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Aurora: Una Belleza Eterna

Aurora: Una Belleza Eterna

Status: En proceso
Genre:Amor eterno / Demonios / Dejar escapar al amor / Amor-odio / Brujas / Leyendas de fantasmas
Popularitas:1.4k
Nilai: 5
nombre de autor: Sebastián Suarez

En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.

Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.

Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.

NovelToon tiene autorización de Sebastián Suarez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 22: "El Estruendo en la Quietud"

Habían pasado horas desde que se sentaron a cenar, y la noche empezaba a pesarles encima. El fuego seguía encendido, pero el ambiente se había vuelto tranquilo, casi somnoliento. Florence fue la primera en rendirse. Con las mejillas encendidas y una sonrisa tonta, dejó caer la cabeza sobre el hombro de James. Él, con un gesto casi instintivo, la abrazó con uno de sus brazos, protegiéndola del frío que se filtraba desde los ventanales.

Eliza los observó unos segundos y soltó una risa leve.

—Será mejor que suba antes de que el vino me convenza de quedarme aquí dormida también —dijo, acomodándose un mechón de cabello detrás de la oreja.

Lyonel le respondió con un gesto de cabeza, y ella, despidiéndose con una sonrisa suave, subió los escalones con paso lento, dejando tras de sí el leve sonido de sus tacones alejándose.

El silencio volvió. Solo quedaban Lyonel y Aurora. La llama de la chimenea reflejaba su luz en el cristal de las copas vacías, proyectando destellos anaranjados sobre sus rostros. Aurora se movió un poco, balanceándose con el ritmo lento y torpe de quien no está ebria, pero sí atrapada en la tibieza del vino.

—Fue una linda reunión, Lyonel... —dijo, con voz suave, arrastrando un poco las palabras mientras intentaba levantarse—, pero... debo irme. Ya es muy tarde y puede ser peligroso caminar a estas horas.

Apoyó una mano en el brazo del sofá, pero su equilibrio la traicionó. Lyonel, rápido, se levantó y la sostuvo por la cintura antes de que tropezara. Su toque fue firme, pero delicado, como si temiera que se deshiciera al menor movimiento.

—Anna, quédate —dijo con una sonrisa apenas curvada en los labios—. Ya es muy tarde para que regreses a tu casa.

Aurora levantó la mirada; sus ojos, brillantes por el efecto del alcohol y por algo más que no sabía nombrar, lo observaron en silencio unos segundos.

—No quiero incomodar... —murmuró, con un hilo de voz.

Lyonel rió, bajo y cálido, ese tipo de risa que desarma las defensas.

—Anna, tú nunca podrías incomodarme.

Por un momento, el aire entre ambos pareció detenerse. Aurora lo miró a los ojos —ese azul que recordaba tanto a los cielos que había perdido—, y él la sostuvo con la misma intensidad. Había algo en esa mirada que iba más allá del presente: una corriente invisible que los unía, una memoria dormida que temblaba en los bordes de sus almas.

Pero los dos desviaron la vista al mismo tiempo, como si hubieran sentido que quedarse mirando un segundo más sería demasiado.

—V-voy a salir a la terraza —balbuceó Aurora, en un intento por romper la tensión, buscando el aire que la sala ya no le ofrecía.

—Está bien —dijo Lyonel, con voz baja, casi un suspiro.

Aurora caminó hasta las puertas de vidrio, su sombra temblando contra las cortinas al compás de la luz del fuego. Lyonel la siguió, unos pasos detrás, en silencio. Afuera, el aire fresco de la noche los recibió con un suspiro largo. Las estrellas colgaban sobre el jardín, y la brisa traía el aroma de las rosas que dormían bajo la luna.

Aurora apoyó las manos en la baranda de hierro, dejando que el viento despejara un poco el calor del vino. Detrás de ella, Lyonel se detuvo, observándola sin hablar. La luz plateada acariciaba su cabello.

—Nunca cambias —dijo él finalmente, rompiendo el silencio.

