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Aurora: Una Belleza Eterna

Aurora: Una Belleza Eterna

Status: En proceso
Genre:Amor eterno / Demonios / Dejar escapar al amor / Amor-odio / Brujas / Leyendas de fantasmas
Popularitas:1.9k
Nilai: 5
nombre de autor: Sebastián Suarez

En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.

Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.

Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.

NovelToon tiene autorización de Sebastián Suarez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 23: “Grietas en el apellido”

Ulrich fue el primero en salir del despacho. Caminaba recto, con el mismo paso firme con el que había entrado, como si nada de lo dicho ahí dentro mereciera detenerlo un segundo más. Detrás de él apareció Lyonel. Su rostro estaba pálido, la mandíbula tensa, los ojos fijos en un punto que no parecía estar en el pasillo. Cerró la puerta con cuidado, quizá demasiado, como si aún pudiera oír la voz de su padre resonándole en la cabeza.

El ruido llamó la atención de todos. Eliza, que aguardaba apoyada junto a la pared, levantó la vista de inmediato. Aurora dio un paso inconsciente hacia adelante. Ninguno preguntó nada; bastaba con mirar a Lyonel para entender que algo había cambiado.

Ulrich no se detuvo a explicar. Avanzó hacia la salida principal y Lyonel lo siguió por pura inercia. Eliza y Aurora intercambiaron una mirada breve y fueron detrás, manteniendo cierta distancia. Afuera, el aire era frío y claro. Frente a la mansión esperaba un carruaje negro, pulido hasta reflejar el cielo, con herrajes brillantes y caballos inmóviles, como estatuas entrenadas para no moverse sin orden.

—Abre —dijo Ulrich a su mayordomo, sin alzar la voz.

El hombre obedeció de inmediato. La puerta del carruaje se abrió lentamente… y entonces apareció el niño.

Era pequeño, no más de ocho o nueve años. Rubio, de cabello claro y algo revuelto, con unos ojos azules demasiado grandes para su cara. Dudó un segundo antes de bajar, como si no estuviera seguro de que debía hacerlo. Ulrich no lo ayudó; simplemente lo observó. El niño apoyó el pie en el escalón y descendió solo.

El mayordomo de Ulrich tomó una pequeña maleta y se la entregó a Gerald, que la recibió con gesto serio, sin hacer preguntas.

Lyonel se quedó completamente quieto.

Ulrich se volvió hacia él, ya con un pie dentro del carruaje.

—Cuida al niño —dijo, seco, como si estuviera hablando de una propiedad más de la familia.

Lyonel abrió la boca, pero no salió ningún sonido. Ulrich no esperó respuesta. Subió al carruaje, la puerta se cerró con un golpe limpio y, segundos después, los caballos comenzaron a moverse. El carruaje se alejó por el camino de grava hasta desaparecer tras los árboles.

El silencio que quedó fue incómodo.

El niño miraba el suelo, con las manos apretadas frente al cuerpo. Gerald aguardaba, serio, a un lado, como si esperara una orden que aún no llegaba.

Eliza fue la primera en reaccionar. Se acercó a Lyonel y le habló en voz baja, con cuidado.

—¿Quién es…?

Lyonel tardó unos segundos en responder. Cuando lo hizo, su voz sonó extraña, como si no terminara de creerse lo que decía.

—Es… es el hijo de Cedric.

Aurora sintió que algo se le helaba en el pecho. Alzó la vista hacia el niño, luego volvió a mirar a Lyonel. Cedric. El nombre cayó con peso. Demasiado peso.

El niño levantó la mirada por primera vez, inseguro, buscando algún rostro que no pareciera hostil. Sus ojos claros se cruzaron un instante con los de Aurora.

Y ella supo, en ese mismo segundo, que la llegada de ese niño no era casualidad. Que nada, a partir de ahora, iba a seguir el mismo curso.

Entraron a la mansión en silencio, como si el peso de lo ocurrido aún estuviera flotando en el aire. El niño fue el primero en cruzar la sala, guiado por Gerald, que lo sentó con cuidado en uno de los sillones más pequeños. El chico no dijo nada; mantenía las manos juntas sobre las rodillas y miraba el suelo, atento a cada sonido, como si temiera romper algo con solo respirar.

