Después de años de matrimonio, Lauro y Cora se sienten más distantes que nunca. El silencio es lo que más se escucha en casa, y hay dos corazones que, aunque siguen latiendo, cada vez se gritan más por estar tan lejos. Lauro está decidido a pedirle el divorcio: ya no soporta la convivencia. Pero todo empieza a cambiar cuando a Cora le diagnostican una enfermedad del corazón. La única manera de salvarla será con un trasplante. Y cuando el destino los empuje al límite, Lauro descubrirá que, por más lejos que intente estar, su corazón nunca ha dejado de pertenecerle a ella.
NovelToon tiene autorización de Mel G. para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
ENTRE MIEDO Y CORAJE.
La habitación estaba en silencio cuando Lauro se incorporó de golpe, con el pecho ardiendo y la respiración entrecortada. El sudor le empapaba la nuca, como si acabara de huir de algo invisible. Había soñado lo mismo otra vez: un vacío oscuro, un reloj sin manecillas, la sensación de que todo desaparecía en un instante.
Ese terror lo acompañaba desde niño. Primero fue la idea de no volver a abrir los ojos; después, la certeza de que todo lo que amaba podía desvanecerse sin previo aviso. Su madre solía consolarlo cuando se despertaba en la madrugada con ese miedo, aunque él ya no recuerda cuándo fue la primera vez que lo sintió; lo único seguro es que lo ha cargado desde que tiene memoria.
Durante un tiempo intentó calmarse con las creencias de su madre: la vida después de la muerte, el encuentro con Dios, la promesa de un cielo. Pero, por más que se lo inculcaron, nunca logró hacerlo suyo. Ahora, de adulto, lo ocultaba bajo rutinas estrictas, agendas exactas, planes donde no cabía el azar. Sin embargo, en noches como esa, el miedo le arrancaba cualquier control.
Se cubrió el rostro con las manos. No podía permitirse vivir bajo esa sombra, pero tampoco sabía cómo escapar de ella. Su mente le repetía todos los peligros a su alrededor: un asalto, una enfermedad repentina, un accidente en la calle. El mundo entero le parecía un campo minado, y él, un hombre obligado a caminar con pasos calculados, aunque por dentro viviera al borde del abismo.
Lauro se dio cuenta de que estaba a punto de amanecer, así que comenzó a prepararse para ir a trabajar.
Cora, que solo se levantaba a esa hora para ir al baño, notó la luz del cuarto encendida y se acercó.
—Lauro —dijo al abrir la puerta.
Lo encontró ya vestido: un atuendo sobrio, entre casual y formal, como si cuidara hasta el último detalle incluso a esas horas.
—¿Despierto tan temprano? —preguntó con extrañeza.
Lauro asintió frente al espejo, mientras ajustaba el cuello de su camisa.
—¿Alguna razón en especial? —insistió Cora, aún adormilada.
Él la miró solo a través del reflejo. Ella entendió de inmediato: había tenido otro de esos despertares.
—Creí que ya no tenías esas pesadillas —murmuró.
—Volvieron.
—¿Desde cuándo?
—Casi dos años —respondió él con indiferencia, como si restara importancia al asunto.
—¿O sea que llevas dos años vagando por la casa en las madrugadas? —replicó ella, incrédula.
Cora sabía bien que cuando Lauro soñaba con la muerte no podía dormir ni descansar en paz.
—Sabes que siempre las he tenido —dijo él, sin apartar la vista del espejo.
—Si mal no recuerdo, hacía mucho tiempo que no te daban.
—Pues se han vuelto frecuentes de nuevo.
Lauro se acercó y le acarició suavemente los brazos. Un gesto que en otro tiempo habría sido natural, pero ahora se sentía casi extraño entre ellos.
—Ve a dormir. No tienes que levantarte tan temprano.
Ella asintió y dio media vuelta. Antes de cruzar el umbral, se detuvo un instante; lo miró colocarse un reloj en la muñeca y una idea fugaz la atravesó, mezcla de sospecha y nostalgia.
No dijo nada.
Regresó a la cama, y como siempre, apenas apoyó la cabeza en la almohada se quedó dormida. Esa facilidad para abandonarse al descanso era algo que a Lauro le resultaba tan inalcanzable como envidiable.
...****************...
Cora llegó puntual a la cafetería. El aroma a café recién hecho se mezclaba con el murmullo de las primeras conversaciones de la mañana. En una mesa del fondo la esperaban tres personas.