Aurora se giró, confundida.

—¿Qué dices?

—Esa forma en que miras el cielo... —respondió Lyonel, con una sonrisa leve—. Siempre como si buscaras algo que nadie más puede ver.

Aurora lo miró, y esa sonrisa le dolió más que cualquier reproche. Porque tenía razón. Porque, en el fondo, lo que miraba no era el cielo, sino los fragmentos de un pasado que nunca debía volver.

Pero solo dijo, con un tono tranquilo que no sentía:

—Tal vez todavía espero encontrarlo.

Lyonel se acercó un paso más, sin romper la distancia que los separaba, pero lo suficiente como para que ella pudiera sentir su calor.

—Y si lo encuentras… —preguntó con voz grave—, ¿te quedarías?

Aurora lo sostuvo con la mirada un segundo más, hasta que el corazón empezó a dolerle en el pecho.

—No lo sé —respondió, apenas audible.

El silencio volvió, denso y cargado, interrumpido solo por el murmullo del viento entre los árboles.

El viento pasó entre ambos como un suspiro largo, arrastrando hojas y murmullos invisibles. Aurora bajó la vista hacia el jardín iluminado por la luna. Durante unos segundos, pareció debatirse con algo dentro de sí, hasta que finalmente habló.

—Lyonel... —dijo en voz baja, sin mirarlo—. ¿Eres feliz aquí?

Él frunció levemente el ceño, sorprendido por la pregunta.

—¿Feliz? —repitió, casi como si no estuviera seguro de haber escuchado bien.

Aurora asintió despacio, los ojos todavía puestos en el horizonte.

—Sí. Feliz. —Hizo una pausa, y su voz se suavizó—. Lo pregunto porque este lugar... no sé, a veces me parece tan quieto, tan encerrado. Es hermoso, sí, pero también… —buscó la palabra— monótono. Como si todo estuviera detenido, como si fuera una cárcel discreta, dorada, donde todos se acostumbran a no notar las rejas.

Lyonel la observó en silencio unos segundos. La pregunta le había removido algo que no esperaba. Luego, como para disipar la seriedad, sonrió con esa expresión que solía usar para esquivar lo incómodo.

—Supongo que eso me convierte en alguien igual de aburrido que este pueblo. —Se encogió de hombros con una sonrisa leve.

Aurora soltó una pequeña risa, esa que sonaba entre sincera y traviesa.

—¿Aburrido tú? —repitió, alzando una ceja—. El chico que parece un príncipe sacado de un cuento, al que le gusta la música, el arte y los animales. ¿De verdad dices que ese chico es aburrido?

Él se rió con un gesto torpe, bajando la mirada.

—No exageres —murmuró, frotándose la nuca, más incómodo que de costumbre.

Aurora dio un paso hacia él.

—¿Exagerar? —preguntó, con una sonrisa que tenía algo de picardía y algo de ternura.

Levantó un dedo y, sin dejar de mirarlo, le dio un leve toque en la nariz.

—¿En serio crees que exagero? Siempre me he preguntado si de verdad piensas eso o si solo te haces el humilde para parecer más encantador.

Lyonel se quedó quieto. Ella estaba tan cerca que podía oler su perfume —flores, madera y algo más, algo imposible de nombrar—. Tragó saliva y bajó la voz.

—¿Tú… crees que soy lindo? —preguntó, torpe, casi en un susurro que apenas le salió del pecho.

Aurora lo miró fijamente, con los ojos brillando a la luz de la luna. Una sonrisa temblorosa le curvó los labios.

—Sí. —Su voz fue apenas un hilo, pero lo bastante clara como para dejarlo sin aire—. Sí, lo creo.

El silencio que siguió fue distinto. Ya no era incómodo ni cortés, sino de esos que pesan, que dejan a dos personas preguntándose si el siguiente paso será un error o el comienzo de algo que no podrán detener.