A unos pasos de distancia, cerca del ventanal, Aurora, Eliza y Lyonel hablaban en voz baja.

—No entiendo nada —dijo Eliza, pasándose una mano por el cabello—. ¿Qué es lo que acaba de pasar?

Lyonel negó despacio, todavía con la mirada perdida.

—N-no lo sé… —respondió, sincero—. Mi padre no dijo casi nada.

Aurora permanecía callada. Observaba al niño desde lejos, tratando de leer algo en su postura, en esa quietud forzada que no era propia de alguien tan pequeño. No quería hablar. Tenía la sensación incómoda de que cada palabra podía empeorar las cosas.

—Pero tú dijiste que tu tío Cedric estaba solo —insistió Eliza—. Que había perdido la cabeza y que no tenía a nadie.

—Eso creí —respondió Lyonel—. Eso fue lo que siempre nos dijeron. —Hizo una pausa breve y añadió, mirando de nuevo al niño—. Pero parece que no estuvo tan solo como pensábamos.

Aurora alzó la vista entonces.

—¿Y por qué tu padre dejó al niño aquí? —preguntó, con cuidado—. No parece… una decisión improvisada.

Lyonel suspiró.

—Porque lo descubrieron hace poco —dijo—. La madre del niño está muy enferma. Pidió que alguien de la familia se hiciera cargo de él. Está en cuidados intensivos… no sabe si va a salir de ahí.

Eliza frunció el ceño.

—¿Y la familia aceptó así de fácil?

—No exactamente —respondió Lyonel—. Pero hay algo más. —Dudó un segundo antes de continuar—. Mi bisabuelo dejó escrito en su testamento que, cuando muriera, la mitad de sus bienes sería para mí… y la otra mitad para el hijo de Cedric, si es que alguna vez lo tenía.

Eliza abrió los ojos.

—¿La mitad?

Lyonel asintió.

—La mitad.

El silencio volvió a caer entre los tres. Aurora sintió un nudo en el estómago. No era solo un niño abandonado en una casa ajena. Era una pieza clave dentro de algo mucho más grande.

—Así que… —murmuró Eliza— no solo apareció un sobrino perdido. Apareció un heredero.

Lyonel no respondió. Sus ojos seguían fijos en el niño, que ahora jugueteaba nerviosamente con un hilo suelto del cojín, ajeno —o quizá no tanto— a la tormenta que giraba a su alrededor.

Aurora apretó los labios. Conocía demasiado bien ese tipo de giros. Sabía reconocerlos cuando el destino empezaba a mover piezas sin pedir permiso.

Y esta vez, no era Lucifer quien había hablado.

Pero el resultado era igual de inquietante.

Los tres se acercaron al niño con cautela, como si temieran asustarlo. Eliza fue la primera en romper la distancia. Se inclinó frente a él con una sonrisa suave, sin invadirlo, y apoyó apenas la mano sobre su cabeza, un gesto simple, casi maternal.

—Hola —dijo—. ¿Cómo te llamas?

El niño levantó la mirada con timidez. Sus ojos eran claros, demasiado grandes para su rostro delgado.

—I-Isaías… —respondió en voz baja.

Lyonel dio un paso al frente.

—¿Cuántos años tienes, Isaías?

—Catorce.

La respuesta cayó pesada. Lyonel no dijo nada durante unos segundos. Catorce. No era un niño pequeño, tampoco un adulto. Demasiado consciente para no entender lo que estaba pasando, demasiado joven para cargarlo.

Isaías apretó los labios, como si se armara de valor.

—¿Mi mamá… va a estar bien? —preguntó, y la voz se le quebró al final.

Eliza no dudó. Lo rodeó con los brazos y lo apretó contra su pecho.

—Claro que sí —dijo, firme—. No tienes que preocuparte ahora. Estás a salvo aquí.

El niño asintió sin decir nada, escondiendo el rostro. Lyonel los observó un instante más, con una expresión imposible de leer. Luego se dio la vuelta y salió de la sala sin decir palabra.

Aurora reaccionó casi por reflejo y fue tras él.

Lo alcanzó en el pasillo, lejos de la sala. Le tomó la mano antes de que pudiera seguir caminando.