El primero en ponerse de pie fue un hombre de cabello gris, traje oscuro y expresión seria.
—Doctora Cora, un gusto —dijo mientras estrechaba su mano—. Soy Ismael Duarte, neurocirujano.
Ella asintió con respeto, reconociendo en su tono la autoridad de alguien acostumbrado a decisiones de vida o muerte.
Junto a él, una mujer de mediana edad, con un porte firme y un gesto cordial, se presentó.
—Patricia Olvera. Exdiputada.
Cora la reconoció de inmediato. Había leído sobre su carrera e incluso sobre algunos de sus proyectos sociales.
Por último, un hombre más joven, con camisa sencilla y mirada intensa, le tendió la mano.
—Elías Ramírez. Soy activista.
Tras los saludos iniciales, los tres tomaron asiento frente a ella. Fue Ismael quien rompió el silencio.
—La razón por la que la hemos invitado es clara, doctora. Su intervención ante el Congreso causó un impacto enorme. Muchos de nosotros llevamos años en este debate, pero lo que usted dijo, la manera en que lo dijo… —se inclinó ligeramente hacia adelante—, tocó fibras que ni los especialistas ni los políticos habíamos logrado mover.
Patricia asintió.
—La gente escuchó su testimonio. No fue un discurso técnico, fue humano. Y eso está cambiando la conversación. Nos gustaría que se una a nosotros, que su voz se convierta en parte de esta causa.
Elías, con un tono más directo, agregó:
—Necesitamos que no sea un esfuerzo aislado. Si seguimos actuando por separado, el otro lado va a ganar terreno. Su participación puede ser el punto de unión que nos faltaba.
Cora se quedó en silencio unos segundos, observando los rostros frente a ella. Apenas era el inicio de la conversación, pero entendía que aquella invitación no era ligera: lo que le estaban pidiendo era asumir un papel central en un debate que ya había dividido al país.
—La situación es delicada, doctora —comenzó Ismael Duarte, con la voz grave—. El proyecto busca legalizar el cierre voluntario en personas sanas.
—Lo venden como “muerte digna” —añadió Patricia Olvera, con firmeza—, pero en realidad quieren normalizar que cualquiera pueda descartar su vida sin razón médica.
—Y lo peor es que el discurso les funciona —siguió Ismael, negando con la cabeza—. En el Congreso los números no nos favorecen.
—Hablan de libertad absoluta, de decidir cuándo morir —apuntó Patricia—. Y los jóvenes lo compran. Lo ven como elegir carrera o pareja.
Elías Ramírez se inclinó hacia adelante, con un brillo intenso en los ojos.
—Pero se olvidan de la vulnerabilidad. Una persona sola, deprimida, en crisis… ¿y el Estado le abre la puerta para morir? Eso no es dignidad. Es abandono.
Cora permanecía callada, atenta.
—Su discurso cambió algo —insistió Elías, sin apartarle la mirada—. Usted no habló de cifras. Habló del valor de la vida, incluso cuando duele. Y la gente escuchó.
—Por primera vez los titulares no fueron “libertad de elegir” —añadió Patricia—, sino “¿qué significa que cualquiera pueda pedir morir?”.
Ismael apoyó las manos sobre la mesa, con calma pero firme.
—Por eso está aquí, doctora. Esto no es solo una ley. Es un cambio cultural. Si pasa, mañana cualquiera podrá terminar con su vida como quien cancela un contrato.
Cora bajó la vista a la taza de café. El vapor ascendía despacio, pero la idea que ellos planteaban se le quedó fija: un cambio cultural capaz de arrasar con todo.
Cora respiró hondo antes de hablar.
—No les voy a negar que he recibido invitaciones de varios frentes —dijo con calma—. Asociaciones civiles, colectivos de víctimas, incluso algunos círculos académicos me han buscado. Todos quieren que me sume, que dé mi opinión, que encabece foros o firme manifiestos.
Se detuvo un instante, acomodando la taza entre sus manos.
—Sé que ustedes no son los únicos en esta discusión, pero también sé que son los más fuertes. El impacto que han tenido es evidente. Yo no busco convertirme en la cara del debate, no quiero protagonismos ni aparecer en cada titular. Lo que sí quiero es que la gente entienda hasta dónde puede llegar esta ley, qué tan peligrosa es si se aprueba.
Sus palabras salieron más firmes de lo que había planeado.
—Tengo un objetivo personal —continuó—: que esto no pase. No pienso quedarme de brazos cruzados viendo cómo la vida se convierte en algo desechable. Y creo que con ustedes podemos lograrlo, porque están bien armados.