El silencio los envolvió. Por un momento, el mundo pareció reducirse a ese respiro compartido, a ese instante suspendido donde el deseo y la memoria se confundían. Lyonel pensó en decir algo, cualquier cosa que rompiera la tensión, pero las palabras no llegaban.

Y entonces, un sonido seco los arrancó del hechizo.

—¡Crash!—

Ambos se giraron al mismo tiempo. Desde el salón, una copa rodaba rota sobre el suelo. James, aún medio dormido en el sofá, murmuró algo ininteligible y volvió a acomodarse, sin darse cuenta del desastre.

Aurora se llevó una mano al pecho, sobresaltada; Lyonel soltó una risa contenida, la clase de risa que nace entre la sorpresa y el alivio.

—Parece que tus amigos están dormidos profundamente—dijo él, señalando hacia el interior con una media sonrisa.

Aurora también rió, aunque la sonrisa le temblaba un poco. Dio un paso atrás, tratando de recuperar el aire que se le había escapado en aquel segundo eterno.

—Sí… parece que sí —respondió, aunque en su voz había una leve nostalgia, como si deseara que el ruido no los hubiera interrumpido.

El viento volvió a soplar, moviendo las cortinas tras ellos, y la noche siguió su curso, fingiendo no haber visto nada.

La noche se deslizó lentamente sobre la mansión Sinclair, apagando los ecos de las conversaciones y dejando que solo el fuego de la chimenea respirara con su luz temblorosa. Cuando Lyonel entró a la sala de estar, encontró a James y Florence profundamente dormidos en el sofá, acurrucados el uno contra el otro como dos niños después de una larga jornada. Una sonrisa se dibujó en sus labios; la escena tenía algo de tierno y cómico a la vez.

—Milly —dijo en voz baja, llamando a una de las sirvientas que pasaba cerca—, prepara una habitación para ellos. No los despiertes, que parezcan huéspedes bien atendidos, no prisioneros rescatados.

La joven asintió con una leve reverencia y se apresuró a cumplir la orden, mientras Lyonel se volvió hacia Aurora, que lo observaba desde la distancia, aún con el rostro suavizado por el vino y el cansancio.

—Y también prepara un cuarto para la señorita Anna —añadió él, sin apartar la mirada de Aurora—. Asegúrate de que tenga lo necesario para descansar.

Aurora apenas logró asentir. El sueño empezaba a pesarle en los párpados, pero no tanto como la sensación de que esa noche, más que el cansancio, la había dejado desarmada. Lyonel acompañó personalmente a cada uno hasta sus habitaciones; primero a Florence y James, que apenas se movieron entre sueños, y por último a ella. Su tono fue cortés, casi distante, pero sus ojos… sus ojos se demoraron en los suyos un instante más del que debía.

Cuando al fin el silencio reinó, cada uno se perdió en su propio sueño, aunque no todos pudieron descansar igual.

La mañana llegó como una visita amable. La luz se filtraba por el ventanal de la habitación de Aurora, proyectando sobre las sábanas un resplandor dorado. Los rayos del sol le acariciaban el rostro y la obligaron a entreabrir los ojos. Parpadeó, confundida al principio, hasta recordar dónde estaba. La cabeza le pesaba un poco, como si aún quedaran restos del vino de la noche anterior.

Se incorporó despacio, y un mechón despeinado cayó sobre su mejilla. En la mesa de noche había una jarra de agua y un vaso limpio; lo tomó de inmediato y bebió sin pausa. El frescor del agua le alivió la garganta, pero también le devolvió la claridad. Y con ella, el recuerdo.

La terraza.

Lyonel.

Sus ojos.

Su voz.

El aire tenso, el silencio, el casi…

Aurora se llevó la mano al pecho, sintiendo cómo el corazón le golpeaba otra vez. Una vergüenza repentina le subió a las mejillas. ¿Y si Eliza los había visto? ¿Y si Lyonel creía que había intentado seducirlo? Cerró los ojos, deseando que todo hubiera sido un sueño provocado por el alcohol.