—Lyonel —dijo—. ¿Estás bien?

Él se detuvo, respiró hondo y negó despacio.

—No lo sé… —admitió—. Hay demasiadas cosas pasando al mismo tiempo.

Antes de que Aurora pudiera responder, Eliza apareció detrás de ellos. Se acercó a Lyonel y, con un gesto delicado, le acarició el rostro.

—Tranquilo —dijo—. Es normal que estés así. Solo… respira un poco.

Lyonel levantó la vista y la miró. Aurora seguía sosteniéndole la mano. Por un segundo, los dos quedaron mirándose sin decir nada, como si el mundo se hubiera reducido a ese pasillo estrecho y silencioso.

Entonces notaron la presencia de Eliza.

Ambos apartaron la mirada casi al mismo tiempo, soltándose con torpeza.

Eliza lo notó. Lo sintió. Pero no dijo nada. Sonrió apenas y preguntó, como si nada hubiera pasado:

—¿Qué están haciendo?

—Nada —respondió Lyonel rápido—. Solo hablábamos del niño.

—¿Y qué piensas hacer con Isaías? —preguntó ella.

Lyonel se apoyó contra la pared.

—Se quedará aquí —dijo—. No voy a mandarlo a ningún lado. —Hizo una pausa—. ¿Podrías quedarte con él? Al menos por ahora. Yo necesito ir a ver a Wilfred. Estuvo con mi tío todos estos años… debe saber algo.

Eliza asintió sin dudar.

—Claro. Yo me encargo.

Aurora dio un paso adelante.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó, casi en un murmullo.

Eliza la miró. No dijo nada, pero algo se tensó en su expresión.

Lyonel respondió antes de que pudiera hacerlo.

—Está bien —dijo—. Vamos.

Se alejaron juntos por el pasillo, sin mirar atrás. El eco de sus pasos se perdió entre los muros de la mansión.

Eliza se quedó quieta, observándolos desde lejos. Cerró la mano sobre su pecho, apretando el vestido como si necesitara afirmarse.

En el patio, el caballo aguardaba inquieto, moviendo la cabeza con un resoplido breve. Lyonel no perdió tiempo: tomó a Aurora por la cintura con un gesto firme y la alzó hasta la montura. Fue un movimiento rápido, casi automático, pero a ella le bastó para que el calor le subiera al rostro. Giró la cabeza de inmediato, fingiendo interés en los árboles del jardín, mientras acomodaba las manos sobre la crin del animal.

Lyonel subió detrás, acomodándose con soltura sobre Ícaro. El caballo reconoció el peso y dio un paso corto, impaciente.

—Perdón por el apuro —dijo Lyonel, inclinándose un poco hacia ella para que lo escuchara—, pero necesito saber la verdad.

Aurora asintió despacio, sin mirarlo todavía. El caballo arrancó al trote y luego al galope, alejándose de la mansión mientras el sonido de los cascos se mezclaba con el viento. Durante unos segundos ninguno habló. El camino se extendía delante de ellos, flanqueado por campos y cercas bajas, y el aire golpeaba el rostro de Aurora, despejándole la cabeza… o al menos intentándolo.

—¿Wilfred? —preguntó ella al fin—. ¿Es el que cuidó a tu tío?

—Sí —respondió Lyonel—. Vivió con él hasta el final. Si alguien sabía de su vida, de sus secretos… es él.

Aurora apretó los dedos sobre la silla.

—¿Crees que… sabía del niño?

—Eso es lo que me inquieta —dijo Lyonel—. Catorce años no es poco tiempo. Nadie puede ocultar algo así sin ayuda.

El caballo redujo un poco la velocidad al entrar en un sendero más angosto. Las ramas bajas obligaron a Lyonel a inclinarse, y Aurora sintió su pecho cerca de su espalda. El contacto la puso tensa; respiró hondo, tratando de no pensar en ello.

—Tu padre —dijo ella con cuidado—. No parecía sorprendido.

Lyonel soltó una risa breve, sin humor.

—Mi padre casi nunca se sorprende. Eso es lo que más me preocupa.

Siguieron avanzando. El camino se volvió más silencioso, más apartado. Aurora pensó en Isaías, en su mirada, en la forma en que había preguntado por su madre. Pensó también en el diario, en el nombre que dormía entre esas páginas, en todo lo que estaba empezando a moverse otra vez.