Cora los miró uno por uno.
—Usted, doctor Duarte, representa la ciencia detrás de todo esto. Sabe lo que significa sostener una vida, lo que significa perderla. Usted, señora Olvera, conoce la estrategia: cómo piensan los diputados, cómo funciona el Congreso, qué puertas se abren y cuáles se cierran. Y tú, Elías… —hizo una pausa breve— tú sabes cómo llegar a las personas, especialmente a los jóvenes, que son quienes más fácil están comprando esta idea. Tú puedes traducir este debate en algo que la sociedad entienda y no acepte.
Guardó silencio unos segundos, como midiendo sus últimas palabras.
—Si vamos a detener esta ley, necesitamos unir esas piezas. Ciencia, estrategia y calle. Y yo… pondré mi voz y mi historia. No para convertirme en un símbolo, sino para que la gente entienda que no hablamos de teoría, sino de vidas reales.
Cora terminó de hablar y por un momento la mesa quedó en silencio. Elías fue el primero en reaccionar: sonrió con un brillo en los ojos y asintió con entusiasmo.
—Eso es justo lo que necesitamos —dijo—. Alguien que entienda lo que está en juego y hable con esa claridad.
Ismael inclinó la cabeza, solemne.
—Su determinación se agradece, doctora. Es la clase de voz que hace falta en medio de tanto ruido.
Patricia, sin embargo, no se apresuró a aprobar. Se acomodó en la silla, entrelazando los dedos sobre la mesa.
—Me gusta lo que dice, Cora —admitió—. Pero esto no es solo cuestión de convicción. En el Congreso no basta con tener razón, hay que saber sostener la presión, responder ataques, lidiar con campañas de desprestigio. Usted movió a la gente con su primer discurso, sí, pero ahora tendrá que demostrar que no fue un golpe de suerte.
Cora sostuvo su mirada, sin retroceder.
—Lo sé. Estoy lista para eso.
Patricia la observó unos segundos más y al final esbozó una leve sonrisa.
—Entonces quizá sí podamos trabajar juntos.
Elías se inclinó hacia ellos, casi golpeando la mesa con la palma.
—No quizá. Podemos. Si unimos fuerzas, tenemos una oportunidad real.
Ismael asintió con calma, como cerrando la conversación.
—Entonces estamos de acuerdo.
Cora exhaló despacio, sintiendo que lo que había iniciado como un café matutino se estaba convirtiendo en el primer paso de una batalla que iba mucho más allá de ella misma.
...****************...
La tarde caía sobre la escuela de teatro, tiñendo las paredes de un dorado cálido que contrastaba con la ansiedad que Cora sentía en el pecho. Era el momento de la audición para el papel protagónico de la obra.
Caminó por los pasillos, notando cómo los rayos del sol se filtraban por los ventanales, dibujando líneas de luz sobre el piso de madera. Su respiración era rápida, y a cada paso sentía cómo los nervios se apoderaban de ella.
Al llegar a la sala de ensayo, la tranquilidad de la luz de la tarde parecía un pequeño consuelo frente a la tensión que la envolvía. Los profesores ya estaban allí, revisando apuntes, y algunos compañeros practicaban líneas mientras esperaban su turno.
—Cora, ¿lista? —la llamó una de las profesoras con voz cálida desde la puerta.
—Sí… lista —respondió con un hilo de voz, tratando de ocultar el temblor que sentía.
Cuando entró, la luz dorada acarició su rostro, y por un instante todo pareció calmarse: la sala, el silencio expectante, los ojos de los profesores. Inspiró hondo y comenzó a recitar sus líneas. Al principio su voz vaciló, pero pronto encontró el ritmo y la fuerza, dejando que los nervios se transformaran en energía para su interpretación.
Sus gestos, ahora más seguros, captaron la atención de todos. Cada palabra parecía surgir de su interior, cargada de emoción y autenticidad. Los nervios seguían ahí, pero ya no la dominaban; los había convertido en impulso creativo.
Al terminar, la sala guardó silencio unos segundos, antes de que uno de los profesores aplaudiera suavemente, seguido por el resto.
—Excelente, Cora —dijo con una sonrisa—. Fue intenso y genuino.
Cora dejó que la luz de la tarde le calentara el rostro mientras una sonrisa tímida se dibujaba en sus labios. Aun con los nervios, había sentido que ese momento le pertenecía, y que podía enfrentarlo.