Se levantó, se alisó la ropa lo mejor que pudo y salió de la habitación. El pasillo estaba bañado por una luz suave que entraba por los vitrales, tiñendo el suelo con destellos de colores. Los pasos de Aurora resonaban en el silencio, ligeros, nerviosos, hasta que una voz familiar la detuvo.

—Buenos días, Anna —dijo Eliza, saliendo de una esquina con una sonrisa cálida.

Aurora se tensó un poco. No sabía qué esperar, pero la expresión de Eliza era tan amable que se sintió, por un instante, a salvo.

—Buenos días… —respondió con una sonrisa forzada, casi tímida.

Eliza la observó con afecto, notando quizás algo en su semblante.

—¿Dormiste bien? —preguntó—. Iba a buscarte para desayunar. ¿Vienes conmigo?

Aurora asintió.

—Claro… —respondió, agradecida por la naturalidad con que Eliza mantenía la conversación.

Mientras caminaban hacia el comedor, Eliza continuó:

—Antes de ir, pasaré por la biblioteca para avisarle a Lyonel. Se levantó temprano, ya sabes cómo es con sus libros.

Aurora la miró de reojo.

—¿Y Florence y James? —preguntó, más por costumbre que por curiosidad.

—Ah, se marcharon al amanecer —contestó Eliza—. Gerald me dijo que Florence insistió en ir a recoger flores antes de que saliera el sol. Tienen una energía que yo nunca tendré.

Aurora sonrió, aunque por dentro sintió un leve nudo en el estómago. Estaba sola otra vez con Lyonel y Eliza.

Llegaron a la biblioteca. La puerta estaba entreabierta, y desde adentro se escuchaba el ruido sordo de libros colocándose en los estantes. Al entrar, lo vieron de pie sobre una escalera, ordenando unos volúmenes. Vestía una camisa blanca arremangada, y la luz de la mañana se filtraba por la ventana, bañándolo con un brillo leve, casi pictórico.

—Hey, tú, erudito —dijo Eliza en tono de broma mientras se acercaba—, ya es hora de desayunar.

Lyonel bajó un par de escalones, girando la cabeza hacia ellas con una sonrisa distraída.

—Ya voy, ya voy —respondió—. Solo estoy tratando de poner orden en esta colección.

Mientras hablaban, Eliza reparó en un libro sobre la mesa, cubierto por un paño claro. Frunció el ceño.

—¿Otra vez con ese diario viejo?

Lyonel rodó los ojos y bajó el último peldaño.

—No es un libro viejo, Eliza. Es el diario del antiguo dueño de esta mansión.

Aurora, que se había quedado de pie junto a la puerta, sintió cómo el aire se le cortaba de golpe. Su mirada se posó en el cuaderno: la encuadernación oscura, el borde gastado… No podía ser.

Lyonel lo tomó entre las manos y lo sostuvo con cierto orgullo.

—Este diario pertenece a Sigmund Fitzroy —explicó—. Habla sobre su vida, sus pensamientos, y también… —sus labios esbozaron una leve sonrisa— sobre un amor imposible. Una mujer hermosa que, según él, cambió su destino.

Aurora sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

El diario.

Su historia.

Su nombre escondido en las páginas del pasado.

Disimuló la tensión en su rostro y se acercó un poco, fingiendo curiosidad.

—Wow… suena interesante —dijo, procurando que su voz no temblara.

Eliza suspiró y se cubrió el rostro con las manos.

—Anna, no lo alientes —dijo entre risas—. Si sigues, terminará escribiendo su propia novela trágica sobre amores malditos.

Lyonel la miró con fingido reproche.

—Lo sabía. Aquí la única aguafiestas eres tú.

Eliza se rió, dándole un pequeño empujón en el hombro.

—Esta aguafiestas tiene hambre, así que guarda tus historias de fantasmas y ven a desayunar.

Lyonel cerró el diario con cuidado y lo dejó sobre la mesa.

—Está bien, está bien. Pero no te quejes si luego las rosas de los jardines empiezan a marchitarse —bromeó.