—Lyonel… —dijo, dudando—. Pase lo que pase con ese niño, no es su culpa.

Él asintió.

—Lo sé. Por eso se queda en la mansión. —Hizo una pausa—. No voy a repetir los errores de mi familia.

Aurora bajó la mirada. El viento le movió el cabello y, por un instante, se permitió apoyarse un poco más contra él, apenas lo suficiente para no perder el equilibrio. Lyonel no dijo nada, pero aflojó ligeramente la presión de las piernas, como si entendiera.

A lo lejos apareció una casa modesta, rodeada de árboles viejos. Lyonel tiró suavemente de las riendas.

—Ahí vive Wilfred —dijo—. Prepárate. No suele decir más de lo necesario.

Aurora respiró hondo. Sabía que lo que estaban a punto de escuchar no iba a ser simple.

Lyonel bajó primero del caballo y, casi sin pensarlo, le tendió la mano para ayudarla a descender. Aurora aceptó el gesto; sus botas tocaron la tierra húmeda y firme del sendero. Durante un segundo se quedaron quietos frente a la casa, una construcción antigua, de muros gastados y ventanas pequeñas, como si el tiempo hubiera decidido quedarse ahí a descansar. El silencio pesaba. Ambos sentían el pulso acelerado, ese presentimiento incómodo que avisa que algo está a punto de romperse.

Lyonel levantó la mano y tocó la puerta. Dos golpes. Nada más.

Desde dentro se escucharon pasos cortos, arrastrados, lentos. Aurora tragó saliva. La puerta se abrió con un leve crujido.

Wilfred apareció en el umbral. El cabello completamente blanco le caía desordenado sobre la frente, y las arrugas surcaban su rostro sin dureza, como marcas de una vida larga y cargada de historias. Al ver a Lyonel, sus ojos se abrieron con sorpresa genuina.

—Mi señor… —dijo por costumbre, casi por reflejo.

Lyonel sonrió, y en esa sonrisa había algo infantil, antiguo.

—Wilfred… no hace falta que me llames así.

El viejo lo observó un segundo más, como asegurándose de que era real, y luego dio un paso adelante. Se abrazaron con fuerza, sin decir nada, como dos personas que no necesitan palabras para reconocerse. Cuando se separaron, Wilfred miró por encima del hombro de Lyonel y reparó en Aurora.

—Y esta joven tan hermosa… —dijo con curiosidad franca—. No me digas que es tu novia.

Lyonel se puso rojo de inmediato.

—No, no —respondió rápido, torpe—. Ella es Anna, una amiga. Me acompaña hoy. Mi novia es Eliza.

Aurora inclinó un poco la cabeza, incómoda pero educada.

—Mucho gusto, señor Wilfred.

—El gusto es mío, muchacha —respondió él con una sonrisa cálida—. Pasen, por favor. Además… —añadió, girándose hacia el interior— hay alguien más aquí que deberían conocer.

Lyonel frunció levemente el ceño.

—¿Alguien más?

Wilfred no respondió. Simplemente se hizo a un lado para dejarlos pasar.

La casa por dentro olía a madera vieja y a té reciente. Los muebles eran sencillos, gastados por el uso, pero cuidados con esmero. Avanzaron unos pasos hasta la sala de estar.

Y entonces la vieron.

Sentada en una silla, con la espalda recta y las manos apoyadas sobre el regazo, estaba Ariadne.

Lyonel se quedó inmóvil, como si el suelo hubiera desaparecido bajo sus pies.

—…¿Ariadne? —murmuró, incrédulo.

Aurora se congeló. El aire pareció abandonarle los pulmones. La reconoció al instante, incluso antes de que su mente quisiera aceptarlo. El mismo porte sereno. La misma presencia que no pertenecía del todo a ese mundo. Sus ojos se encontraron por una fracción de segundo.

Ariadne fue la primera en romper la quietud. Al notar por fin a Lyonel, sus labios se curvaron en una sonrisa suave, casi familiar.

—Hola, Lyo… —empezó a decir, pero se detuvo a mitad de la palabra, como si se hubiera dado cuenta de que el diminutivo ya no correspondía al tiempo presente.

