detrás de Lucía, demasiado cerca, para alcanzar la cafetera.
—¿Me la pasas? —susurró junto a su oído, aunque ya la tenía en la mano.
Lucía se tensó, disimulando con un sorbo de zumo. Carla los miró raro, arrugando apenas la frente, como si algo no terminara de encajar.
Lucía apartó la mirada, con las mejillas ardiendo. Diego, en cambio, se sentó con total naturalidad, como si nada hubiera pasado.
Más tarde, en el salón, mientras jugaban a la consola, Diego aprovechó que Javi estaba distraído para rozar la pierna de Lucía con la suya, sin apartarla. Ella intentó seguir jugando, pero perdió miserablemente la partida.
—¡Ja! ¡Por fin te gano! —celebró Javi, levantando los brazos.
Lucía sonrió nerviosa. Diego se limitó a reírse con aire inocente, aunque en sus ojos brillaba esa chispa traviesa que la hacía perder el control.
—Tienes que practicar más —añadió Diego, con una seriedad fingida.
Lucía lo fulminó con la mirada, como si de verdad hablara del videojuego. Pero ambos sabían que el doble sentido flotaba en el aire.
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La imprudencia alcanzó su punto máximo una tarde que Carla salió a hacer la compra y Javi se encerró en su cuarto con los auriculares. Lucía y Diego estaban en la cocina. Primero fue un beso rápido, casi una broma. Luego otro. Y de pronto estaban contra la encimera, atrapados en un torbellino de besos hambrientos y risas contenidas.
—Esto es una locura —susurró ella, sin apartar sus labios de los de él.
—Y me da igual —contestó Diego, levantándola un poco para sentarla sobre la encimera.
Lucía entrelazó las piernas alrededor de él, riéndose bajito para no hacer ruido. El peligro latía en cada respiración entrecortada, como si el piso entero pudiera descubrirlos en cualquier segundo.
El ruido de una puerta los congeló. Ambos se separaron de golpe, respirando agitados, cuando Javi apareció en el marco de la cocina con una bolsa de patatas en la mano.
—¿Otra vez sin leche? —bufó, sin prestarles demasiada atención.
Lucía se mordió el labio para no soltar una carcajada nerviosa. Diego, con el corazón aún acelerado, le lanzó una mirada que decía claramente: seguimos tentando al destino.
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Esa noche, en su habitación, Lucía no podía dejar de pensar en lo imprudentes que se estaban volviendo.
El riesgo de ser pillados estaba en cada rincón del piso: en el roce de unas manos bajo la mesa, en una mirada que duraba demasiado, en un susurro que no debería haber existido.
Se tumbó boca arriba, mirando el techo. No era solo que no pudiera detenerse. Era peor: no quería.
Por primera vez en mucho tiempo, sentía que la rutina ordenada que tanto había defendido se tambaleaba.
Y, para su sorpresa, esa grieta en su mundo no la asustaba. La excitaba.
Diego le había mostrado una versión de sí misma que no sabía que existía: capaz de mentir con descaro, de reír con nerviosismo en el filo del desastre, de perder el control y disfrutarlo.
Cerró los ojos, con una sonrisa peligrosa. El juego no había hecho más que empezar.
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