Eliza soltó una carcajada mientras lo tomaba del brazo y tiraba de él suavemente hacia la puerta.

Aurora los siguió en silencio, mirando de reojo el diario que había quedado atrás.

Sabía que ese libro, con sus letras antiguas y su nombre escondido entre ellas, no tardaría en abrir otra puerta. Una que quizás nunca debió volver a cruzarse.

El desayuno había terminado entre risas suaves y comentarios triviales sobre el clima y los jardines de la mansión. Eliza se dedicaba a endulzar su té con un gesto distraído, mientras Lyonel leía una carta doblada sobre la mesa y Aurora jugueteaba con la cuchara, absorta, tratando de mantener la calma. Todo parecía tranquilo, envuelto en esa falsa paz que da la rutina.

Pero entonces, el sonido repentino de unos golpes en la puerta principal rompió la quietud. El estruendo resonó por los pasillos como una campana. Gerald, siempre atento, se levantó con la elegancia habitual y caminó hacia la entrada. Aurora levantó la vista con curiosidad, y Lyonel, sin apartar la mirada de la carta, preguntó distraídamente:

—¿Esperas a alguien, Eliza?

Ella negó con la cabeza.

—No, ¿y tú?

Lyonel frunció el ceño, levantándose.

—No… —murmuró.

Gerald abrió la puerta con la calma de quien ha hecho ese gesto toda su vida. Apenas vio al visitante, su cuerpo se tensó un instante antes de inclinarse en una reverencia ligera.

—Señor Sinclair —dijo el mayordomo con voz firme.

El hombre al otro lado del umbral asintió, quitándose los guantes con lentitud.

—Lleve mi equipaje a la habitación de siempre, Gerald —ordenó, alzando apenas la mano con gesto de autoridad.

El mayordomo asintió sin titubear y desapareció en dirección a las escaleras.

Lyonel, que había salido del comedor tras escuchar el nombre, se quedó inmóvil por un momento en el pasillo. Luego avanzó unos pasos, con una expresión que mezclaba sorpresa y cautela. Eliza y Aurora lo siguieron sin decir palabra.

Cuando llegaron a la entrada, el aire se volvió pesado.

Frente a ellos, de pie y perfectamente erguido, estaba el padre de Lyonel. Vestía un traje hecho a medida, de una tela tan fina que reflejaba la luz con un brillo discreto. No llevaba ningún adorno ostentoso, pero cada costura hablaba de riqueza y poder. Su porte era imponente, la clase de presencia que hacía que uno bajara la mirada sin entender por qué. Se quitó el sombrero con un gesto pausado, revelando un cabello gris bien peinado y un rostro severo, de líneas marcadas por los años y la disciplina.

—Padre… —dijo Lyonel al fin, rompiendo el silencio con una sonrisa cortés—. No te esperaba por aquí.

Eliza, conteniendo la sorpresa, avanzó unos pasos e hizo una reverencia impecable.

—Es un placer verlo de nuevo, señor Ulrich.

El hombre asintió apenas, sin devolver la sonrisa.

—También es un gusto verla, señorita Eliza —respondió, su voz grave y medida, como si cada palabra pesara.

Pero entonces su mirada se desvió, fija, hacia Aurora. Fue como si en ese instante la luz de la entrada se apagara un poco. Aurora sintió el peso de esos ojos grises recorrerla de arriba abajo, sin sutileza.

—¿Y tú quién eres? —preguntó Ulrich, con tono seco.

Aurora abrió la boca, sin saber bien qué decir, pero Lyonel intervino al instante:

—Padre, ella es Anna. Es una amiga que hice desde que llegué a este pueblo.

Ulrich volvió a mirarla, examinándola con una mezcla de curiosidad y desdén. Aurora tragó saliva, luego intentó imitar la reverencia que había hecho Eliza, aunque con torpeza evidente.

—Es un placer conocerlo, señor —dijo, su voz un poco temblorosa.

Ulrich entrecerró los ojos.