Lyonel seguía inmóvil, con la sorpresa todavía clavada en el rostro.

—Hola, Ariadne… —respondió al fin, con la voz más baja de lo normal—. ¿Qué haces acá?

Ella inclinó ligeramente la cabeza, confundida por la reacción, como si no entendiera por qué esa pregunta tenía tanto peso.

—Yo siempre visito al señor Wilfred —dijo con naturalidad—. Desde hace años. Él me ayudó cuando nadie más lo hizo.

Lyonel parpadeó, intentando encajar esa información. Miró a Wilfred, que evitó su mirada, ocupado en acomodar una silla como si aquello fuera la cosa más normal del mundo. Algo no cuadraba, y se le notaba en la rigidez de los hombros.

Ariadne entonces reparó en Aurora. La observó con curiosidad abierta, sin dureza, como quien evalúa algo nuevo pero no amenazante.

—Hola, señorita —dijo con amabilidad—. ¿Cómo se llama?

Aurora sintió que la lengua se le volvía torpe. Durante una fracción de segundo estuvo a punto de decir su verdadero nombre, el que había dejado enterrado junto con otra vida. Se corrigió a tiempo.

—M-me llamo… Anna —respondió, forzando una calma que no sentía.

—Es un placer, Anna —dijo Ariadne, asintiendo con educación—. Tienes una mirada interesante.

Aurora sostuvo esa mirada solo lo justo, luego bajó los ojos. Lyonel notó el gesto, notó la tensión que no estaba ahí un segundo antes. Frunció levemente el ceño.

—No sabía que seguías viniendo —dijo él, volviendo a Ariadne—. Creí que… —se detuvo— que ya no estabas en el pueblo.

—Nunca me fui del todo —respondió ella, con sencillez—. Algunas cosas no se abandonan tan fácil.

El silencio que siguió fue incómodo. Wilfred carraspeó suavemente, como si intentara devolverle movimiento a la escena.

—Tal vez quieran sentarse —propuso—. Hay té caliente.

Ariadne asintió y tomó asiento. Lyonel hizo lo mismo, todavía procesando. Aurora dudó un segundo antes de sentarse también, manteniendo cierta distancia, como si necesitara espacio para respirar.

Desde su lugar, Ariadne volvió a mirar a Aurora, esta vez con más atención. No había sospecha en sus ojos, pero sí una curiosidad que inquietaba.

—¿Vienes de lejos, Anna? —preguntó con tono casual.

Aurora sintió cómo Lyonel giraba ligeramente la cabeza hacia ella, atento a la respuesta.

—No… —dijo despacio—. Vivo cerca. Conozco el pueblo desde hace tiempo.

—Se te nota —comentó Ariadne—. Hay gente que llega aquí y nunca termina de encajar. Tú no pareces una de ellas.

Aurora esbozó una sonrisa mínima, tensa.

—Supongo que me acostumbré.

Lyonel observaba el intercambio sin intervenir, pero algo en su expresión había cambiado. No sabía qué era exactamente, solo tenía la sensación de que dos piezas que no conocía acababan de colocarse en el mismo tablero.

Y ninguna de las dos estaba ahí por casualidad.

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Francisquitag
Me encanta tu narrativa, es tan elegante y hermosa 🥰
Francisquitag
Esta descripción me dió escalofríos
Francisquitag
Hermosa descripción
Francisquitag
Magnífica novela!!! excelente narrativa y una buena dosis de suspenso
Francisquitag
Ni siquiera estando muerta deja de estar tan loca
Francisquitag
Tanta crueldad en una sola frase
Francisquitag
Totalmente cierto
Francisquitag
Llegué a esta historia por pura casualidad! pero con este primer capítulo ya estoy atrapada. Hermosa narración y con la dosis justa de suspenso
Anna
Ariadne tenía razón 😢
Anna
Q linda es Ariadne 🥰
sebastian
Pobre Ariadne
sebastian
Pobre Ariadne
Lector de vida
me parece muy interesante la trama, continua así 👌
Carla Vannucci
WOW, me encanto el segundo capítulo, publica el proximo pleaseee
Carla Vannucci
WOW, me encanto el segundo capítulo, publica el proximo pleaseee
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