—¿De qué familia eres, niña? —preguntó, con una media sonrisa que no alcanzaba los ojos—. ¿O solo eres una pueblerina de por aquí?

Eliza se tensó de inmediato, y Lyonel frunció el ceño.

—Padre —intervino con firmeza—, no hables así a mi amiga.

El silencio se hizo incómodo por unos segundos. Ulrich apartó la vista de su hijo y volvió a clavarla en Aurora. Ella sostuvo la mirada, con un brillo desafiante en los ojos, algo que no parecía encajar con la dulzura de su rostro.

—Solo soy una simple pueblerina —respondió Aurora con calma, pero con un tono firme, casi retador.

El viejo Sinclair arqueó una ceja, sorprendido por la seguridad de aquella muchacha. Y entonces, apenas por un instante, en el rincón de sus labios se formó algo parecido a una sonrisa.

—Está bien —murmuró, girándose con elegancia—. Con tal de que no seas como las “amiguitas” que tenía mi hermano Cedric en este pueblo… no hay problema.

Eliza abrió los ojos con asombro, Lyonel apretó los puños conteniendo la ira, y Aurora, aunque no entendió del todo la insinuación, supo que aquello no había sido un halago.

El padre de Lyonel caminó hacia el interior de la mansión con pasos firmes, mientras su hijo lo seguía con una expresión entre resignada y frustrada.

Eliza miró a Aurora, aún sorprendida.

—Bueno… —susurró con una sonrisa incómoda—. Bienvenida al clan Sinclair.

Aurora suspiró. Algo en el aire había cambiado. El verdadero peso del apellido Sinclair acababa de entrar por la puerta.

Ulrich avanzó por el vestíbulo con paso firme, observando cada rincón de la mansión con una mezcla de reconocimiento y crítica silenciosa. Era evidente que el hombre no visitaba aquel lugar con frecuencia, pero tampoco parecía necesitar hacerlo para sentirse dueño de todo lo que sus ojos alcanzaban.

—Lyonel —dijo sin mirarlo, mientras se quitaba los guantes y los dejaba sobre una mesa de mármol—. Ven conmigo al despacho. Tenemos asuntos que discutir… en privado.

El tono de su voz no admitía réplica.

Lyonel intercambió una mirada con Eliza y luego con Aurora. Por un instante, se debatió entre el deber y el fastidio. Finalmente asintió con un leve movimiento de cabeza.

—Sí, padre.

Ulrich ya había comenzado a subir las escaleras antes de que Lyonel terminara la frase. Gerald, que justo regresaba del pasillo, abrió las grandes puertas dobles del despacho con una precisión casi militar.

El padre de Lyonel entró primero, sin esperar a su hijo. Su figura, erguida y solemne, se recortó contra la penumbra del cuarto. La luz que entraba por las cortinas pesadas era escasa, y en el aire flotaba el aroma a madera vieja, tinta y cigarro. Era un lugar que respiraba autoridad.

Lyonel se volvió una última vez antes de entrar. Desde el pasillo, Aurora y Eliza lo observaban. Ella —Eliza— tenía los brazos cruzados y una sonrisa forzada que decía otra vez lo mismo, mientras Aurora, un paso más atrás, mantenía la mirada fija en él, sin saber muy bien qué pensar.

Lyonel rodó los ojos con un suspiro resignado, un gesto casi infantil que contrastaba con la solemnidad del momento.

—Deséenme suerte —murmuró con una media sonrisa, antes de cerrar la puerta tras de sí.

El suave clic del cerrojo resonó en el pasillo vacío.

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Anna
Ariadne tenía razón 😢
Anna
Q linda es Ariadne 🥰
sebastian
Pobre Ariadne
sebastian
Pobre Ariadne
Lector de vida
me parece muy interesante la trama, continua así 👌
Carla Vannucci
WOW, me encanto el segundo capítulo, publica el proximo pleaseee
Carla Vannucci
WOW, me encanto el segundo capítulo, publica el proximo pleaseee
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